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Lucky Luciano: Érase una vez en Manhattan…


Lower East Side HZ


JotDown(J.L.Rodríguez) — Un chaval deambula por las calles de Nueva York, buscando la manera de ganar algunas monedas con el menor esfuerzo posible. Es horario escolar, pero eso le trae sin cuidado. Él, y algunos otros como él, ven escasa recompensa en acudir al colegio. Forman pequeñas pandillas que huyen de la disciplina. Casi todos ellos proceden de familias pobres y se sienten atraídos por los pequeños caprichos que el dinero puede comprar. No se gana dinero en la escuela.

Este chaval es diferente a sus compañeros de correrías. Más decidido, más agresivo, más inteligente. Nadie podría adivinarlo a esas alturas, pero en el futuro se convertirá en el principal criminal de la nación y, probablemente, el más poderoso e influyente gangster del mundo entero, sucediendo en ese papel al encarcelado Al Capone.

Será el creador de la Mafia moderna, el hombre que reinventará una sociedad criminal llamada Cosa Nostra que intenta apoderarse de las calles. Él convertirá esa sociedad criminal en lo que tantas veces hemos visto en las novelas, series y películas norteamericanas. Con el tiempo, será conocido como «Lucky», el afortunado.

En el cine, en la televisión y en la literatura adoptará otros muchos nombres; personajes que tomarán elementos de su personalidad y de su carrera. Lucky será el primer gran «Padrino».

– Un día cualquiera, en Manhattan

EL Lower East Side ocupa el apéndice sudeste de Manhattan, a la vista del tosco esqueleto de ferralla del puente de Williamsburg y de las formas algo más elegantes, aunque aún austeras, del puente de Manhattan. El Lower East Side es un barroco conglomerado de estrechos edificios de ladrillo que bordean las calles con una sucesión intermitente de tonos rojizos y ocres.

Esos edificios, presididos por una breve escalera que da acceso al portal y que suele esconder a sus costados un par de puertas al entresuelo, suelen constar de cuatro o cinco plantas de apartamentos sencillos, casi siempre abarrotados más allá de su capacidad nominal por los miembros de una o varias familias.

Todavía pueden verse, en el tiempo del que hablamos, algunas construcciones con fachada de planchas de madera, vestigio cada vez más raro de una época casi extinta, de un pasado que está desvaneciéndose en la apremiante confusión del cambio. Eran los albores del siglo XX; pocas veces el mundo ha avanzado tan deprisa, aunque sin saber muy bien hacia dónde.

Los toldos se extienden a modo de faldón por las largas hileras de edificios. En los locales de las plantas bajas hay tiendas de todo tipo; aún existe la costumbre de sacar mercadería a la entrada de los comercios, amontonándola a la vista de los viandantes. Algunas aceras están repletas de escaparates y también abundan los puestos ambulantes.

Los carromatos todavía son una visión habitual y no en todas las calles puede circular con facilidad uno de esos nuevos automóviles de motor, aunque poco importa, porque poca gente dispone de dinero para comprar uno.

El Lower East Side tiene un aspecto elegante, una cierta dignidad arquitectónica que refleja la influencia de constructores llegados desde el otro lado del Atlántico, pero es un barrio humilde, de gente trabajadora. Sus calles hierven de actividad porque allí vive mucha más gente de lo que da a entender la estrechez de las calles.

Una multitud va y viene en sus quehaceres diarios. Predominan los inmigrantes que han llegado desde Europa con los bolsillos vacíos: italianos, irlandeses, alemanes, ucranianos, polacos. Sobreviven desempeñando puestos poco cualificados. Uno de ellos, Antonio Lucania, se ha traído a su mujer Rosalia y a sus cinco hijos desde Sicilia.

Han venido en busca de una vida mejor, alejada de la dictadura feudal que la Mafia ejerce sobre la población rural de la paupérrima y atrasada isla mediterránea. Antonio Lucania, que en Sicilia fue cantero, no habla una palabra de inglés y se ha puesto a trabajar como peón de la construcción.

Es un oficio en el que el idioma no importa tanto porque muchos de sus compañeros son también italianos. Antonio confía en que sus retoños se adapten y aprovechen las inmensas posibilidades de aquel país enorme y en eterna ebullición llamado Estados Unidos de América.

Uno de sus hijos, en el futuro, cumplirá con creces ese sueño… aunque no de la manera que Antonio hubiese querido.

Salvatore Lucania se ha saltado las clases, como de costumbre. Vagabundea ocioso por las calles de su barrio adoptivo, al que llegó no hace mucho, con diez años de edad, directamente apeado del barco que trajo a toda su familia desde Italia. Ahora estas calles se han convertido en su hogar y en ellas se siente como en su casa.

No porque uno deje fácilmente de sentirse un extranjero en América, por más que viva rodeado de paisanos, sino porque en el Lower East Side nunca falta algo que hacer, algo que ver, algún lío en el que meterse. La memoria de Sicilia empezará a difuminarse con rapidez; ha llegado a Nueva York con la edad justa para terminar de crecer casi como un norteamericano más. Es un híbrido, como su nueva patria, de cuyo mestizaje surge toda su fuerza motriz, para lo bueno y para lo malo.

Salvatore ha descubierto la manera de conseguir con rapidez las cosas que quiere. Se dedica a atracar a otros niños más débiles para robarles el almuerzo o el poco dinero que puedan llevar encima, por lo general destinado a gastos escolares. Es un chico violento, el matón de la escuela, aunque rara vez ponga el pie en ella.

Todos los demás chavales evitan enfrentarse a él. Si tienen la mala suerte de topárselo durante su trayecto matinal hacia las clases, le entregan lo que llevan encima sin rechistar. Si algún niño no lo conoce todavía y comete la imprudencia de negarse a darle lo que Salvatore pide, el siciliano le pega una paliza hasta que su víctima comprende cuál es su papel en la tragicomedia adolescente del Lower East Side. Nadie quiere recibir una de aquellas palizas dos veces.

Lucky Luciano
Lucky Luciano comenzó su carrera delictiva a una edad bastante temprana, y se hizo notar en las calles por su dureza.

Un buen día Salvatore se cruza con otro niño, al que todavía no conoce.

Una víctima fácil.

Nacido en Rusia en el seno de una familia judía y bendecido con el impronunciable nombre de Meyer Suchowljansky, el nuevo niño del barrio es de aspecto poco imponente: bajito, flaco hasta bordear el raquitismo, de expresión alelada y orejas de soplillo, aún trata de adaptarse a esta frenética nueva existencia.

Con sólo nueve años hubo de decir adiós a su Bielorrusia natal y ahora camina por una calle neoyorquina, que es como haber aterrizado en otro planeta.

El pequeño Meyer se ha encontrado un mundo exótico y aterrador, con frecuencia hostil, poblado de amenazantes niños llegados desde diversos rincones del mundo con sus extrañas costumbres y sus idiomas incomprensibles.

Hoy tiene ante sí a uno de aquellos sicilianos de cabello negro y piel con tendencia a tostarse, que le saca varios años de edad, bastantes centímetros de estatura y que no parece tener intenciones demasiado amistosas.

Meyer viene de un país cuya tradición no era nada ajena a la violencia —su familia, de hecho, había sufrido los temibles pogroms contra los judíos—, pero aun así debía de ver a aquel matón italiano como un tosco bárbaro del misterioso sur de Europa poblado por tribus de trogloditas cetrinos e incivilizados, una bestia mediterránea más movida por el instinto que por la inteligencia.

Ambos son extranjeros en América, pero también son extranjeros entre sí. Por más que los hbaitantes del Lower East Side compartan barrio y hayan venido casi todos ellos del Viejo Continente, las pandillas étnicas no se comprenden entre sí ni muestran demasiados deseos de avanzar en la convivencia. La incomprensión se agudiza en el, para los adultos casi invisible, pero muy bullicioso círculo social de los más jóvenes.

Salvatore Lucania, de hecho, muestra poca curiosidad cultural hacia el pequeño ruso. Se limita a agarrarlo de las solapas y hacerle, parafraseando al clásico, una “oferta que no podrá rechazar”. El siciliano quiere el almuerzo de Meyer y todo el dinero que lleve encima. Meyer se niega. Salvatore, como era de prever, le pega una paliza hasta hacerlo sangrar: es la lección que ningún niño olvida jamás después de cometer la imprudencia de plantarle cara.

Tras la golpiza, el italiano le quita al ruso lo que lleva encima y lo deja en la acera, dolorido, llorando por las heridas de fuera y muy especialmente por las de dentro. Para Salvatore, esta escena es una rutina. Pero ¿es Meyer una víctima más? No tan deprisa.

Pasan algunos días. Salvatore camina por la acera y ve que, doblando la esquina, aparece aquel mismo niño flacucho de las orejas de soplillo. Del que supone, aplicando la experiencia anterior con otras víctimas, que ya ha aprendido su lección. El siciliano se prepara para verlo cambiar de acera en cualquier momento, ya que los niños que se cruzan con Salvatore suelen reaccionar así, confiando en que, con mucha fortuna, no les haya visto y puedan darle esquinazo.

Pero el alfeñique ruso no cambia de acera. Es más, no hace el más mínimo amago de intentarlo. Ni siquiera parece querer evitar a Salvatore. Camina directamente hacia él. No se lo ve asustado, y si lo está, lo disimula muy bien, porque mira directamente a los ojos de su verdugo con expresión desafiante.

Parece obvio que Meyer no se va a enzarzar en una pelea física en la que no tiene ninguna posibilidad de ganar, pero desde luego aparece revestido de una dignidad inquebrantable, de una hebrea solemnidad que, por lo visto, le impide plantearse la huida. El encuentro tiene el mismo desarrollo de la otra vez: Salvatore demanda su botín. Meyer se niega.

Salvatore le pega una paliza y le roba. Meyer se queda allí sentado, sangrando por la nariz, mientras algunas lágrimas le corren por la mejilla, lágrimas que quizá se han escapado a su pesar. Pero se ha resistido, en la medida de sus posibilidades, y eso es lo que cuenta para él. No será la última vez.

En los subsiguientes encuentros, para completo asombro del italiano, Mayer Suchowljansky se entrega al martirio con idéntico pundonor, sin el menor amago de querer escapar o esconderse. Siempre se dirige hacia una paliza garantizada con la mirada clavada en los ojos de quien sabe que va a propinársela.

Este niño es de verdad raro, debe de decirse Salvatore, y lo cierto es que no puede evitar empezar a sentir cierta simpatía por él. Eso no le impide seguir dándole golpes para obtener lo suyo —la ley de la calle es la ley de la calle: el ruso siempre se niega a entregar su dinero y Salvatore no puede permitirse el tolerar desafíos—, pero empieza a admirar su valentía.

Así transcurre todo, hasta que se produce un suceso que hará que las cosas cambien. Salvatore camina junto a la boca de un callejón y ve una escena familiar: unos chavales irlandeses le están dando una paliza a otro niño. Son varios contra uno, lo cual a Salvatore le parece una actitud cobarde, pero no tiene por qué entrometerse en asuntos que no le conciernen.

La calle es así, y él es el primero que recurre a la agresión para alcanzar sus fines. Sin embargo, se detiene a mirar cuando reconoce a la víctima: es aquel niño judío que se traga el miedo y que, con toda seguridad, ha mostrado la misma actitud de dignidad kamikaze frente a los irlandeses que lo están apaleando.

Se habrá resistido a ser atracado y por eso se están ensañando con él. Salvatore Lucania se ve impelido a actuar. Saca su navaja, en cuyo uso es bastante diestro, y hace una demostración de sus dotes ante los agresores, provocando su huida. Después se preocupa por el estado del maltrecho Meyer. Le promete que, de en ese momento en adelante, no volverá a atracarlo.

Es más, lo protegerá. Se convertirán en amigos. Y la suya será una amistad que durará toda la vida. Ambos, muchos años después, recordarán esta historia, cuando ya se hayan transformado en los dos cerebros que estuvieron detrás de la creación del moderno crimen organizado, los dos hombres que dieron forma a la mafia moderna.

Pero los conoceremos por otros nombres porque, siguiendo una práctica común entre los inmigrantes, se los cambiarán para hacerlos más pronunciables en el entorno anglosajón, y para el mundo ya no serán Salvatore Lucania y  Mayer Suchowljansky, sino Charlie Luciano y Meyer Lansky.

– Un nuevo mundo, una nueva vida

Meyer Lansky
Meyer Lansky, amigo y colaborador de Lucky Luciano a lo largo de toda su carrera criminal.

En las calles de Manhattan hay mucha delincuencia, puesto que es un universo en formación y la ley no llega por igual a todas partes.

Allí donde existe una gran población de inmigrantes italianos, está la “Mano Negra”, una difusa red de extorsionadores que chantajean a sus propios compatriotas, sobre todo a los dueños de los negocios, ofreciéndoles “protección” a cambio de un porcentaje de sus beneficios y de su mercancía.

Una costumbre, por cierto, que el Joven Salvatore ha imitado, vendiendo esa misma “protección” a chavales que puedan pagarla con una cuota semanal.

Pero lo de Salvatore es todavía casi un juego, mientras que la Mano Negra es algo muy serio: secuestros, amenazas, chantajes, lesiones, desapariciones e incluso asesinatos que no son infrecuentes, a veces ejecutados con escalofriante crueldad.

No es una organización centralizada, sino más bien un nombre genérico para bandas de matones que actúan apoderándose de zonas concretas y cuya sola mención provoca pánico entre los italianos. En algunas zonas de Nueva York, de hecho, la Mano Negra ha alcanzado un considerable poder; poco estructurado, pero real.

Por citar un sonoro ejemplo, la Mano Negra chantajeará a toda una estrella internacional, el famoso tenor Enrico Caruso, exigiéndole mediante carta anónima una suculenta cantidad de dinero por actuar en un teatro situado en territorio que la Mano Negra considera suyo.

Caruso cedió al chantaje y pagó. Mala idea: poco después le llegó otra carta exigiendo todavía más dinero. Comprendiendo que el chantaje no iba a terminar nunca, se negó a seguir pagando y avisó a la policía. El tenor hubo de pasar sus últimos años acompañado de una escolta permanente.

La violencia brutal de los dispersos grupos de la Mano Negra y sus asociados, así como de los incipientes grupos mafiosos que estaban empezando a importar costumbres criminales de Sicilia y otras partes de Italia, era un siniestro telón de fondo para la vida de los italianos recién llegados.

Durante algún tiempo, estas entidades criminales encontraron poca oposición. Las autoridades neoyorquinas rara vez se inmiscuían en los asuntos de los barrios de inmigrantes transalpinos. De hecho, había pocos oficiales de origen italiano en el cuerpo de policía de la ciudad y los agentes de la ley sentían que tenían poco que ganar metiéndose en aquellos ensanches donde una considerable parte de la población ni siquiera sabía hablar inglés.

No es que hubiesen faltado algunas campañas para intentar combatir la delincuencia en esas zonas. Especialmente notorios fueron los esfuerzos del oficial Joe Petrosino, un policía inmigrante nacido en Campania, que llegó a poner en jaque a diversas bandas criminales al frente de un escuadrón especial de agentes italoamericanos.

Petrosino fue un héroe peculiar: desmanteló varios grupos de la Mano Negra y logró expatriar incluso a varios miembros de la incipiente Mafia neoyorquina. Uno de los mafiosos expulsados mató al oficial a tiros como venganza cuando Petrosino cometió la imprudencia de viajar a Italia para intentar coordinar sus esfuerxos anti Mafia con la policía de aquel país.

Dentro del crimen en los barrios italianos había ciertas diferencias entre bandas como las que se hacían llamar Mano Negra y las incipientes asociaciones de mafiosos. La violencia indiscriminada de la Mano Negra no podía durar siempre, porque no respondía a un sistema lógico de valores que los habitantes de los barrios pudiesen entender, sino a una brutalidad arbitraria.

Se trataba de bandas salvajes que se apoderaban de los barrios a base de imponer el terror de forma indiscriminada y que tan pronto asesinaban a familiares inocentes de un comerciante porque éste no había querido ceder a los chantajes, como se mezclaban en asuntos de prostitución infantil, raptando niños pobres y llevándoselos a clientes pudientes.

No resulta extraño que, cuando empezaron a llegar a estas barriadas miembros de la Mafia —muchos habían salido de Sicilia huyendo de la justicia o de las vendettas de facciones rivales—, organizándose a su manera e imponiendo un nuevo reinado de terror que era más fácil de entender, muchos inmigrantes los considerasen preferibles a la Mano Negra e incluso llegasen a tenerles cierto respeto.

Los mafiosos, por lo menos, se movían según algunos valores fáciles de identificar. En ocasiones eran valores arcaicos y retorcidos, pero resultaban previsibles. Dotada de un grado de sofisticación y disciplina interna que resultaba impensable en las jaurías de la Mano Negra, la Mafia se fue imponiendo en las calles conforme iban llegando miembros desde Europa o se reclutaba a nuevos asociados en las calles.

Las nuevas extorsiones con las que tenían que convivir los italianos honrados de Nueva York se presentaban bajo una forma tradicionalista y feudal que les resultaba más familiar. Los mafiosos solían repudiar ciertas prácticas, aunque fuese para mantener una imagen pública o para alejar a la policía. Por ejemplo, evitaban la violencia contra los niños, y eso ya implicaba un cambio para mejor. Los “hombres de respeto” eran tal cosa no por sus propias cualidades, sino por contraste con las alimañas que les habían precedido.

En tal ambiente apenas sorprende que la delincuencia juvenil se disparase, y no siempre motivada por la estricta necesidad. Salvatore Lucania no pasaba hambre, pero aprendió que romper las reglas le permitiría ganar de forma cómoda más dinero del que ganaba su padre dejándose el lomo en la construcción.

Durante su adolescencia, Salvatore formó una pandilla propia, liderada por él mismo y, para disgusto de su padre, empezó a labrarse un abultado historial policial. Más de una vez, Antonio tuvo que ir a sacar a su hijo de una celda fianza mediante, aunque su hijo ya ganase bastante más dinero que él. Cuando Salvatore fue detenido por tráfico de drogas, Antonio pronunció la célebre frase: “no tengo hijo”.

La leyenda decía que Salvatore Lucania cambió su nombre por el de Charlie Luciano para no seguir avergonzando a su padre; aunque el motivo más probable era que a los norteamericanos anglosajones les resultaba más fácil de pronunciar.

Frank Costello
Tras probar la cárcel por tenencia de armas, el joven Frank Costello decidió no volver a llevar pistola.

Conforme sus actividades delictivas se volvían más complejas y lucrativas, también resultaban ser más demandantes, y Salvatore empezó a darse cuenta de que la violencia no siempre era la herramienta más recomendable.

Los actos violentos podían atraer a la policía, lo cual entorpecía los negocios de su pandilla.

Así empezó a entrenar el arma que lo haría más peligroso en su futura ascensión: el cerebro.

Empezó a pensar en lo que hacía antes de hacerlo, planificando cuidadosamente sus golpes y maniobras, considerando el balance entre riesgos y beneficios.

En esta actitud coincidía con uno de los miembros de la banda, el calabrés Francesco Castiglia, que más tarde sería célebre con su nombre americanizado Frank Costello.

Castiglia también tenía un bonito registro como delincuente juvenil, pero, tras ser detenido por tenencia ilícita de armas y pasar varios meses en prisión por ese motivo, decidió que en el futuro saldría adelante usando su cabeza como único arsenal.

Pese a que en el futuro sería un importantísimo miembro de la Mafia, Castiglia no volvió a llevar una pistola encima durante toda su vida.  Así pues, Lucania y Castiglia —Luciano y Costello— compartían una misma visión de su actividad delictiva, donde la violencia era importante, claro, pero como último recurso.

Otros miembros de la banda (como el vehemente Vito Genovese, que también sería una figura destacada en el futuro) no compartían esa visión, pero se daban cuenta de que Luciano y Costello ofrecían buenas soluciones a los problemas que se presentaban y lo hacían con un bajo coste en sangre y atención policial, así que aceptaban de buen grado su liderazgo natural.

Lo mismo sucedía con Meyer Lansky, aquel ruso flacucho que se había convertido ya en íntimo amigo y colaborador de Luciano. Meyer se había convertido en líder de su propia banda de delincuentes judíos, en la que militaba por ejemplo Benjamin “Bugsy” Siegel, el futuro “inventor” de Las Vegas.

Lansky solía sentarse a planificar tranquilamente sus actividades con Luciano y Costello, mientras que los miembros menos sofisticados de sus respectivas bandas eran usados como “músculo” para ejecutar acciones agresivas si la ocasión lo requería. Siegel, por ejemplo era extremadamente violento y muy irreflexivo: si había un tiroteo, se lanzaba pistola en mano hacia el enemigo, como si no le preocupase recibir un balazo.

No parecía pensar en las consecuencias de sus acciones, así que sus amigos Luciano y Lansky lo usaban como arma arrojadiza cuando no les quedaba más remedio que usar la violencia y trataban de mantenerlo domesticado cuando los negocios requerían tranquilidad.

Las dos bandas funcionaban casi como una sola. Luciano y Lansky se entendían bien y se complementaban; habían descubierto que el otro poseía una inteligencia brillante y que dos cabezas (o tres, si contamos a Costello) piensan mejor que una. Trabajaban juntos sin importar su diferente origen étnico y esto era algo bastante inusual sobre todo entre los delincuentes sicilianos.

Los miembros de la Mafia la consideraban un grupo exclusivo en el que no cabían extranjeros, ni siquiera italianos de otras regiones. Por el contrario, Luciano desarrolló otra forma de funcionar cultivada en las calles de Manhattan y que, aun siendo tan distinta de la cerrazón étnica de la antigua Mafia siciliana, sería la espina dorsal para la aparición de una moderna Mafia norteamericana, chocando con las tradiciones de los mafiosos de la generación anterior .

Las dotes de mando de Charlie Luciano sobre sus jóvenes esbirros no pasaron desapercibidas entre los criminales establecidos, especialmente cuando se promulgó la Ley Volstead (la famosa “Ley Seca”) y el lucrativo negocio del tráfico ilegal de alcohol empezó a requerir una buena cantidad de savia nueva en las organizaciones mafiosas.

Luciano, por mediación de Meyer Lansky, estuvo un tiempo bajo las órdenes del célebre gangster judío Arnold Rothstein. Después, su brillantez atrajo la atención de Joe “The Boss” Masseria, que dominaba los bajos fondos de buena parte de Manhattan.

De hecho, Masseria era el capo mafioso más importante de la ciudad, como puede deducirse de su apodo. Masseria convirtió a Luciano en uno de sus hombres de confianza y, gracias a ello, Luciano pudo escalar muchas posiciones en la Mafia de Nueva York. Durante los años veinte, riadas de dólares iban a circular por la organización y Charlie Luciano iba a ganar más dinero del que hubiese imaginado cuando atracaba a otros niños por las calles del Lower East Side.

La convivencia entre Masseria y Luciano, sin embargo, estaba destinada a no ser fácil. Luciano había llegado a EEUU con apenas diez años y había empezado su carrera delictiva en Nueva York, en un contexto americano y con una mentalidad americana.

Masseria, en cambio, había huido de Sicilia con diecisiete años para evitar un procesamiento por asesinato y cuando llegó a América estaba ya por completo imbuido de la cultura de la vieja Mafia. La visión tradicionalista de Masseria iba a coartar la apertura de miras de su nuevo pupilo, quien tuvo que soportar diversas prohibiciones y limitaciones impuestas por el jefe, aunque él las encontraba absurdas.

Sin embargo, como en el negocio del alcohol había mucho dinero y Luciano estaba en un lugar privilegiado para obtener su parte del pastel, contuvo sus deseos de deshacerse de Masseria. En su posición de joven lugarteniente no se veía con suficiente respaldo como para rebelarse. No lo necesitó.

Pronto serían otros los que se rebelasen contra Masseria y, poniendo a Luciano contra la espada y la pared, terminarían obligándolo a cambiar de bando. En 1928 se desataría una guerra civil dentro de la Mafia neoyorquina, una guerra a la que Luciano sobreviviría de milagro, ganándose el legendario sobrenombre de “Lucky”. Una guerra que, sumada a su suerte y su astucia, terminaría convirtiéndolo en el criminal más poderoso de América.

– La Guerra de los Castellammarese

Lower East Side

Viajemos al 15 de abril de 1931. El restaurante Nuova Villa Tammaro ocupa la planta baja de una robusta casa de estilo mediterráneo. Se accede al restaurante atravesando una puerta de madera de modestas hechuras y una discreta cristalera que ocupa la mitad de un falso vano rematado por un arco ornamental. Es un adorno que intenta, con cierto éxito, conferirle cierta alcurnia a la fachada.

En el centro del arco se puede ver un adorno tallado en piedra —aunque podría ser escayola; los italianos son hábiles haciendo pasar una por otra—, un grutesco que compensa con sus dignas formas las secuelas inevitables que la puerta padece debido a la humedad del clima local aunque, todo sea dicho, estemos viviendo la primavera más seca y calurosa desde hace más de medio siglo.

Las ventanas del restaurante, de vocación gótica como el propio edificio, son estrechas y esconden más de lo que muestran; también están rematadas por un arco y una talla que representa un par de cálices de piedra. La casa tiene dos plantas: el bajo donde está el negocio y la planta primera, donde Gerado Scarpato, el dueño del restaurante, vive junto a su esposa.

La planta del domicilio, de ventanas más amplias, es de un ladrillo visto que ya no imita la piedra. También en ella pende un ornamento tallado: el escudo de Angri, el populoso pueblo de la provincia de Salerno donde nació Scarpato.

El restaurante Nuova Villa Tammaro es muy apreciado entre los clientes italianos por la calidad de sus platos; no es un restaurante cualquiera, sino uno de esos locales de cocina casera muy bien cuidada que, con el tiempo, ha terminado convirtiéndose en un mesón de prestigio.

Cuando uno se acerca al edificio, la sobria pero noble factura de la construcción ya lo anuncia: no estamos ante un vulgar condominio de apartamentos, sino ante una villa de estilo rural que bien podría haber pertenecido a un médico calabrés o a un sacerdote napolitano.

O, por qué no, a un capo de la Mafia. La construcción preside una tranquila calle cercana a la playa, alejada del bullicio de la vida moderna; es un pedazo del viejo mundo que provoca en quien lo contempla la sensación de haber sido repentinamente transportado a Italia. Pero no estamos en Italia. Ni siquiera en Europa.

Estamos en un tranquilo rincón de Coney Island, en los márgenes de ese monstruo metropolitano llamado Nueva York. En este restaurante se va a producir algo que tendrá influencia sobre la vida de muchos estadounidenses. Aquella noche, entre esas mismas paredes, va a cambiar la historia de la Mafia.

Nuova Villa Tammaro
Ristorante Nuova Villa Tammaro

En esta velada ha venido a cenar un individuo particularmente notable, un cliente de excepción.

Es Giuseppe “Joe” Masseria, lo más parecido que existe a un potentado italiano en ese laberinto de avenidas, idiomas y razas llamado Manhattan.

De hecho, se le apoda sencillamente “el Jefe” porque es el máximo dirigente de la Mafia local y, por ende, uno de los rufianes más poderosos de la capital mundial del crimen organizado.

Aunque sea Chicago la que se ha llevado la fama gracias a un Al Capone que ahora está metido en juicios y al que le faltan apenas unos meses para pisar la cárcel, es en Nueva York donde se está cociendo el futuro.

Masseria cree tener bien apretadas las riendas de ese futuro. Es un hombre de baja estatura, mide un metro y sesenta y tres centímetros, de cara regordeta y una planta poco imponente.

Si alguien cometiera el error de juzgarlo por su aspecto físico, podría pensar que se trata de un inofensivo sastre italiano; si ese alguien fuese además lo bastante incauto como para tratar de pasarse de listo con el sastre, podría terminar metido en un barril en el fondo del río Hudson (una práctica “funeraria” que los mafiosos sicilianos, tras llegar a América, aprendieron de las sanguinarias bandas irlandesas).

Durante los años veinte, los negocios de Masseria han ido viento en popa, como los de cualquiera que se haya dedicado a traficar con alcohol.

La bebida, torpemente ilegalizada por un gobierno que aceptó el envenenado consejo de los puritanos estadounidenses, se ha convertido en el origen de muchas grandes fortunas: la de Al Capone, la de los miembros de las “familias” mafiosas en Nueva York y de otras muchas ciudades, y también la fortuna de Joseph Kennedy, cuya familia llegará a gobernar el país gracias al estatus obtenido mediante el dinero del contrabando.

Para la Mafia, el alcohol ha supuesto ganar mucho más dinero que todas sus demás plazas fuertes juntas: el juego, las loterías ilegales o la prostitución. La Ley Seca ha fortalecido al “sindicato del crimen” hasta niveles insospechados, aunque también ha provocado numerosos conflictos internos, tiroteos, atentados y derramamientos de sangre. La batalla por controlar los ríos de alcohol que se convierten en oro han convertido los bajos fondos de diversas ciudades en campos de batalla.

Nueva York no es una excepción: Masseria lleva casi dos años en guerra con Salvatore Maranzano, enviado por los viejos jefes de Sicilia para tratar de arrebatarle el poder. Nada más apearse del trasatlántico, Maranzano se puso al frente de un nutrido grupo de mafiosos neoyorquinos y declaró la guerra abierta, provocando un aluvión de asesinatos en ambos bandos.

El aluvión está a punto de terminar. Durante largos meses de guerra, esta se ha ido escorando en contra de Joe Masseria. Va perdiendo, aunque sigue siendo lo bastante fuerte como para que Maranzano pueda cantar una victoria definitiva. Masseria es terco y todavía es poderoso, así que no va a rendirse.

Tendrían que matarlo para acabar con lo que todavía queda de su imperio neoyorquino. Él mismo sabe que un objetivo prioritario y que hay un precio por su cabeza. De ahí la presencia de los cuatro guardaespaldas que, mientras Masseria cena, piden su propia comida en una mesa cercana. Masseria sabe protegerse y para el enemigo resulta casi imposible llegar hasta él.

Después de disfrutar una suculenta cena y un buen vino importado, los camareros recogen los cubiertos de la mesa de Masseria para que pueda jugar a las cartas con su mano derecha, Charlie “Lucky” Luciano, mientras los guardaespaldas toman café (para ellos, nada de alcohol, pues están ahí para proteger la vida de su jefe).

En la misma mesa de Masseria y Luciano están Sam Pollaccia, el consigliere de la organización, y Vincent Mangano, de cuyo sonoro apodo el «Ejecutor» podemos deducir unas cuantas cosas. Laa partida de naipes se alarga mientras el resto de clientes va abandonando el restaurante. Mangano y Pollaccia se retiran a casa.

“Es tarde” o “mi mujer me espera” son las excusas previsibles para abandonar la partida. Al final, en la tranquila penumbra, acompañados solamente por los empleados y los guardaespaldas, Joe Masseria y Charlie Luciano quedan jugando mano a mano. Parece el final típico de una de tantas noches entre mafiosos.

En un momento dado, Luciano se excusa también: necesita levantarse para ir al servicio. Masseria asiente y su lugarteniente se pone en pie y camina hacia los lavabos.

Joe Masseria
El Jefe: Giusseppe «Joe» Masseria.

Todo lo que va a suceder a continuación, sucederá rápido, en pocos instantes.

Cuando “Lucky” Luciano ya está en el servicio, varios hombres atraviesan la puerta del restaurante.

Su actitud y sus zancadas, decididas y rápidas, no dejan mucho lugar a dudas.

Joe Masseria es un mafioso curtido y percibe de inmediato la naturaleza de la situación. Aquellos hombres han entrado para matar a alguien.

Ha de ser alguien importante, un objetivo difícil que justifique enviar a cuatro pistoleros de golpe. Masseria sabe que en el restaurante sólo hay un objetivo que merezca tanto despliegue: él mismo.

A su pensamiento, sin duda, acude la guerra que lleva librando contra Salvatore Maranzano desde hace meses.

Masseria gira la cabeza hacia la mesa de sus guardaespaldas, esperando ver cómo se ponen en pie para abortar el golpe. Pero, ¡sorpresa! Sus guardaespaldas ya no están allí.

En unas décimas de segundo, suponemos, debe de haberlo comprendido todo. Cuando vuelve a mirar a los asaltantes, ve que sus caras resultan familiares. No son hombres de Maranzano. Son hombres de su propia organización: Vito GenoveseJoe Adonis y el mercenario Albert Anastasia.

Pero aún hay más. La cara de Masseria debió de expresar un total asombro cuando vio quién comandaba el grupo de asaltantes: Benjamin Siegel —al que el mundo conocerá más tarde como “Bugsy”— uno de aquellos gangsters judíos con los que Charlie Luciano mantenía una estrecha amistad desde sus años adolescentes. Aquellos mismos judíos, por cierto, de quienes Masseria le había ordenado alejarse.

Todo esto, a la velocidad de la luz, debe de ser lo que atraviesa la mente de Joe “The Boss” Masseria. En un breve momento de lucidez, de revelación, el máximo capo de Manhattan descubre lo que se ha estado cociendo a sus espaldas. Charlie “Lucky” Luciano, su mano derecha, no va a regresar del lavabo, porque es Luciano quien ha organizado este golpe

El “Boss” se da cuenta de que no saldrá con vida de su restaurante favorito. “Bugsy” Siegel y sus acompañantes alzan sus revólveres en dirección a Masseria, que nada puede hacer excepto servir de diana. El hampa de Nueva York va a tener un nuevo jefe.

– Mustache Pete & The Young Turks

Desde que había formado su propia pandilla de delincuentes juveniles en la adolescencia, cuando aún usaba su nombre de nacimiento Salvatore Lucania, Charlie Luciano había ido ganando una creciente reputación en el mundillo criminal. Primero trabajando para diversas bandas donde se codeaba con nombres relevantes de la Mafia, presentes y futuros, cuyas atenciones eran captadas por la agudeza de la mente criminal del joven Luciano.

Tratándose de un individuo brillante, era cuestión de tiempo que un gran líder mafioso terminara fijándose en él para promocionarlo dentro del escalafón. Del mismo modo que la inteligencia del joven Al Capone había llamado la atención de Johnny Torrio —quien lo apadrinó, fue artífice de su traslado a Chicago y propició su posterior reinado—, Luciano fue ascendido por Joe Masseria, quien no dudó en convertirlo en su hombre de confianza.

Como sucedió con Capone, Luciano llegó a un puesto de importancia en una época idónea: los años veinte, cuando el dinero entraba a espuertas en el Sindicato del Crimen gracias al alcohol. Ser el lugarteniente de Masseria le iba a permitir enriquecerse con rapidez.

luciano
Charlie Luciano nació en Sicilia pero su visión de la Mafia era la de un norteamericano.

Luciano, sin embargo, nunca se había sentido cómodo bajo las órdenes de Joe Masseria, quien era un mafioso a la antigua usanza, un “Mustache Pete”; sobrenombre que designaba a aquellos mafiosos que habían empezado su carrera criminal en Sicilia y habían llegado a EEUU ya de adultos, por lo general huyendo de procesos jurídicos o “vendettas”.

Estos individuos tenían una visión muy tradicionalista de la Mafia, que a menudo resultaba difícil de entender para sus subalternos más jóvenes, los “Young Turks”.

Como todos los “jóvenes turcos”, Luciano había llegado a América siendo un niño y había comenzado su actividad criminal no en una árida isla mediterránea de costumbres casi medievales, sino en las coloristas y trepidantes calles de Nueva York.

Estaba acostumbrado a tratar con delincuentes de toda procedencia. Para él, lo importante no era la raza o nacionalidad de un cómplice, sino su valía y su lealtad. De hecho, algunos de sus mejores amigos, a quienes los que consideraba además sus más valiosos colaboradores, no eran sicilianos. 

Meyer Lansky era un judío de origen ruso y “Bugsy” Siegel era un judío de origen austriaco. Incluso su querido colega Frank Costello era calabrés, no siciliano. Además, otro importante gangster judío, Arnold Rothstein, había confiado en Luciano y sus amigos y los había apadrinado sin importar dónde habían nacido o cuál era el tono de su piel, el color de su cabello o su religión.

Luciano, pues, había crecido en un mundillo del hampa muy internacionalizado, así que cuando entró en la Mafia de mano de Masseria tuvo que adaptarse a un ambiente mucho más restrictivo, donde sólo los sicilianos tenían cabida. Nunca pudo entender que Masseria le obligase a romper su asociación con Meyer Lansky sólo porque no era italiano.

Lo mismo con otros amigos y colaboradores. En la práctica, no quiso romper esas amistades y mantuvo el contacto con mucha discreción, pero es obvio que no era confortable tener que fingir. Ni siquiera entendía que miembros de la organización de Masseria se burlasen de Frank Costello por su acento calabrés o por su oposición al abuso de las armas.

Luciano, sin embargo, no podía soñar con rebelarse y pensaba que estaba condenado a vivir bajo el arcaico régimen de Masseria. Para deshacerse de un jefe molesto no bastaba con asesinarlo; había que tener muchos y sólidos apoyos para sobrevivir a la guerra que se desataría a continuación. Luciano era joven y no tenía esos apoyos. El dinero era el único consuelo. Aquella situación podría haberse prolongado durante muchos años, pero Luciano no era el único a quien molestaba la presencia de Masseria.

– Los castellammarese

Castellammare del Golfo es un pueblo siciliano, bautizado así por el castillo que se erige en el extremo de un saliente de tierra que divide en dos el puerto pesquero; el castillo preside una especie de cuerno que nace del centro justo de la balconada al mar de aquella diminuta ciudad.

Aunque, más que castillo es un modesto y robusto fuerte costero; ya se sabe que en los pueblos tienen tendencia a engrandecer mediante el nombre lo que es humilde por sus hechuras. Con todo, Castellammare es una población grande, al menos para los estándares sicilianos.

Sus pintorescas casas se escalonan a lo largo de una red de callejuelas siempre ascendentes, porque la población creció sobre los faldones de la imponente montaña que preside el paisaje. Hoy, en pleno siglo XXI, es un resorte de vacaciones de asombrosa belleza, una pintoresca media luna que abraza un mar siempre azul a la sombra de una montaña siempre verde.

Una ciudad de postal, en una bahía enmadrada por un golfo y flanqueado de numerosas playas, calas y caletas que son material de primera clase para fotografías e incluso lienzos. Castellammare del Golfo, hoy, tiene incluso un puerto deportivo.

Castellammare del Golfo
Años veinte: Castellammare del Golfo en fiestas.

En los años veinte las cosas eran distintas.

Aunque bella, era también una ciudad problemática.

Como casi todas en Sicilia, estaba consumida por la pobreza y el oscurantismo.

Sus calles de piedra estaban teñidas de sangre, habitadas por sombras y fantasmas que guardaban incontables secretos.

Una buena parte de  los varones de Castellammare estaban, habían estado o iban a estar alguna vez en la cárcel.

Otros habían muerto en “vendettas” y tiroteos enmarcados en las constantes guerras mafiosas entre clanes rivales.

Y otros más se habían marchado al extranjero huyendo de un incierto destino que sólo conocía dos finales: la celda o la tumba.

En cuanto a las mujeres, muchas vestían ya de negro siendo jóvenes; relegadas al papel de actrices secundarias en las interminables guerras libradas por sus hombres, se refugiaban en un apego ancestral al honor y la dignidad. Por la actitud de unos y otras, reinaba el silencio. Se desconfiaba de las autoridades, que eran el principal enemigo desde tiempos inmemoriales.

Una actitud generalizada en Sicilia, una isla invadida por unos y por otros a lo largo de los siglos, un “punching ball” del Mediterráneo en el que, por lo general, sólo se habían enriquecido los extranjeros —árabes, franceses, españoles, e italianos, porque también los italianos habían sido extranjeros allí—, invasores que habían venido a llevarse el sudor y la sangre de los varones y la honra de las hembras.

La Mafia era la institución más extendida, la más respetada y la mejor asimilada por los castellammarese porque la Mafia había sido el único ejército propio que los sicilianos habían conocido, el único que había velado por ellos frente a los invasores.

En Castellammare incluso se desconfiaba de las poblaciones cercanas, que a menudo se convertían en territorio hostil cuando surgían problemas entre clanes vecinos o cuando se disputaban los favores de la poderosa Palermo, la capital de Sicilia, situada a varias horas de camino con medios de locomoción tradicionales.

La Mafia local había alcanzado unas considerables cuotas de poder, hasta el punto de desarrollar un fuerte sentido de identidad que llevaba a los habitantes de Castellammare del Golfo a cultivar un feroz localismo. Esa identidad se la llevarían consigo cuando emigraran a otros lugares.

No resulta extraño, pues, que en Nueva York fuesen  los mafiosos originarios de Castellamare quienes formasen uno de los grupos más cohesionados del hampa.

Cada vez que un castellammarese desembarcaba en América bajo la atenta mirada de la Estatua de la Libertad, había sido recibido, cobijado, ayudado y promocionado por otros castellammarese que ya se habían establecido allí. Existía un estrecho vínculo entre ellos. Pronto constituyeron una auténtica facción con ambiciones propias dentro del crimen neoyorquino.

Entre los castellammarese de Nueva York había nombres que en el futuro serían muy importantes: desde el elegante Joseph Bonanno —“Joe Bananas”, que terminaría convirtiéndose en uno de los mafiosos más adinerados de su tiempo— hasta el férreo Joe Profaci, pasando por el longevo Stefano Magadino o el hábil Joe Aiello.

Todos ellos enviaban a casa noticias sobre lo mucho que estaban floreciendo los negocios en Nueva York. Y esas noticias no pasaban desapercibidas para Vito Cascioferro (“Don Vito”), el poderoso patriarca de la Mafia en Castellammare. Muy interesado en alargar sus tentáculos hacia los provechosos negocios que estaban surgiendo al otro lado del Atlántico, Don Vito envió a un hombre de su confianza para liderar a sus paisanos de Nueva York y plantarle cara al poderoso Joe Masseria.

Ese hombre era Salvatore Maranzano, un robusto y bien vestido individuo de treinta y nueve años, que podría haber pasado por un honrado importador o por el emprendedor dueño de una cadena de restaurantes. Maranzano era un criminal peculiar; gran lector y bastante más cultivado que el común de los mafiosos, amante de la Historia y las humanidades, cosas que no resultaban habituales en una Sicilia plagada por el analfabetismo. Incluso se decía que su primera vocación había sido el sacerdocio.

Salvatore Maranzano
Salvatore Maranzano, líder de los castellammarese de Nueva York.

Los castellammarese de Nueva York, muy bien organizados, se sentían lo bastante fuertes como para plantar cara al hasta entonces indiscutido jefe de Manhattan, Jore Masseria.

Con la llegada de Maranzano a América en 1925, los castellammarese se convirtieron en una facción independiente de facto, movida por nuevas ambiciones.

Hacia 1928, los roces con los hombres de Masseria se hicieron cada vez más frecuentes.

Los castellammarese empezaron a asaltar camiones de licor propiedad de Masseria, quien a su vez ordenaba asaltar camiones propiedad de Maranzano.

Era una “guerra fría” en la que ambos bandos se robaban alcohol mutuamente y entorpecían los negocios del otro cuando tenían oportunidad.

Los pequeños incidentes a nivel de calle se sucedieron durante meses, dejando cada vez más patente que Maranzano había llegado desde Sicilia para intentar hacerse con el dominio de Manhattan.

Joe Masseria no era el único jefe criminal que se sentía soliviantado por el atrevimiento de los castellammarese.

Al Capone, el más insigne aliado de Masseria en el mundo del hampa, descubrió que uno de los castellammarese, Joe Aiello, se había trasladado a Chicago para intentar hacerse con un trozo del pastel local. Aiello no era rival para la temible organización de Capone, desde luego, pero se las arregló para crearle los suficientes quebraderos de cabeza como para estrechar la alianza entre Capone y Masseria, que ahora tenían enemigos comunes.

Ninguno de los dos bandos parecía ansioso por comenzar una guerra abierta, sin embargo. Sabían que liarse a tiros resultaría muy costoso, en vidas y sobre todo en dinero. Una guerra sería perjudicial para los negocios, atrayendo la atención de la policía, las autoridades y la prensa.

La guerra también podía despertar el apetito de otras bandas criminales, que sin duda se sentirían tentadas de intentar aprovechar el conflicto para ganar nuevos territorios a costa de los combatientes. Un jefe mafioso que sepa lo que le conviene intenta evitar una guerra.

Sin embargo, era cuestión de tiempo que la escalada de tensión degenerase en violencia incontrolada; dos Mafias pugnando por hacerse con el control de Nueva York convertía la convivencia a largo plazo en una utopía.

El afortunado

Cuando estaba terminando la década de los veinte, Charlie Luciano tenía mucho en que pensar. La escalada bélica entre dos mafiosos de la vieja escuela amenazaba con perjudicar el negocio en un momento clave. Su propio jefe Masseria y el recién llegado Maranzano se habían fogueado en la arcaica Sicilia y mantenían antiguos y poco pragmáticos prejuicios sobre el honor.

Cada vez parecían más dispuestos a que sus bandas se comportasen en las abarrotadas calles neoyorquinas como lo habían hecho en las callejuelas de Palermo, Castellammare del Golfo, Corleone, o Menfi. Para desencadenar la guerra abierta bastaba con que algún mafioso de uno de los bandos fuese abatido a tiros.

Esta posibilidad era inquietante para Luciano, que había visto el ejemplo de Chicago: cuando Capone no había conseguido evitar que sus rivales lo arrastrasen a un intercambio de tiroteos, la violencia  había atraído la atención de las autoridades.

Hasta entonces, esas autoridades habían tolerado los negocios de Capone, pero no iban a permitir que la ciudad se convirtiese en el escenario de tiroteos al estilo del viejo Oeste (o peores, porque los gangsters de Chicago solían usar ametralladoras). Como consecuencia, el poderoso Capone había empezado a sufrir el acoso del FBI, de repente empeñado en meterlo en la cárcel. Charlie Luciano no quería que sucediese lo mismo en Nueva York, pero tenía pocas herramientas para evitarlo.

Lucky Luciano1
«Lucky» Luciano sufrió una brutal paliza que lo dejó malherido y que era muy probablemente una invitación a reflexionar.

Luciano sabía que la prohibición del alcohol no iba a ser eterna y que una de las mejores maneras de asegurar el futuro de su organización consistía en redistribuir los beneficios del contrabando con tranquilidad, en inversiones diversas, sin la molesta vigilancia del FBI o de algún fiscal deseoso de acaparar titulares en los periódicos.

No era momento para una guerra. Y no era el único mafioso que sentía de ese modo; casi todos los mafiosos de su generación, los que se habían criado en EEUU, veían el asunto de manera parecida y se sentían incómodos con la situación,ya perteneciesen al bando de Masseria o al de Maranzano.

Pero todos ellos estaban condenados a someterse a los designios de sus anticuados jefes, así que poco podían hacer excepto esperar el curso de los acontecimientos.

La guerra, como temían, estalló por fin. Charlie Luciano pasaría por una experiencia que, además de ganarle su legendario apodo  de “Lucky”, el afortunado, le haría entender que no podía seguir a la expectativa bajo el capricho de Masseria.

En 1929, mientras caminaba por la calle, Luciano fue sorprendido por tres hombres que, a punta de pistola, le obligaron a subir a un automóvil. Lo llevaron hasta una playa de Staten Island y Luciano creyó, como recordaría más tarde, que aquellos iban a ser sus últimos minutos sobre la faz de la tierra.

Empezaron a propinarle una paliza e incluso llegaron a apuñalarlo (pese a lo que diría después la leyenda, no le cortaron la garganta ni le dispararon, pero la agresión fue brutal de todos modos). Después lo abandonaron allí, en la misma playa, donde fue encontrado más tarde, inconsciente.

Se recuperó de sus heridas con relativa rapidez y no le quedaron secuelas graves, aunque sí alguna que otra cicatriz y el característico párpado caído que podemos ver en algunas de sus fotografías y que es uno de los rasgos más reconocibles de su figura, producto de un nervio dañado.

Como el atentado fue considerado un intento de asesinato y Luciano había logrado sobrevivir, se quedó para siempre con el apodo de “Lucky”, pero resulta más lógico que el atentado hubiese sido una advertencia. Si hubiesen querido acabar con él, lo hubiesen tenido fácil: un tiro en la cabeza y “Lucky” Luciano jamás hubiera salido con vida de aquella playa.

La brutal paliza era más bien un mensaje: “Sabemos que eres un tipo valioso, más razonable que Masseria, y sería una pena que tuviéramos que matarte a ti también”. Luciano averiguó que la paliza había sido cortesía de Salvatore Maranzano, pero no cometió el error de reclamar inmediata venganza y ponerse a buscar a sus agresores, como era propio de la mentalidad siciliana. En cambio, hizo lo que se le daba mejor: empezó a pensar.

Parecía obvio que el periodo más sangriento de la guerra estaba aún por llegar y Luciano supo que, si quería sobrevivir, tendría que tomar las decisiones adecuadas, pero no resultaba nada fácil. Aquella guerra era como una partida de ajedrez y necesitaba acertar no sólo al decidir qué pieza mover, sino también al decidir el momento oportuno para moverla.

Además, debía confiar en que sus rivales no tuviesen preparada una jugada mejor. Le habían dado un primer aviso. Luciano nunca fue un hombre que desestimase los avisos y empezó a redoblar sus precauciones. Mientras tanto, su jefe se había cansado ya de precauciones. Joe Masseria había decidido ir de pleno a por el jaque mate y estaba dispuesto a convertir los bajos fondos de Nueva York en un baño de sangre al estilo de Sicilia.

– En el amor y en la guerra

Joe Aiello
Joe Aiello, presdiente de la Unione Siciliane para disgusto de Joe Masseria… y de Al Capone.

Febrero de 1930. El gangster Gaetano Reina sale del domicilio de su amante y comienza a caminar por la calle. No llegará lejos.

Nacido en el hoy celebérrimo pueblo de Corleone, de donde también sería originario el ficticio protagonista de El Padrino, Reina es un tipo importante en los bajos fondos.

Ha sido un aliado de Joe Masseria desde los viejos tiempos, cuando fue de inestimable ayuda para establecer su imperio en Manhattan.

Pero los tiempos y las lealtades cambian. Nueva York se está volviendo demasiado grande y moderna para la mentalidad anticuada de Masseria Gaetano Reina ha desarrollado ciertas simpatías hacia los castellammarese, que están demostrando ser hábiles a la hora de ganarse nuevos amigos porque presentan una visión más abierta de los negocios.

Ante Masseria, Reina finge seguir siendo el leal amigo de siempre, pero sus ambiciones ya se dirigen en otra dirección. Pero alguien se ha enterado de que Reina juega a dos bandas y se lo ha dicho a Masseria. 

Aquella fría noche, mientras Gaetano Reina se dispone a volver a su casa, un individuo se le acerca sigilosamente por detrás. Es de aspecto patibulario, con una poderosa mandíbula y unos fieros ojos cuya mirada a veces bizquea, aunque ni así deja de resultar amenazante.

Ese individuo es ya un rostro familiar en nuestra historia: Vito Genovese, miembro del círculo de Lucky Luciano. Alza una escopeta de doble cañón y apunta directamente a la cabeza del desprevenido Reina. Suena un estampido y los sesos de Reina se desparraman sobre la acera. A Joe Masseria no le gusta que lo traicionen.

Otra cosa que disgusta al “Boss” es que no se le brinde apoyo en aquellos momentos en que lo necesita para extender su influencia, o la de sus amigo, al ámbito “político”. Había intentado ayudar a que Al Capone se hiciera con el control de la Unione Siciliane; esta era, al menos sobre el papel, una asociación cívica que fomentaba la colaboración entre inmigrantes sicilianos repartidos por diversas ciudades de los Estados Unidos.

Una especie de hermandad civil, lo que hoy llamaríamos una entidad sin ánimo de lucro. En la práctica, sin embargo, la Unione Siciliane era un lobby que los mafiosos usaban para influir en las tendencias electorales de los italoamericanos en esas ciudades. Estaba controlado por las mafias sicilianas del cinturón industrial del norte, sobre todo por los castellammarese de Detroit y Chicago.

Al Capone, cuya familia era de origen napolitano y que por tanto no pertenecía a la Mafia, llevaba tiempo tratando de apoderarse de la Unione. Había ordenado asesinar al antiguo presidente de la entidad, Giuseppe Giunta, para ponerse en su lugar. Pero todavía existía un problema: Capone había nacido en los Estados Unidos, así que no podía optar a la presidencia de una asociación de inmigrantes.

Así pues, ni siquiera sus incontables influencias políticas consiguieron poner la Unione Siciliane bajo su poder. Fue uno de sus nuevos enemigos, el castellammarese Joe Aiello, quien terminó convirtiéndose en presidente de la asociación para disgusto de Capone.

Y para disgusto del propio Joe Masseria, que había intentado ayudar haciendo que Gaspar Milazzo, líder local de la asociación en Detroit, intercediera en favor de Capone Pero Milazzo era oriundo de Castellammare del Golfo y se negó a prestar ese apoyo. Así, cuando Aiello se hizo con el cargo, Masseria se sintió humillado. Pensó, con razón, que lo habían dejado en ridículo ante su poderoso amigo Capone.

Su honor siciliano había sido afrentado y reclamaba venganza. Gaspar Milazzo le había escupido en la cara y tenía que pagar por ello. Aquel mismo febrero en que Gaetano Reina había sido asesinado en plena calle, Gaspar Milazzo fue abatido a tiros en una lonja de pescado de Detroit.

Aquellos dos asesinatos demostraban que a Masseria se le estaba yendo la mano con las vendettas. Había ordenado eliminar a Gaetano Reina por habladurías y la ejecución de Milazzo había sido innecesaria. Con esa actitud, Masseria solamente consiguió reforzar las alianzas entre sus enemigos, actuales o potenciales.

Los hombres de Gaetano Reina —entre ellos, Tommy Lucchese y Tommy Gagliano—, alarmados por la eliminación de su jefe, pidieron la protección de Salvatore Maranzano, ofreciéndose a cambiar de bando. El enfrentamiento iba a pasar a un nuevo nivel.

– Jaque al “Boss”

Giuseppe Morello
Giuseppe «La Garra» Morello

Giusseppe Morello era más conocido en los bajos fondos como “La Garra” porque una de sus manos tenía forma de pinza desde su nacimiento.

Era uno de los más antiguos y valiosos colaboradores de Joe Masseria, para quien solía ejercer como consejero.

Además era recaudador de fondos en una oficina de Harlem; los subalternos y tributarios de Masseria acudían ante su mesa para entregar sobres repletos de billetes.

Morello había nacido en Corleone, como el difunto Gaetano Reina, pero no había traicionado a Masseria.

Seguía trabajando para él con total lealtad.

Y allí estaba, en su oficina, cuando se produjo la visita menos deseable que uno podía recibir en los años treinta: Albert Anastasia, un futuro capo mafioso que por entonces ejercía como pistolero a sueldo y que se ganaría justificada fama como uno de los individuos más letales del mundo del hampa.

A Anastasia se le conocía con el sobrenombre de “Mad Hatter” (“El sombrerero loco”) aunque tiempo después la prensa terminaría otorgándole un sobrenombre bastante más siniestro: “Su Excelencia el Ejecutor” Por aquel entonces, Anastasia todavía ejercía como mercenario libre, realizando trabajos para quien mejor le pagase.

Y los castellammarese le habían pagado bien por deshacerse de Giusseppe Morello, a quien acribilló a tiros en la mesa de su despacho. Otro de los hombres de confianza de Masseria, “Fat Joe” Pinzolo, estaba también sentado en su despacho cuando apareció por la puerta Tommy Lucchese, uno de los hombres de Gaetano Reina que había cambiado de bando después de que Masseria hubiese ordenado su ejecución.

Lucchese mató a Pinzolo y, aunque fue detenido y acusado por la policía, terminaría siendo absuelto por falta de pruebas.

Las muertes de Morello y Pinzolo fueron duros golpes para Masseria. Quizá debería haber pensado si no le convenía intentar detener las hostilidades en aquel mismo momento, pues había perdido importantes capitanes bien por defección, bien abatidos por el enemigo, bien porque los había hecho matar él mismo.

Y con los capitanes solían irse los soldados. Sin embargo, Masseria continuó con sus planes como si nada hubiera pasado. Por ejemplo, seguía decidido a derribar el control que los castellammarese tenían sobre la Unione Siciliane por medio de Joe Aeillo, para enmendar su reciente humillación ante Capone.

No es que Al Capone necesitara esa ayuda: tenía ya contra las cuerdas a Joe Aiello, varios de cuyos ayudantes habían sido asesinados. Aiello, aterrorizado, pasaba la mayor parte del tiempo refugiado en la sede de la asociación en Chicago, temiendo pisar la calle porque era muy probable que los hombres de Capone se le echasen encima en cuanto atravesara la puerta.

Incluso planeaba la huida a México. En realidad, a Capone, acosado por el FBI, no le interesaba verse involucrado en otro asesinato de alto perfil. Pero Joe Masseria, deseoso de complacer a Capone, decidió actuar por su cuenta y envió Nueva York a uno de sus ejecutores de confianza, Al Mineo, para eliminar a Joe Aiello. Con ello pensaba hacerle un favor a Capone, pero el efecto sería el contrario.

Mineo, armado con una ametralladora, se ubicó en la ventana de una segunda planta frente al edificio de la Unione. Esperó con paciencia a que Aiello decidiera asomar la cabeza. Cuando vio al presidente de la Unione pisando la calle, disparó. La ráfaga de balas alcanzó su objetivo pero Joe Aiello, pese a estar herido, consiguió huir hasta doblar la esquina.

Al Mineo, de forma muy astuta, había apostado un segundo tirador en otra ventana para cubrir esa posible huida y una nueva ráfaga de ametralladora tumbó a Aiello, quien ya no se levantó. Fue llevado al hospital, pero no sobrevivió. Los médicos encontraron nada menos que sesenta balas en el interior de su cuerpo. Así pues, otro importante castellammarese había muerto a manos de Masseria.

Este se sintió satisfecho: había demostrado a Capone su amistad, dejando vacante la presidencia de la Unione Siciliane. Pero casi todo el mundo en los bajos fondos (y en la prensa) dedujo de manera errónea que el asesinato había sido ordenado por el propio Capone, justo lo que el famoso gangster de Chicago estaba tratando de evitar.

Ferrigno Mineo
Al Mineo y Steve Ferrigno, abatidos por los castellammarese.

En Nueva York, mientras tanto, varios hombres de Maranzano habían alquilado un apartamento en el mismo edificio donde se había visto entrar y salir con asiduidad a Joe Masseria.

El “Boss” era un objetivo difícil, así que el apartamento constituía una oportunidad única para intentar acabar con él.

Sin embargo, llevaban un tiempo en el apartamento y su presa no había vuelto a dar señales de vida.

En cambio, sí vieron a Al Mineo —que había asesinado a Joe Aiello dos semanas antes— atravesando el patio ajardinado de la finca junto a su mano derecha, Steve Ferrigno.

Decidieron que, en ausencia de la presa mayor, bueno era lo que tenían al alcance. Desde la ventana llovieron las balas sobre Mineo y Ferrigno, quienes murieron en el acto.

De este modo, Joe Masseria perdía a otros dos importantes aliados. Sus hombres de peso estaban cayendo como moscas, algo muy preocupante para quienes todavía seguían a su lado. Y, cómo no, para su principal escudero: Charlie “Lucky” Luciano.

Al principio del conflicto, Luciano había permanecido fiel a su jefe porque le había parecido la postura más natural y conveniente. En el momento de desatarse las hostilidades, Masseria tenía más hombres que Maranzano, en una proporción de tres a uno, puede que incluso de cuatro a uno. También podía presumir de contactos más importantes y gozaba de una alianza clave con Al Capone.

Sobre el papel, Masseria había tenido todas las de ganar. Pero la práctica estaba contradiciendo a la teoría y Luciano llegó a la conclusión de que, una vaez la guerra se hubo tornado en contra del “Boss”, este ya no iba a poder darle la vuelta a la situación. Había varias buenas razones para pensar así.

Una, que los castellammarese eran un grupo más sólido y mejor organizado; el que la mayor parte de ellos proviniesen del mismo pueblo confería un grado extra de cohesión. Dos, que los castellammarese eran hábiles golpeando directamente a los hombres clave de Masseria, mientras que Masseria seguía pensando en contentar a Al Capone o en desarmar traiciones internas, dispersando los esfuerzos que hubiese debido centrar únicamente en su principal enemigo, Maranzano.

Tres, que Masseria no estaba consiguiendo garantizar la seguridad de sus hombres de confianza; varios de ellos habían muerto y el propio Luciano había sido atacado tiempo atrás. Por ello, algunos hombres de Masseria, cansados de tanta guerra y hartos de jugarse la vida por un negocio que estaba empezando a resentirse, estaban desertando, a veces para unirse al enemigo con la perspectiva de un mejor porvenir.

Otro motivo era que el más importante aliado de Masseria, Al Capone, auqnue aún estaba en la cumbre de su poder, ya vislumbraba negros nubarrones en su horizonte, pues el FBI y la fiscalía lo tenían acorralado y se estaban produciendo traiciones en su banda.

Por otra parte, Salvatore Maranzano había sido más hábil recolectando nuevas alianzas entre los líderes mafiosos del resto del país y diversas familias de otras ciudades le estaban apoyando ya con envíos de dinero y armas a cambio de tratos ventajosos con Maranzano si este conseguía ganar la guerra.

Por último, mientras Salvatore Maranzano estaba dispuesto a recibir con los brazos abiertos a los hombres que abandonaban a Masseria, este no ofrecía nada a los hombres de Maranzano para atraerlos hacia su bando..

Luciano no se llevaba a engaño. Aunque la guerra aún no estaba definitivamente perdida, dedujo que su bando no podía vencer. En la partida de ajedrez de la “Guerra de los Castellammarese”, había llegado el momento de que “Lucky” Luciano hiciese su jugada definitiva. Y sólo había una jugada que le convenía.

El propio Salvatore Maranzano había estado aguardando con paciencia a que Luciano abriese los ojos. Luciano era el hombre que tenía la llave para acabar con Joe Masseria de forma rápida y económica. Y Maranzano era el hombre que podía garantizar un futuro en la Mafia para Luciano. Era una simple cuestión de tiempo que se pusieran de acuerdo.

– Una cena y una partida de cartas

“Lucky” Luciano decidió sentarse a hablar con el enemigo y contactó con Salvatore Maranzano. Era una jugada arriesgada —imaginemos la reacción de Masseria si hubiese llegado a descubrir que su lugarteniente estaba planeando una traición—, pero Luciano la veía como la única posible. Desde hacía años había anhelado la posibilidad de deshacerse de Masseria y sus ideas arcaicas. Ahora tenía la oportunidad.

Giuseppe Maseria
Un policía observa el cadáver del hasta entonces jefe de la Mafia neoyorquina, Joe Masseria.

Luciano era listo y no se resignaría a vender a Masseria a cambio de nada, ni siquiera aunque su bando estuviese siendo derrotado y necesitara salvarse.

Sabía que también Maranzano estaría ansioso por llegar a un acuerdo, ya que prolongar la guerra significaba que ambos bandos seguirían perdiendo mucho dinero y recursos humanos.

La policía, alertada por los crímenes y tiroteos, estaría cada vez más pendiente de ellos.

Cualquier medida que acortase el conflicto resultaría beneficiosa para todos.

Esa era la carta que el astuto Luciano podía jugar para negociar sabiendo que él era el hombre clave que podía terminar con la guerra. Y jugó esa carta a la perfección.

Ofreció a Maranzano la vida de Masseria a cambio de diversas condiciones: una, que los hombres que todavía estaban en la organización de Masseria fuesen amnistiados y asimilados en una nueva rama mafiosa que estaría comandada por el propio Luciano.

Dos, que aquella nueva organización de Luciano recibiría, desde el momento de la victoria, el control sobre una zona de Nueva York —el West Side de Manhattan— donde poder realizar sus negocios con tranquilidad. Luciano también se aseguró de que Maranzano le permitiera volver a trabajar codo a codo con sus viejos amigos judíos, como Meyer Lansky o “Bugsy” Siegel, pese a que aquello fuese en contra de la arcaica tradición siciliana.

Eran condiciones exigentes, pero merecía la pena aceptarlas y Salvatore Maranzano, en efecto, las aceptó, incluyendo la posibilidad de que Luciano introdujese en su propia banda a colaboradores no italianos. Podía ser un siciliano anticuado, pero también era un individuo inteligente y había comprendido que entre los jóvenes mafiosos de América las cosas funcionaban de un modo distinto. Hubo acuerdo, lo que significaba que las horas de Joe Masseria estaban contadas.

Volvemos a la adusta villa de estilo mediterráneo donde se ubicaba el restaurante Nuova Villa Tammaro. Vemos a Joe Masseria cenando junto a “Lucky” Luciano y varios de sus hombres. Cuando el resto de la clientela se empieza a marchar, también lo hacen, uno tras otro, los subalternos de Msseria. Porque “es tarde”.

Vemos a Luciano pedir permiso para ir al servicio y esfumarse por una puerta trasera. Vemos cómo los guardaespaldas de Joe Masseria, que ocupaban una mesa aparte, también desaparecen con sigilo.

Y vemos a un grupo de hombres que atraviesan decididos la entrada del restaurante, sacan sus pistolas, apuntan a Joe Masseria y disparan. Joe “The Boss” Masseria queda tendido boca arriba en el suelo, con los brazos en cruz, sobre un charco de sangre. Cuando llega la policía, los empleados no han visto nada; estaban en la cocina fregando los platos o metiendo algo en el almacén.

Gerado Scarpato, el dueño del restaurante, y su esposa, no sabrían reconocer a los asaltantes. Todo lo que dicen conocer del difunto es que era un cliente habitual que dejaba buenas propias. Los policías toman declaración a los testigos, aun sabiendo que es inútil, y hacen fotografías del cadáver.

Algún agente, casi como una broma, coloca un naipe entre los dedos de una de las manos del difunto, como si Masseria hubiese muerto aferrándose a un último as que llevase escondido en la manga. Estos “spaghetti” son tramposos hasta cuando mueren.

La “Guerra de los Castellammarese”, el conflicto más importante en la historia de la Mafia estadounidense, acaba de terminar. Ahora Nueva York tiene un nuevo jefe, Salvatore Maranzano. La Mafia moderna está a punto de nacer. Pero no será un parto sin dolor porque el fin de Masseria, pese a lo que todos creen y desean, no significa que haya terminado la guerra. Maranzano, con toda su disposición a aceptar cosas nuevas, no deja de ser tambien un siciliano a la antigua uasanza.

Un mafioso que comenzó su carrera criminal en las callejuelas de Castellammare del Golfo, en las rocosas y áridas faldas de los soleados montes de la isla, y que sigue pensando que todas las familias mafiosas de Nueva York deben someterse a un único patriarca. Quiere convertir la inmensa ciudad norteamericana en su Castellammare particular. Charlie “Lucky” Luciano, sin embargo, apenas tiene ya unos borrosos recuerdos infantiles de la isla donde nació.

Las calles de Nueva York han sido su escuela. No entiende —o mejor dicho, no quiere entender— de tabúes ancestrales, ni de patriarcados, ni de Vírgenes, ni de santos, ni de innecesarias “vendettas” por honor. Él piensa únicamente en el dinero.

Para Luciano, la Mafia no es un ejército de resistencia de los sicilianos oprimidos frente al mundo, ni una secta secretista basada en teatrales ceremonias cuyo origen, o eso dicen sus miembros, se pierde en la penumbra de los siglos. Para “Lucky” Luciano, la Mafia es un negocio y nada más que un negocio.

Así, tras la muerte de Masseria, Maranzano y Luciano mantendrán una breve alianza de conveniencia, pero en el fondo pertenecen a mundos muy distintos y la desconfianza mutua minará su relación. De la amistad a la más furibunda enemistad hay un solo paso, como del amor al odio, y este es un paso que, una vez dado, ya no tiene vuelta atrás.

Al menos entre mafiosos. Así, si bien gracias al acuerdo entre Salvatore Maranzano y Charlie Luciano se ponen los cimientos para una nueva Mafia, en ella no habrá sitio para los dos. 

– Al César lo que es del César

 

1931b

En la noche del 15 de abril de 1931, Salvatore Maranzano tenía buenos motivos para sonreír. Le había llegado la gran noticia de que su principal enemigo, Joe Masseria, acababa de ser abatido a tiros en su restaurante favorito de Long Island. El organizador del asesinato había sido el hasta entonces mano derecha y máximo hombre de confianza de Masseria, Charlie Luciano, que había decidido traicionarlo para salvaguardar su propio futuro.

Esa muerte cambiaría la faz del crimen organizado en América. Ponía fin al conflicto interno más decisivo en la historia de la Mafia, la “guerra de los castellammarese”, meses y meses de tiroteos y atentados en una lucha sin cuartel para hacerse con el control de los bajos fondos.

Salvatore Maranzano se convertía en el gran jefe criminal de Nueva York, la ciudad clave para determinar el futuro de la Cosa Nostra en todo el territorio de los Estados Unidos. En una época en que la Mafia italoamericana había conseguido doblegar a casi todos los demás grupos delictivos que pugnaban por dominar las calles, Maranzano era el nuevo rey.

Poco podía haberlo imaginado durante su infancia, allá en la lejana Sicilia. Al comenzar el siglo XX, el joven Salvatore Maranzano era un niño más que crecía bajo el influjo del cálido sol y la brisa marina de la recoleta localidad costera de Castellammare del Golfo, y también bajo otro influjo, el de las dos principales fuerzas vivas de la pequeña ciudad: la Iglesia católica y la Mafia.

En un principio, Salvatore se había decantado por la primera. Siguiendo una temprana vocación por el sacerdocio, el pequeño Maranzano había empezado a estudiar para preparar su ingreso en un seminario, decidido a convertirse en un hombre de Dios. Sin embargo, viviendo en una de las localidades con más actividad mafiosa de la isla y desarrollando un férreo carácter más propio de un líder que de un párroco, pudo más la tentación de la delincuencia.

Descartó un futuro como seminarista, aunque nunca dejó de ser un devoto católico, para ingresar en la Mafia. Y en ella no tardó en hacerse notar. Era distinto al prototipo habitual de los mafiosos sicilianos, en su mayor parte individuos movidos por una arcaica mentalidad rural y con escasa cultura, a menudo analfabetos.

Sin embargo, Maranzano había estudiado y era un voraz lector, especialmente de libros de Historia. Estaba obsesionado con el periodo de la República y el Imperio Romano, y el ascenso al poder de Julio César; durante su vida terminó acumulando una apreciable colección de libros sobre el tema.

Con su inteligencia, su formación y una presencia que imponía respeto gracias a sus naturales dotes de mando, el Salvatore Maranzano que había soñado con ordenarse sacerdote terminó transformado en uno de los miembros claves de la Mafia de Castellammare.

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Una postal encantadora: Don Vito Cascio Ferro, factótum mafioso de Castellammare del Golfo, con su perrito y un nieto que sostiene orgullosamente una escopeta.

Entretanto, en el lejano bullicio de los Estados Unidos —país que visto desde Sicilia era como otro planeta al que habían emigrado muchos de los suyos, casi siempre para no volver— se decretó la “Ley Seca” y las bandas italoamericanas empezaron a ganar dinero a espuertas, hasta el punto de transformarse en poderosas organizaciones que amenazaban con extender sus tentáculos a diversos ámbitos de la vida civil.

Gracias al tráfico de alcohol, Al Capone se convirtió en un potentado de fama internacional y en el mejor ejemplo del enorme favor que la prohibición del alcohol les hizo a los grupos criminales.

“Scarface” fue el ejemplo más sobresaliente de este fenómeno durante los años veinte, pero a su sombra también creció el poder y la influencia de sus amigos de la Mafia, organización a la que Capone no pertenecía pero con la que trabajaba codo a codo.

Capone había conseguido dominar las calles de Chicago, mientras el siciliano Joe Masseria había hecho lo propio en Nueva York (así como otros paisanos suyos lo habían conseguido en diversas ciudades norteamericanas).

El enriquecimiento de los mafiosos sicilianos emigrados a América no dejó de tener resonancia en su isla natal.

Los nuevos capos de EEUU acostumbraban a seguir en estrecho contacto con las bandas sicilianas en las que se habían curtido. Se llegaba a todo tipo de acuerdos entre los mafiosos de América y Sicilia; los negocios trasatlánticos beneficiaban a ambas partes.

Muchos recordarán la película El padrino II, en la que Vito Corleone monta una empresa de importación de aceite de oliva siciliano; una manera como cualquier otra de blanquear dinero que además conviene a sus contactos en su pueblo de origen. En la realidad sucedían cosas bastante parecidas.

No todos los jefes de Sicilia estaban satisfechos limitándose a recibir las migajas que caían desde América, sin embargo. Vito Cascio Ferro (“Don Vito”) era el respetado —o temido, como prefiramos— patriarca de la Mafia local de Castellammare del Golfo, bajo cuyo mando había ascendido Salvatore Maranzano.

Pensaba que Castellammare no estaba obteniendo su parte correspondiente del pastel americano. Muchos paisanos del pueblo habían emigrado y estaban prosperando en Nueva York hasta el punto de constituir uno de los subgrupos mafiosos más numerosos en la ciudad.

Pero estaban desperdigados, sin un líder claro ni una organización propia, trabajando para Joe Masseria, que no era de Castellammare, sino de Marsala. Para Masseria, de hecho, los castellammarese no eran más que un grupo de sicilianos de “otro” pueblo.

No les guardaba una consideración especial,; si hubiese sido más perspicaz, hubiese entendido que constituían un grupo al que convenía mantener contento. Masseria debía haber previsto que, siendo tantos, podrían suponer un problema en el momento en que decidiesen organizarse.

Don Vito, desde Sicilia, quería poner fin al monopolio de Masseria y ayudar a que los castellammare de Nueva York obtuviesen la parcela de poder que creían merecer; aun estando al otro lado del Atlántico, a don Vito esto no podría reportarle sino beneficios y ventajas.

Así, a mediados de los años veinte, decidió enviar a un hombre de su confianza a EEUU para intentar hacerse con las riendas y unificar a todos los castellammare que pululaban en el mundillo criminal. Ese hombre fue Salvatore Maranzano. Se embarcó hacia América y en pocos años logró unificar a los castellammarese para declarar la guerra a Joe Masseria.

Aun partiendo de una franca inferioridad, consiguió dar un giro de ciento ochenta grados al conflicto. Finalmente, puso punto y final cuando convenció al lugarteniente de Masseria, “Lucky” Luciano, de que su jefe no podría vencer. Luciano llegó a un acuerdo secreto con Maranzano y desde ese momento el destino de Masseria estuvo sellado.

En la primavera de 1931 Giuseppe Masseria estaba muerto. Y ahora era Salvatore Maranzano quien ocupaba el trono de la Mafia neoyorquina.

No sería por mucho tiempo.

– “La Cosa Nostra es como el Imperio Romano y yo seré el emperador”

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Salvatore Maranzano modeló la Mafia inspirándose en el Imperio Romano.

Tras la victoria, Maranzano exhibió varias de las características más peculiares de su personalidad.

Entre ellas estaba una  afición al boato más propia de un aristócrata decimonónico que de un criminal en Nueva York.

Celebró una particular conferencia de paz en forma de cena multitudinaria a la que invitó a muchos de los mafiosos más relevantes de Nueva York.

El acto, que tuvo lugar en un lujoso salón de banquetes bajo el más estricto secreto, tenía que certificar el triunfo total de Maranzano.

Era el nuevo jefe y todos los asistentes eran conscientes de ello.

Aun así, sentían una enorme curiosidad por las medidas que aquel individuo tan sui generis pudiera anunciar.

Y lo de sui generis no era en vano: cuando los invitados llegaron al lugar de la cena, vieron que Maranzano había llenado la entrada al salón con iconos de santos y estatuillas de la Virgen, suntuosa profesión del arraigado catolicismo de aquel siciliano que un lejano día había querido convertirse en sacerdote.

Todos se sentaron a lo largo de una larga mesa. A tono con la pomposidad de la ocasión, Maranzano pronunció un solemne discurso anunciando cuál sería el futuro inmediato de la Cosa Nostra. Un discurso en el que, cómo no, hizo referencias varias a la época de la antigua Roma.

Habló ante un auditorio formado por hombres que, en su inmensa mayoría, no habían abierto un libro de Historia en sus vidas, si es que habían abierto un libro sobre cualquier cosa alguna vez. Estos hombres, delincuentes sin formación, escuchaban atónitos una perorata salpicada de citas de Julio César y referencias al pasado imperial italiano.

Pero es no importaba, lo que realmente les interesaba, como parece obvio, era el trasfondo del discurso y en esto hubo sorpresas. Maranzano dijo que la Mafia de Nueva York era como el Imperio Romano, una organización cuyo poder debía evitar la dispersión para terminar con el constante conflicto entre bandas y el estado de permanente confusión de lealtades.

Aun fue más lejos, afirmando que él mismo se consideraba el emperador, el César de la nueva Mafia; una atrevida forma de reafirmar su autoridad sobre aquellos mismos mafiosos que habían estado muy felices al deshacerse del autoritario Joe Masseria.

Sobre todo los más jóvenes que se habían negado a seguir aguantando la constante injerencia en sus negocios de un jefe convencido de que Nueva York podía ser sometida bajo los designios de un solo hombre, como si Nueva York fuera Palermo.

Maranzano los tranquilizó, al menos en parte. Para contrarrestar el arranque de grandilocuencia cesárea, el nuevo jefe afirmó entender que un imperio tan vasto como la Mafia neoyorquina debía ser estructurado en provincias más pequeñas, subdivisiones que disfrutasen de autonomía suficiente para funcionar con fluidez.

Determinó que la Mafia neoyorquina quedaría dividida en cinco “legiones”, cada una de las cuales podría tomar sus propias decisiones y hacer sus propios negocios, aunque en última instancia deberían rendir cuentas al Emperador (o sea, a él) mediante tributo. Por lo demás, tendrían libertad de acción y Maranzano prometía no entrometerse en sus cuestiones internas.

Aquellas legiones serían conocidas más adelante como las cinco grandes Familias de Nueva York, las cinco organizaciones mafiosas más legendarias de las que tantas veces hemos oído hablar en periódicos, libros y películas, en la realidad como en la ficción. Maranzano, de nuevo inspirado por la antigua Roma, introdujo una estructura de poder que debían adoptar las “legiones”.

Cada nueva familia tendría una cúpula de poder distribuida en cargos fijos. Un Capo (jefe o “Boss”), un Sottocapo (subjefe o “underboss”), un Consigliere (consejero), y varios Caporegimi (capitanes o centuriones) que tendrían a su cargo un cierto número de “soldados” (miembros de la Mafia de rango inferior que hacían el trabajo sucio) y de “asociados” (que trabajaban para la Mafia, pero que no eran miembros de pleno derecho).

Estos cargos estaban bastante bien definidos, aunque las denominaciones variaban mucho con el uso; por ejemplo, al jefe o Capo de la familia se le dejó de llamar “Capo”, usando las palabras “Boss” o “Don”, mientras que la expresión “Capo” se utilizaba con frecuencia para los Caporegimi.

Una vez establecida esta nueva estructura de cinco familias con sus cargos correspondientes, Maranzano anunció quiénes serían los cinco generales a cargo de los cinco territorios. Una de las familias estaría dirigida por él mismo.

Otra por Charlie “Lucky” Luciano, el antiguo lugarteniente de Masseria que, además de haber facilitado el final de la guerra traicionando a su antiguo jefe, contaba con la lealtad de un destacado grupo de mafiosos de la nueva generación (Frank CostelloVito Genovese, etc.), así como de muchos otros antiguos miembros de la organización Masseria y de la mafia judía.

Dándole una familia propia a Luciano, Maranzano no sólo cumplía el pacto firmado entre ambos, sino que reconocía la importancia y reputación que Luciano había adquirido en el mundillo criminal. Entendía que resultaba inevitable tenerlo en cuenta como un importante aliado a quien había que mantener satisfecho.

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«Lucky» Luciano emergió como una nueva fuerza a tener en cuenta tras ordenar el asesinato de Joe Masseria.

Las tres familias restantes serían dirigidas por otros gangsters prominentes y el reparto tendría mucho que ver con los servicios importantes que hubiesen prestado a Maranzano durante la Guerra de los Castellammarese, o con la influencia que tuviesen sobre subgrupos mafiosos del núcleo neoyorquino.

Otro de los nuevos jefes sería el escurridizo Gaetano “Tommy” Gagliano, un siciliano de aspecto insignificante, nacido en el legendario pueblo de Corleone, que había llegado a América con la recomendación de algunos familiares de la isla.

Una vez asentado, había trepado con suma habilidad en la Mafia de Manhattan. Maranzano tenía algún que otro favor que agradecerle a Tommy Gagliano, como su deserción de la facción de Masseria en un momento clave de la guerra o el asesinato de Al Mineo, crucial en la pugna entre los castellammarese y el binomio Masseria/Capone por hacerse con el control del lobby político de la Unione Siciliane.

Estos servicios le valieron a Gagliano convertirse en efe de una organización propia.

También obtuvo la jefatura de su propia familia Joe Profaci; había llegado a América tras pasar un año de cárcel en Sicilia, condenado por un robo, y decidido en principio a llevar una vida honrada. Había abierto una tienda de ultramarinos en Chicago, aunque no le fue demasiado bien y terminó cerrando el negocio.

Ahí renunció a la vida honrada. Se mudó a Nueva York y, una vez establecido en Brooklyn, prosperó gracias a los contactos que hizo en la Mafia. Pese a no ser exactamente un veterano de la Cosa Nostra, manejó con habilidad sus relaciones y las utilizó, entre otras cosas, para abrir otro negocio —esta vez exitoso— de importación de aceite de oliva siciliano, una tapadera para actividades delictivas que resultaban incluso más lucrativas.

Profaci se había enriquecido, pero el dinero lo había transformado en un individuo malgastador y presuntuoso que gustaba del oropel y cuyas muestras de ostentación rayaban a veces en lo ridículo. Con todo, seguía sabiendo cómo cultivar sus contactos y terminó convertido en jefe de su propia organización sin poseer ni de lejos la misma experiencia criminal que muchos de los otros posibles candidatos.

El quinto y último jefe mafioso nombrado aquella noche fue un capo de la vieja escuela, Vincent Mangano, un nativo de Palermo a quien apodaban el “Ejecutor”. Mangano era de la vieja generación, un Moustache Pete como Masseria, pero tenía una mente bastante más pragmática.

Pese a su concepción tradicionalista de la Mafia, entendió que los miembros de las nuevas generaciones habían crecido en América, adoptando las costumbres de un mundo muy distinto a la medieval Sicilia de finales del XIX donde habían crecido los veteranos como él. Aquella perspicacia le resultaría muy útil para sobrevivir, en el futuro, al ascenso de los capos más jóvenes.

Luciano, Gagliano, Profaci y Mangano salieron de aquella cena convertidos en grandes jefes mafiosos, pero subordinados a Maranzano, que se autodenominó “Capo di tutti capi” (“jefe de todos los jefes”), algo que no sentó bien a los comensales. Los nuevos jefes debieron de sentirse incómodos cuando Maranzano se proclamaba César de la Mafia.

Pero había sabido repartir el pastel entre los aspirantes indicados y, pese a lor arrebatos megalómanos del nuevo jefe, todo el mundo decidió darse por satisfecho. Nadie tenía ganas de empezar una nueva guerra, sino de ponerse a ganar dinero cuanto antes. ¿Que Maranzano era más feliz considerándose “Capo di tutti capi”?

De acuerdo, todo iría bien mientras se limitase a conformarse con un tributo razonable —al César lo que es del César—, dejando que las demás familias funcionasen sin interferencias. Una Mafia neoyorquina dividida en cinco partes ayudaría a mejorar los negocios: eran facciones lo bastante fuertes como para prosperar por sí mismas, pero no tan numerosas como para que los inevitables roces resultasen difíciles de resolver por medios diplomáticos.

Así podía evitarse el caos que tiende a imperar cuando hay demasiadas facciones separadas pugnando por los mismos territorios. En otra medida inteligente, Maranzano propuso la creación de una especie de “fondo común” destinado a resolver los problemas puntuales que pudieran surgir y que afectasen a las cinco “familias”, o a realizar inversiones conjuntas.

Pese a sus molestas ínfulas, el nuevo “jefe de todos los jefes” parecía dispuesto a reforzar un concepto más solidario de la Cosa Nostra, en el que todos ganasen dinero y donde no perdiesen el tiempo pegándose tiros entre sí.

Sin embargo, la paz conseguida era frágil, porque los dos mafiosos más poderosos, Maranzano y “Lucky” Luciano, estaban condenados a no entenderse. A finales de ese mismo año 1931, ambos estaban ya pensando en cómo eliminar al otro.

– Tu quoque, fili mi!

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A Luciano no le gustaba demasiado que Sal Maranzano pretendiera darle indicaciones.

Pese al prometedor inicio del “reinado” de Maranzano, pronto se puso de manifiesto que aquellas dos generaciones de mafiosos no estaban destinadas a convivir pacíficamente.

Maranzano, el “pequeño César” (o “el Papa”, como también se lo apodaba) terminó sucumbiendo a la tentación del viejo paternalismo siciliano y comenzó a creerse más de la cuenta ese papel de emperador que él mismo se había otorgado.

Empezó a tratar con frialdad a los jefes de las restantes familias, demostrando que su estatus de “capo di tutti capi” no era tan honorífico como habían pensado.

Otro problema surgió cuando Meyer Lansky y su mafia judía volvieron a trabajar codo a codo con Luciano. Maranzano, pese a haber dado el visto bueno meses antes, se mostró repentinamente receloso.

No podía evitar sentir el mismo prejuicio regionalista del difunto Masseria y este tradicionalismo excluyente era algo que a Luciano no le hacía ninguna gracia.

En otras familias tampoco sentaba bien la actitud del nuevo César. Joe Profaci también se sentía inquieto. Incluso el veterano Vincent Mangano empezó a sacudir la cabeza ante la actitud prepotente de Maranzano. Y en la Mafia, el descontento con un jefe conduce, de manera casi inevitable, a un inmediato afilar de cuchillos.

Maranzano debió de percibir ese descontento, o quizá se identificó más de la cuenta con la historia de los Césares y sus constantes asesinatos políticos, pues no tardó en empezar a desconfiar de todos. Estaba convencido de que conspiraban contra él y de que el cargo de “capo di tutti capi” era un jugoso caramelo del que todos pretendían apoderarse.

Sospechaba sobre todo de Luciano, el más brillante de entre la nueva generación de mafiosos y también el más firme candidato a intentar arrebatar el trono. Sus sospechas no eran del todo injustificadas: Luciano, en efecto, estaba decepcionado y no se le escapaba que sus formas de entender el negocio chocaban hasta el punto de que podrían resultar irreconciliables.

No habían pasado ocho meses desde su ascenso a lo más alto cuando Salvatore Maranzano, consumido por la paranoia, decidió que no podía seguir tolerando su existencia de Luciano. Decidió tenderle una trampa. Lo citó a una reunión en su propio despacho, situado en un céntrico edificio de oficinas de la zona financiera de Nueva York.

A la reunión estaba previsto que acudiese Luciano con su segundo, Vito Genovese. La cita estaba bien estudiada. Otros jefes mafiosos solían situar su cuartel general en lugares discretos, como pequeños apartamentos o las trastiendas de bares y comercios, pero Maranzano pretendía adquirir la respetabilidad de un adinerado empresario y solía llevar parte de sus asuntos en aquel despacho propio de cualquier profesional exitoso.

Además era el lugar menos indicado para recibir (o cometer) un atentado; un céntrico edificio de oficinas donde, ante cualquier problema, acudiría la policía casi al instante. El lugar parecía un escenario tan improbable para tender una emboscada que si citaba a Luciano allí, este seguramente acudiría sin desconfiar.

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Aun así, en la misma mañana en que había previsto su emboscada y sabiendo que quizá Luciano habría enviado ojeadores para asegurarse de que no había nada sospechoso, Maranzano acudió a su despacho para dejarse ver en la entrada y contestar personalmente al teléfono, si es que algún subalterno de Luciano se preocupaba en llamar para comprobar que de verdad estaba en su oficina.

Su plan consistía en pasar allí la mañana y, poco antes de la hora fijada para la llegada de Luciano y Genovese, salir de su despacho. Su lugar lo tomaría Vincent “Perro Loco” Coll, un asesino a sueldo irlandés bien conocido en el mundillo criminal porque no solía fallar en sus encargos. El sonoro apodo de Vincent Coll, por cierto, procedía de una ocasión en que se había visto envuelto en un tiroteo callejero y varios niños fueron alcanzados por el fuego cruzado.

Uno de ellos, de cinco años de edad, murió. Aunque Collo salió absuelto en el posterior juicio (su abogado consiguió neutralizar al único testigo que podía incriminarlo) era de dominio público que había matado a un preescolar y el sobrenombre de “Perro Loco” quedó indisolublemente asociado a su tétrica figura. Sería este hombre quien esperaría en el despacho de Maranzano para dar la bienvenida a Luciano y Genovese.

Maranzano no tuvo tiempo de ver ejecutado su plan. Había subestimado a “Lucky” Luciano, quien además de desconfiado, era muy astuto y se había olido la jugada. Luciano decidió utilizar aquella cita que le olía a encerrona, volviéndola en contra del propio Maranzano. En vez de acudir a la reunión, enviaría a cuatro gangsters de la mafia judía a quienes  Maranzano no sabría reconocer. 

Con todo, atentar contra Maranzano en su propio despacho no parecía tarea fácil. Lógicamente, el “Capo di tutti capi” tenía la entrada de su despacho protegida por varios guardaespaldas. Una barrera imposible de franquear sin despertar la alarma. Además, Luciano no quería que hubiese disparos, porque los ocupantes de las demás oficinas de la planta avisarían a la policía y un edificio en un céntrico barrio de negocios no era como un restaurante de la periferia. Allí, los agentes de la ley apenas tardarían unos pocos minutos en aparecer.

Pero, ¿cómo llegar entonces hasta su objetivo? Luciano también había trazado su plan. Había averiguado, gracias a sus contactos en las instituciones, que los agentes del IRS, la agencia tributaria estadounidense, estaban investigando a Maranzano por asuntos de impuestos.

Este era un procedimiento habitual para intentar derribar a los más poderosos gangsters, a quienes resultaba difícil cazar por vía penal, pero que solían tener en las finanzas su flanco débil (como había demostrado el caso de Al Capone). Maranzano también había recibido el soplo y sabía que una redada del IRS era inminente; en cualquier momento, los sabuesos de Hacienda iban a presentarse en su despacho para rebuscar entre papeles y archivos, aunque no conocía el día ni la hora exactos. En todo esto, “Lucky” Luciano vio la clara oportunidad para llevar a cabo sus planes.

El 10 de septiembre de 1931, la fecha que había fijado para la reunión-trampa con Luciano y Genovese, Salvatore Maranzano acudió temprano a su despacho, como cualquier otro día. Su intención, como decíamos, era la de esperar hasta muy poco antes de la hora de la reunión. Mientras dejaba pasar el tiempo, alguien llamó a la puerta del despacho.

Escuchó a varios hombres que se identificaron como agentes del IRS y que estaban esposando a los guardaespaldas que vigilaban la puerta. Aquella, pensó Maranzano, era la redada que había estado esperando. Abrió la puerta.

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El cadáver de Salvatore Maranzano, asesinado en su propia oficina por orden, cómo no, de «Lucky» Luciano.

Cuatro individuos se abalanzaron sobre él, puñales en mano.

No eran agentes del IRS; eran hombres de Meyer Lansky que venían a hacer un trabajo en nombre de Luciano.

Maranzano fue golpeado y acuchillado, pero no cayó como sus atacantes esperaban, sino que se defendió como gato panza arriba.

Pese a su aspecto elegante e inocuo, pese a su afición a leer libros y pese a la imagen de poco callejero que muchos tenían de él, Maranzano no era de los que venden barata su vida y demostró una asombrosa capacidad de resistencia.

Incluso entre varios hombres, el intento de matarlo con armas blancas terminó siendo una ruidosa pelea que amenazaba con llamar la atención de los despachos contiguos.

El “César” no pronunció ninguna frase grandilocuente al recibir los espadazos de los legionarios; se limitó a golpear, forcejear y tratar de sobrevivir con toda la furia de la que era capaz un veterano de las reyertas sicilianas. Los agresores estaban asombrados ante la imposibilidad de reducirlo. Maranzano no se moría, así de simple.

Al final, contraviniendo las órdenes que habían recibido, no tuvieron más remedio que desenfundar las pistolas y disparar. Solamente con ayuda de las balas pudieron terminar con aquel energúmeno.

Como Luciano había temido, los disparon alarmaron a los ocupantes del edificio. La policía estaría al caer. Los asesinos salieron huyendo escaleras abajo sin utilizar el ascensor. Mientras bajaban, se cruzaron con Vincent “Perro Loco” Coll, que justo en ese momento estaba subiendo para cumplir el encargo de matar a Luciano y Genovese.

Los matones de Luciano reconocieron a “Perro Loco” y dedujeron el motivo de su presencia en el edificio, pero, en una curiosa muestra de solidaridad profesional, le pusieron sobre aviso: “Va a venir la policía, tu contrato ha sido cancelado”. Coll no hizo más preguntas.

Entendió que el hombre que lo había contratado ya no estaba en este mundo, así que el encargo que lo había llevado allí había expirado. Escapó del edificio junto a los asesinos de Maranzano. Entre hombres que matan por dinero no hay rencores. No es nada personal, sólo negocios.

El 10 de septiembre de 1931, Salvatore Maranzano, el pírrico vencedor de las guerras mafiosas, había muerto por orden de “Lucky” Luciano. También el anterior jefe de la Mafia, Joe Masseria, había muerto por orden de “Lucky” Luciano. Repentinamente, todo cambio en el crimen organizado parecía girar en torno a “Lucky” Luciano.

Él también lo creía así. Había llegado su momento. Salvatore Lucania, aquel niño que pegaba a otros niños del barrio para robarles el bocadillo y el dinero del almuerzo muchos años atrás, estaba a punto convertirse en el nuevo rey de la Mafia.

Con ello, la propia Mafia iba a cambiar; también los Estados Unidos de América. Al Capone había modelado la imaginación y la leyenda norteamericana en torno a la figura del jefe criminal; las novelas y las películas se moldeaban en torno a Capone. Pero Charlie “Lucky” Luciano iba a moldear la realidad.

– Amo de la tierra y de los mares

 

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1 de septiembre de 1939. El ejército alemán traspasa las fronteras de Polonia violando el territorio soberano de su nación vecina. Se trata del Fall Weiss. No es el primer acto de agresión internacional del régimen de Adolf Hitler, pero esta vez ha terminado de sacudir la conciencia de las naciones occidentales.

A nadie se le escapa que ya es inevitable un conflicto armado europeo como extensión del que se acaba de iniciar en tierras polacas. De hecho, un par de días después, el Reino Unido y Francia responden declarando la guerra a Alemania. Las alarmas suenan en todo el mundo; está a punto de desencadenarse una nueva Gran Guerra, apenas dos décadas después de finalizada la anterior.

Los Estados Unidos, por el momento, parecen tener la intención de mantenerse ajenos al enfrentamiento. La mentalidad no intervencionista todavía tiene un considerable peso en la opinión pública del país, cuyo gobierno decide no participar, al menos no de manera abierta, en la nueva guerra. Así, mientras la situación no cambie, los puertos navales estadounidenses parecen un refugio seguro para los grandes buques europeos a los que la guerra ha sorprendido en alta mar.

Por casualidad, cuando estalla la guerra se encuentra haciendo escala en Nueva York el Normandie, trasatlántico que constituye el orgullo de la flota civil francesa; por entonces es uno de los barcos de pasajeros más grandes nunca construidos. En el momento en que Francia entra en guerra, la preocupación se apodera de la tripulación del Normandie, que solicita refugio a las autoridades norteamericanas; salir al mar los dejaría a merced de algún submarino alemán.

El buque obtiene permiso para permanecer anclado en el muelle nº88, en el West Side de Manhattan, mientras dure el conflicto. Unos días después, otros dos famosos trasatlánticos, el Queen Mary y el Queen Elizabeth, buscarán también refugio en Nueva York y serán anclados en los muelles contiguos. De repente, los paseantes neoyorquinos pueden disfrutar de un insólito espectáculo: los tres transatlánticos más gigantescos del planeta, están detenidos el uno junto al otro en el puerto de su ciudad. Impresionante atracción, sin duda.

El Normandie permanecerá inmóvil en el muelle número 88 durante dos años; su capitán y la tripulación original siguen viviendo a bordo, ocupados con su mantenimiento. Aquellos dos años se convierten en una angustia creciente; desde su prolongada escala en Nueva York, los marineros franceses del Normandie contemplan con aprensión el desarrollo sangriento de la guerra europea, y sobre todo el asalto alemán a Holanda y Bélgica, países que caen con facilidad ante los invasores.

En la primavera de 1940, pues, las tropas del III Reich están ya a las puertas de Francia. Poco después penetran en territorio francés y desmantelan toda resistencia, que cae como un castillo de naipes. Como la URSS y los Estados Unidos miran hacia otro lado, parece que nada ni nadie podrá detener a Hitler, así que el 10 de junio el hasta entonces timorato Benito Mussolini decide que Italia participe también en el saqueo de Europa, convirtiéndose en aliada de los alemanes.

El oportunista dictador italiano declara la guerra a una agonizante Francia y al cada vez más aislado Reino Unido. De hecho, no pasarán ni dos semanas hasta que los franceses se rindan: el 22 de junio, lo que queda del gobierno galo firma el armisticio. Ha dejado de ser un país independiente y ahora está bajo control directo de los nazis. Desde el punto de vista de la legalidad internacional, Francia ya no existe, así que el Normandie es ahora un buque en el exilio, un gigantesco apátrida habitado por un puñado de marineros que ya no tienen una patria a la que regresar.

El mando naval norteamericano decide destinar nada menos que ciento cincuenta miembros de la guardia costera a bordo del buque, para evitar posibles intentos de sabotaje por parte de agentes infiltrados. Dado que entre los trabajadores del puerto abundan los inmigrantes europeos, incluidos muchos alemanes e italianos que en algunos casos podrían ser partidarios de los regímenes totalitarios de sus respectivos países de origen, se teme que algún grupo de radicales fascistas camuflados como operarios del puerto pueda intentar un atentado.

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El «Normandie» a su llegada a Nueva York.

Transcurren el verano y el otoño. Después de varios meses, el 7 de diciembre de 1941 se producirá un hecho destinado a cambiarlo todo: Japón bombardea sin previo aviso a la flota norteamericana estacionada en Hawaii; esto pondrá a los estadounidenses en zafarrancho de combate.

Cuatro días después, apoyando la agresión nipona y terminando de perfilar los dos bandos de lo que ya es una guerra mundial, Alemania y sus aliados también declaran la guerra a Washington.

Cualquier opción de no intervención estadounidense se ha esfumado: les guste o no, ahora también están en guerra.

El 12 de diciembre la marina estadounidense requisa el Normandie, considerando que el barco lleva mucho tiempo varado sin servir a ningún propósito.

Ya que el país propietario no existe como nación libre y siguiendo una arraigada costumbre de la legislación marítima internacional, el gobierno americano se apropia de él para destinarlo a fines militares. El día 20, el presidente Roosevelt aprueba el proyecto de transformación del enorme crucero en un buque de transporte de tropas. Poco después es rebautizado como USS Lafayette, oficializando su nacionalización.

Durante el mes de enero comienzan los trabajos de remodelación para hacer del barco un transporte militar apto. Esos trabajos, sin embargo, no durarán mucho. O mejor dicho, no llegarán a ser terminados. El 9 de febrero de 1942 se declara un incendio en el USS Lafayette. Las llamas se extienden rápidamente por el buque, dado que los sistemas de prevención de incendios han sido desactivados para poder proceder a las reformas.

Nada puede hacerse por evitar la propagación del fuego. Durante la madrugada, el buque se escora casi por completo; se producirá un fallecimiento y más de 200 personas serán atendidas por heridas de diversa gravedad.

La marina ha perdido un valiosísimo buque. Todo parece indicar un acto de sabotaje. Las autoridades navales así lo creen, aunque nunca conseguirán descubrir a los autores. Deducen que resulta imprescindible reforzar la seguridad en la zona portuaria con el fin de evitar nuevos atentados; Nueva York se ha convertido en una importante base naval militar y lo será todavía más conforme crezcan las operaciones estadounidenses en Europa.

Para garantizar esa seguridad habrá que desenmascarar de entre los trabajadores portuarios a posibles espías, infiltrados y simpatizantes nazis o fascistas. Tarea nada sencilla en un ámbito cerrado y marcado por un feroz corporativismo como el portuario. Es algo que sólo podrá hacerse con eficacia desde dentro. Los militares norteamericanos necesitan la estrecha colaboración de los sindicatos, así que deciden ponerse en contacto con sus líderes.

No tienen problemas cuando hablan con los sindicalistas de las zonas controladas por los inmigrantes irlandeses; todo es colaboración entusiasta. Pero allá donde los trabajadores y sindicatos son italianos los agentes navales se topan con silencios, evasivas y encogimientos de hombros. “¿Quién manda aquí?”, preguntan los enviados de la inteligencia militar o del gobierno. Por toda respuesta, los líderes sindicales van pasándose la patata unos a otros.

Es como si hubiera ciertos nombres que nadie quiere pronunciar. Al final obtienen una respuesta: si quieren garantizar la seguridad en el puerto de Nueva York, con quien tienen que hablar es con Albert Anastasia, el temido capo mafioso que controla aquella zona de los muelles. Anastasia, como es bien sabido, es un estrecho aliado de Charlie “Lucky” Luciano, el hombre más poderoso de la Cosa Nostra. Le guste o no, pues, el gobierno estadounidense se va a ver obligado a llegar a acuerdos con la mafia.

Por entonces Luciano lleva seis años en prisión, aunque sigue manejando los hilos desde su celda por mediación de Frank Costello, que ejerce como jefe nominal de la organización en la calle, y con la inestimable ayuda de su viejo amigo Meyer Lansky. La inteligencia naval coteja el dato con la policía; todo es cierto.

Los militares se resignan; tendrán que rebajarse a entrar en tratos con el Diablo. Los mandos navales contactan con Lansky. Lo primero que éste les pide es que Luciano sea trasladado desde su prisión actual a otra más próxima a la ciudad de Nueva York, para que resulte más fácil entablar conversaciones con los hombres de la marina.

Los militares, deseosos de garantizar la seguridad en los muelles, mueven sus hilos en Washington y consiguen el traslado. Ahora vendrá la negociación. Es hora de que la US Navy y la Mafia, por extravagante que parezca, se sienten a negociar cara a cara.

uss lafayette 1942

– La noche de Vísperas Sicilianas

—Michael Frances Rizzi, ¿renuncias a Satanás?
—Sí, renuncio.
—¿Y a todas sus obras?
—Sí, también renuncio.
—¿Y a todas sus promesas?
—Sí, renuncio.
—Michael Frances Rizzi, ¿deseas ser bautizado?
—Sí, lo deseo.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Michael Rizzi, ve en paz, que el Señor sea contigo. Amén.

(“The Godfather”, Francis Ford Coppola)

El asesinato de Maranzano fue parte de un intrincado y laboriosamente ejecutado exterminio masivo diseñado por Charlie “Lucky” Luciano, que era pulcro, de hablar suave y mirada fría. El día en que Maranzano murió, unos cuarenta líderes de la Cosa Nostra que habían sido sus aliados fueron asesinados a lo largo del país. Prácticamente todos ellos eran mafiosos de la vieja escuela, nacidos en Italia, eliminados por una generación joven que estaba efectuando su asalto al poder. (Peter Maas, “The Valachi Papers”)

Retrocedamos unos años. Durante su fulgurante ascenso, Charlie “Lucky” Luciano se había deshecho de los dos grandes jefes de la vieja generación que habían estado pugnando por hacerse con el control de la Cosa Nostra neoyorquina. Joe Masseria y Salvatore Maranzano, los irreconciliables enemigos, fueron asesinados en 1931… ambos por orden de Luciano.

Aquello le había dejado vía libre para intentar apoderarse del liderazgo. Pero aún quedaban partidarios de los dos jefes caídos. Toda una generación de “Mustache Petes”, sicilianos de la vieja escuela, había permanecido leal a Masseria y Maranzano, y a las viejas usanzas en las que Luciano no creía.

Eran hombres de mentalidad cerrada, incultos en su mayor parte, incluso analfabetos en algunos casos, a quienes los mafiosos jóvenes solían referirse como “los engominados”. Los nuevos mafiosos estadounidenses, los de la generación de Luciano —que tenía treinta y cuatro años por entonces— querían imponer una visión diferente del “negocio”.

Una parte de la Cosa Nostra quería permanecer aferrada a las tradiciones sicilianas mientras la otra pretendía americanizar la Mafia . La tensión no iba a desaparecer por las buenas.

Scarpato
Funeral del restaurador Gerardo Scarpato, asociado de «Lucky» Luciano y asesinado por los enemigos de éste.

El restaurante Nuova Villa Tammaro, recordemos, había sido el escenario del asesinato de Joe Masseria, la noche en que éste había cenado tranquilamente con Luciano sin saber que su lugarteniente ya lo había traicionado.

Había corrido la voz de que el propietario del restaurante, Gerardo Scarpato, se había esfumado del local momentos antes de que Masseria fuese abatido a tiros.

¿Había sido Scarpato un cómplice de Luciano?

Es probable; en todo caso los enemigos de Luciano prefirieron no andarse con rodeos.

El prestigioso restaurador fue encontrado en el interior un automóvil abandonado en Brooklyn; su cadáver estaba en el maletero, metido en un saco de arpillera y mostrando claros signos de haber sido asesinado mediante estrangulamiento. Los “engominados” estaban enviando un mensaje: no aprobaban el asesinato de Masseria, ni pretendían dejar que Luciano hiciera y deshiciera a su antojo. Aún peor, la muerte de Scarpato, un civil, atraía a la prensa y la policía. Algo muy inconveniente para los inmediatos planes de Luciano.

Este no quiso que tras el asesinato de Maranzano hubiese más imprevistos. Mientras planeaba el golpe contra Maranzano, involucró a un gran número de efectivos —se ha llegado a hablar incluso de ¡trescientos ejecutores implicados!— en un ambicioso, y caro, plan a nivel nacional. Debían someter a vigilancia a un número de mafiosos de la vieja escuela que oscilaba entre cuarenta (según el FBI), sesenta (según investigaciones posteriores) e incluso noventa (según algunos testimonios, aunque no comprobados, de pistoleros que participaron en la masacre).

Epiaron concienzudamente a los principales “engominados” de la nación para tener una descripción detallada de sus costumbres cotidianas. El 10 de septiembre, fecha en que Luciano ordenó asesinar al “Capo di tutti Capi” Maranzano, debía ponerse en marcha un tremebundo mecanismo paralelo.

Había que eliminar de forma simultánea a toda una generación de antiguos mafiosos. Algunos, porque eran aliados fieles de Maranzano. Otros, porque se oponían a las nuevas formas de hacer negocios. Y otros, al parecer, porque Luciano los consideraba demasiado ignorantes y anclados en tradiciones de origen rural. La matanza, bien coordinada, debía realizarse en un plazo de cuarenta y ocho horas, para evitar que los objetivos se diesen cuenta de lo que estaba ocurriendo e intentasen escapar.

Cuando Salvatore Maranzano es asesinado a tiros en su despacho por varios hombres disfrazados de policía, pues, no será el único en caer. “Lucky” Luciano: quiere imponer un nuevo orden y todo el que no esté preparado para adaptarse va a ser borrado de la faz de la Tierra. Empezando por varios de los capos neoyorquinos fieles a Maranzano. El gangster James LaPore es abatido a tiros en una calle del Bronx; sus agresores huyen sin dejar rastro. 

Jimmy Marino es tiroteado al salir de una barbería, también en Brooklyn. La desaparición de dos “tenientes” de la organización Maranzano, Louis Russo y Samuel Monaco, es denunciada por sus familias. Días después sus cuerpos aparecerán en la bahía de Newark, con la garganta cortada y el cráneo aplastado; además muestran señales de haber sufrido escalofriantes torturas.

Escenas similares tendrán lugar en otras ciudades, según afirmaron fuentes policiales de la época. El FBI, sorprendido por la repentina matanza, bautizó el hecho como “la Noche de Vísperas Sicilianas”, en referencia a un suceso histórico de la historia de Sicilia, una rebelión local contra la dominación francesa.

Diversos autores han puesto en solfa la magnitud de la matanza, que por lo general se considera se extendió al menos a cuarenta importantes mafiosos. No falta quien considera que hay mucho de leyenda en ello. La verdad absoluta resulta imposible de determinar, pero sin duda hubo una matanza y sin duda tuvo consecuencias.

El golpe dado por Luciano fue motivo de terror generalizado, como demuestra el que, cuando comunicó su intención de reorganizar la Cosa Nostra no solamente a nivel neoyorquino sino a nivel nacional, encontró poca oposición y nadie puso en duda que él era el nuevo líder.

– Reinventando la Cosa Nostra

Después de purgar la vieja generación y a aquellos que podían suponerle un problema, Luciano quiso tranquilizar al resto de jefes mafiosos. Se apresuró en dejar claro que no tenía vocación de dictador y que su objetivo era facilitar que todos hiciesen negocios y ganasen mucho dinero.

Afirmó que no pretendía convertirse en un nuevo “jefe de todos los jefes”, como había hecho Maranzano. Prometió respetar la autonomía de las distintas organizaciones o “familias” (aunque en la práctica toda la Cosa Nostra norteamericana lo reconoció como líder de facto, o al menos como el hombre a quien siempre había que escuchar).

Las decisiones que iba a tomar Luciano en cuanto a la reestructuración de la Mafia, que afectarían globalmente al conjunto del país, no iban a ser discutidas. La purga había quitado las ganas a los demás de enfrentarse al nuevo gallo del corral.

genovese
Luciano eligió a Vito Genovese como su segundo en la «familia», años antes de que las cosas se agriaran entre ambos.

Luciano tenía dos objetivos básicos: uno, modernizar el negocio.

Y dos, requisito imprescindible para lo anterior, terminar con los continuos enfrentamientos internos entre familias mafiosas, derramamientos de sangre que se producían al menor roce y que habían ayudado a lanzar a las autoridades contra otros jefes criminales, como Al Capone.

El mítico “Scarface” no había conseguido pacificar las calles de Chicago y eso había convertido la ciudad en el más renombrado escenario criminal del planeta, algo que no podían tolerar en Washington.

Luciano no quería cometer el mismo error que Capone, ni quería permitir que otros jefes mafioso lo cometieran por su parte. Había que parar las guerras.

Aglutinó a las mafias italoamericana y judeoamericana, no fundiéndolas —algo que la tradición mafiosa hacía imposible— pero sí permitiendo que trabajasen juntas, en muy estrecha colaboración y de manera abierta.

El brillante gangster judío Meyer Lansky siempre había sido su principal aliado y consejero, además de su mejor amigo. Ahora ejercería ese papel a la vista de todos, sin tapujos, e incluso la mafia siciliana debía aceptarlo. Lansky no podía ocupar posición de poder oficial en la organización de Luciano, puesto que no podía ser iniciado, y aun así tendría derecho a acudir a las reuniones en la cúpula de la Cosa Nostra como cualquier jefe italiano, en calidad de consejero general.

También como estrecho asociado de la mafia italoamericana ascendería el protegido de Lansky, Benjamin “Bugsy” Siegel, y la nómina de gangsters judíos que trabajaban para ambos. Por otra parte, Luciano también reorganizó su propia banda: Vito Genovese era el subjefe, esto es, el lugarteniente de Luciano y su mano derecha en las calles. Frank Costello se convertiría en su consigliere.

También ocuparían importantes puestos nombres como Joe AdonisMichael CoppolaAnthony Strollo o Tony Carfano. También contaría con la inestimable colaboración del ejecutor Albert Anastasia, que nominalmente pertenecía a otra “familia” mafiosa, pero que iba a realizar trabajos esporádicos para la organización de “Lucky” como cabecilla del pelotón de matones especializado en hacer desaparecer rivales, el temible Murder Inc., que por cierto había organizado un judío, Siegel.

Sabiendo de la inteligencia y la habilidad financiera de Meyer Lasnky, Luciano le encargó que realizase una auditoría para calcular el patrimonio económico del conjunto de familias de la Cosa Nostra. Tras una década de vigencia de la Ley Volstead (la “Prohibición”), el comercio de alcohol había producido tales ganancias que los mafiosos habían podido multiplicar sus inversiones y áreas de negocio en otros muchos ámbitos, hasta el punto de que ni ellos mismos sabían cuánto dinero tenían.

Luciano imaginaba que el conjunto de los mafiosos movía una considerable cantidad de dinero, pero incluso él quedó sorprendido cuando Lansky le llamó por teléfono para comunicarle los resultados de su estudio: “somos más grandes que U.S. Steel” (la frase fue incluida, por cierto, en el guión de El Padrino II).

Efectivamente, la Cosa Nostra era más rica que algunas de las más gigantescas corporaciones de los Estados Unidos. Dicho de otro modo: Luciano comprendió que si la mafia permanecía unida, su poder en los Estados Unidos podía alcanzar cotas inimaginadas.

Reunió a los principales jefes mafiosos del país y les comunicó las buenas nuevas. Para mantener ese estatus, la mafia debía evitar los constantes derramamientos de sangre. Las nuevas directrices de Luciano incluían conceptos como discreción, orden, y priorizar el negocio sobre cualquier otra consideración. La Cosa Nostra no debía repetir los errores de Capone y sus enemigos, que habían terminado muertos o en la cárcel.

Anunció la creación de la “Comisión”, una cúpula directiva en la que los principales jefes se reunirían para tratar los asuntos más candentes y sobre todo para llegar a acuerdos que permitiesen solucionar sin violencia las disputas entre ellos. En aquel cónclave, una especie de consejo de administración central de la Cosa Nostra, todos los jefes tendrían voz y voto, pero una vez se votase un acuerdo, debían comprometerse a respetar lo que la Comisión dictaminase. Ya eran ricos; si mantenían la paz interna, podrían ser mucho más ricos todavía.

Nadie tuvo nada que objetar. Luciano era demasiado fuerte pero además sus ideas eran inteligentes, sensatas y convincentes. Junto a Mayer Lansky formaba el tándem más clarividente del mundo del crimen; las dos cabezas pensantes a quienes convenía hacer caso. También se estimaba mucho la capacidad de Frank Costello para codearse con las autoridades políticas, policiales y judiciales; algunos le llamaban «el primer ministro». En cualquier caso, la gente indicaba estaba al timón.

Pese a lo decisivo de sus cambios, Luciano hubiese querido ir incluso más lejos. Despreciaba los anticuados rituales y ceremonias heredados de la tradición siciliana. Para Luciano la Cosa Nostra debía ser como una empresa, no una secta oscurantista propia de pueblerinos. Llegó a pensar en eliminar los ceremoniales tradicionales, como los que rodeaban a la admisión de un nuevo miembro; sus consejeros, Lansky y Costello , insistieron en que los mantuviese.

La tradición ayudaba a que los mafiosos albergasen un sentimiento de pertenencia y mantuviesen la “omertà”, el silencio y la lealtad debidas al clan. Se podía y se debía cambiar algunas tradiciones, pero no todas, y las ceremonias de iniciación, junto con otros símbolos externos de la iconografía mafiosa, eran algo valioso. Luciano era lo bastante inteligente como para entender que, aunque no le gustasen a él, aquellos elementos folclóricos y sectarios constituían un poderoso pegamento, un motivo de cohesión y orgullo.

– Un trono en el patio de la cárcel

A mediados de los años treinta todo parecía marchar viento en popa para la organización de Luciano. Era el jefe más respetado de la Cosa Nostra, había impuesto una nueva forma de hacer las cosas y estaba ganando cantidades ingentes de dinero, además de expandir su influencia a ámbitos cada vez más variados.

La “Comisión” funcionaba muy bien como órgano regulador de las actividades mafiosas y aunque la violencia nunca iba a desaparecer de su “negocio”, al menos habían conseguido terminar con la era de anarquía callejera propia de los años veinte, la época de Capone.

Los nuevos jefes criminales, o por lo menos una buena parte de ellos, ya no eran estrellas del rock como el famoso Al, sino que intentaban llevar sus asuntos con más discreción y alejados de la luz pública. Sin embargo, las autoridades ya habían iniciado la caza del nuevo líder. Los funcionarios con aspiraciones políticas deseosos de apuntarse un buen tanto tenían en Luciano al más cotizado botín, el nuevo Capone al que capturar con el premio añadido de la fama nacional.

No iba a resultar fácil; la Mafia funcionaba de manera verbal, con órdenes difusas que recorrían una estructura piramidal; también se recurría a testaferros o asociados que tenían muy poco conocimiento de la organización para la que trabajaban. Dicho de otro modo, apenas había esperanzas de encontrar vínculos demostrables entre Luciano y los crímenes susceptibles de ser probados ante un juez. Se iba a necesitar una jugada astuta. Pero hubo quien imaginó esa jugada.

Thomas Dewey
El trabajo de Thomas Dewey llevó al aparentemente intocable Luciano ante un tribunal.

El fiscal Thomas Dewey se encargó de construir un caso contra la cabeza visible de la Cosa Nostra y lo hizo, curiosamente, a través de uno de los negocios ilegales en los que “Lucky” Luciano tenía menos implicación personal: la prostitución. A Luciano, como a Capone, le gustaba la compañía de las prostitutas, pero a nivel de mandatario se mantenía muy alejado de la red de burdeles de los que sacaba provecho económico.

El encargado nominal de los negocios de prostitución era Dave Betillo; Dewey sabía muy bien que Betillo era un lugarteniente de Luciano, por más que resultase casi imposible demostrarlo. El fiscal sorprendió al clan con una redada generalizada en la red de burdeles, deteniendo a una gran cantidad de prostitutas y fijando para ellas unas fianzas astronómicas.

Confiaba en que, ante la inminente amenaza de cárcel, algunas de ellas hablarían. Las prostitutas no estaban sujetas a los mismos códigos de lealtad que los miembros de la organización mafiosa; eran el eslabón más débil. Y algunas de ellas, en efecto, hablaron: implicaron a Luciano como jefe supremo del entramado de burdeles.

Habían estado con Luciano, cuyo apetito sexual era voraz,y le habían escuchado, por ejemplo, dar órdenes relativas a la red de prostíbulos. Luciano había cometido el error de bajar la guardia ante chicas a las que consideraba un factor insignificante; pero fue gracias a ellas que Dewey pudo llevarle a juicio.

Ante el tribunal, el fiscal expuso hábilmente las flagrantes falsedades y contradicciones en la defensa del mafioso, quien finalmente fue condenado a un mínimo de treinta años por ser el líder de una red  de proxenetismo. Durante el verano de 1936, tras cinco años de reinado en los bajos fondos, Charlie «Lucky» Luciano ingresó en prisión.

La larga condena fue un duro golpe: las autoridades le habían dado caza, pese a haberse rodeado de un aparato casi inexpugnable. Pero eso no significó que su poder en la Cosa Nostra disminuyese. Siguió dirigiendo a los suyos desde prisión por mediación de su segundo, el vehemente Vito Genovese, quien ahora ejercía como jefe en la calle.

Cuando poco después también Genovese se vio envuelto en una acusación —en su caso por asesinato— y huyó a Italia para establecerse en las cercanías de Nápoles, Luciano recurrió a su fiel consigliere, Frank Costello, para ocupar el puesto de jefe nominal. Incluso con “Lucky” entre rejas, el triunvirato de amigos seguía funcionando a la perfección: Luciano y Lansky seguían estando comunicados y analizaban cuidadosamente las situaciones con ayuda de Costello; finalmente era éste el encargado de ejecutar las decisiones en el exterior, con la ayuda de su nuevo segundo, su primo Willie Moretti.

La fidelidad imperante en el tradicional esquema mafioso permitió que Luciano siguiese siendo considerado el líder. Esto contrasta con la situación del antaño todopoderoso Al Capone, que en la cárcel era un don nadie y llegó a pasar momentos de tremenda humillación; sus antiguos socios, más por prestigio de la organización que por auténtica lealtad, tenían que pagar a reclusos para que lo protegieran de otros reclusos.

Pero nada de esto sucedía con los jefes mafiosos. Todos los presos sabían que Luciano había perdido la libertad pero, al contrario que Capone, no había perdido su título. Llevaba una existencia muy plácida en prisión gracias toda clase de sobornos y porque todavía era considerado lo que hoy, a raíz de la literatura y el cine, llamaríamos el “padrino”. Se cuenta que su celda era muy confortable; incluso gozaba de lujos como encargar la cena diaria de su restaurante favorito, que le era servida por un camarero que acudía a la prisión para atenderle.

También se producían escenas peculiares en el patio de la cárcel, donde Luciano se sentaba en una butaca y recibía los respetos de una hilera de presos que le pedían favores o que querían hacerse notar saludándole.

Fue a principios de los cuarenta, cuando llevaba ya varios años entre rejas y la II Guerra Mundial estaba en su apogeo, cuando Luciano recibió la visita de la inteligencia militar. La organización de Luciano controlaba a los sindicatos en una parte importante de los muelles neoyorquinos; era el único individuo con la autoridad efectiva para ordenar un férreo control sobre los trabajadores portuarios.

Las autoridades norteamericanas consideraban prioritario garantizar la seguridad de los buques anclados en los muelles. Charlie Luciano garantizó esa seguridad apelando a su propio patriotismo (recordemos que había nacido en Sicilia pero que se trasladó a EEUU con apenas nueve años), pero también puso condiciones. Quería que, una vez terminadas la guerra y si había cumplido su misión, se le permitiese salir de la cárcel.

Las autoridades accedieron. Lo cierto es que no hubo más sabotajes como el del Normandie. Lo más irónico es que mucho después se destapó que el incendio del trasatlántico pudo no ser obra de simpatizantes fascistas, sino un plan urdido por el propio Luciano (otros atribuyen la idea a Lansky) para que los militares se preocupasen por la vigilancia de los muelles y terminasen recurriendo a la ayuda de la mafia.

Fuese todo un rebuscado plan o el producto de las circunstancias, al terminar la guerra Luciano conseguiría su objetivo de abandonar la prisión… pero las cosas se le iban a torcer pronto.

– El ocaso

 

Luciano Hz

“Su testimonio ha consistido en una chocante y repugnante demostración de santurronería y perjurio. Al terminar la cual estoy seguro de que ninguno de ustedes albergaba duda alguna sobre que no estamos ante un vulgar jugador, ni ante un vulgar apostador, sino ante el mayor gangster de América” (Fiscal Thomas E. Dewey, en el alegato final del juicio contra Charlie Luciano)

El 3 de enero de 1946, Thomas E. Dewey tenía un considerable sapo que tragar. Sobre la mesa de su despacho había un papel que requería su firma. Sin duda debió de contemplar aquel documento con sumo disgusto mientras sostenía una estilográfica; quizá vaciló de estampar su rúbrica. Diez años atrás, ejerciendo como fiscal especial, había conseguido encerrar al criminal más importante de la nación, Charlie “Lucky” Luciano.

Con astucia, mediante una acusación por proxenetismo. Había desprestigiado a Luciano ante el tribunal, haciéndolo incurrir en contradicciones, sacando trapos sucios de su pasado e incluso avergonzándolo ante los demás mafiosos al insinuar que durante sus años más jóvenes había colaborado con la policía para evitar una larga condena por narcotráfico. Había conseguido que Luciano diera con sus huesos en la cárcel.

Después se preocupó por aclarar ante la prensa que no pensaba que la acusación de proxenetismo fuese la única de la que “Lucky” era merecedor, afirmando que su recién capturada presa era el mayor criminal del país, alguien cuyos tentáculos alcanzaban los más lucrativos rincones de la actividad ilícita, como dejó patente en declaraciones a diarios como el New York Times:

“El control de toda la prostitución organizada de Nueva York era uno de sus menores tinglados y los cuatro proxenetas que se declararon culpables eran simples subordinados. Así que el asunto de la prostitución ha sido sencillamente el vehículo mediante el cual poder encerrar a estos hombres. Pero opino que cierto acusado de primer nivel, junto con otros criminales bajo sus órdenes, ha absorbido gradualmente el control del tráfico de narcóticos, de las apuestas, de la usura, de la lotería ilegal, de la adquisición de bienes robados y de diversos chanchullos industriales”.

Ahora, una década más tarde, en 1946, Thomas Dewey ya no era fiscal. Su carrera había seguido progresando hasta convertirse gobernador del estado de Nueva York. El papel que tenía sobre la mesa de su despacho y que tanto esfuerzo le debió de suponer firmar era la conmutación de la sentencia de Luciano, la misma sentencia que había sido el producto de su anterior trabajo. Si firmaba, el gangster más importante del país saldría de la cárcel.

Cierto era que Al Capone también estaba en libertad, pero por otros motivos; la sífilis había reducido a Capone a un penoso estado de incapacidad y ya no constituía un peligro para nadie. Luciano, sin embargo, seguía estando en plena forma. Todavía manejaba los hilos de su organización criminal desde detrás de los barrotes y contaba con el respeto del resto de jefes de la Cosa Nostra.

Volver a ponerlo en las calles era como deshacer todo lo conseguido durante su periodo como fiscal especial. Sin embargo, el gobernador Dewey no tenía muchas más opciones. Luciano había llegado a un acuerdo con las autoridades militares: obtener la libertad a cambio de reforzar la seguridad en los muelles neoyorquinos, evitando sabotajes en los buques estadounidenses y garantizando que no habría huelgas durante el conflicto bélico, además de ayudar a establecer vínculos entre las tropas norteamericanas que invadían Italia y la Mafia siciliana, que estaba deseosa de contribuir a la caída de Benito Mussolini.

Ese era un acuerdo firmado a unos niveles muy por encima de lo que el gobernador Dewey podía aspirar a discutir. El pacto tenía la aquiescencia de Washington. Había otros motivos para que Dewey sintiera que tenía que firmar. Estaba enfrascado en una ascendente carrera política; de hecho fue candidato a la presidencia por el partido republicano en dos ocasiones, aunque perdería ambas, frente a Roosevelt y Truman.

No podía hacerse el rebelde. Firmó el papel. Un mes después, las puertas de la cárcel de Sing Sing se abrían: caminando, sonriente, el rey del crimen en los Estados Unidos volvía a respirar aire libre.

– La deportación

 

Italia
Luciano en su llegada a Italia: logró abandonar la cárcel, pero no pudo evitar la deportación.

Muchos años atrás, el pequeño Salvatore Lucania había llegado a la Isla de Ellis de la mano de su padre, un modesto albañil que huía de la pobreza y el oscurantismo de la remota isla de Sicilia.

Como cualquier otro inmigrante, aquel niño que no hablaba una palabra de inglés tuvo que hacer largas colas y someterse a unos controles médicos que decidirían si podría o no entrar en el país.

Durante aquel reconocimiento fue diagnosticado de viruela y forzado a pasar un tiempo de cuarentena encerrado en una celda sanitaria (una de tantas escenas rememoradas en El Padrino II) hasta que el día en que recibió el alta y pudo poner pie en territorio continental para reunirse con su familia en un pobre apartamento de Brooklyn.

Pues bien, ahora, a punto de cumplir los cincuenta, con nombre y apellido legalmente americanizados, Charles “Lucky” Luciano era conducido de nuevo a la isla de Ellis, lugar por donde había entrado a la que ahora era su nación.

Estaba en libertad, sí, pero no todo había salido como esperaba. Las autoridades fueron más duras de lo previsto y la pactada liberación se produjo a cambio de que aceptara su extradición a Italia. Él había protestado ante la medida: era un ciudadano americano, naturalizado a todos los efectos desde hacía mucho tiempo, y por ello no se consideraba sujeto a un tratado de extradición con su país natal, Italia, al que ya no consideraba el suyo.

Lógicamente, la resistencia de Luciano a la deportación tenía buenos motivos, ya que para seguir controlando sus inmensos negocios le convenía permanecer en el territorio estadounidense. Pero también había razones sentimentales: llevaba desde los diez años en EEUU y se sentía ante todo estadounidense.

El tener que abandonar lo que consideraba su patria, aunque fuese de manera transitoria, era un duro golpe para su orgullo. Pero Washington estaba mostrándose inflexible y Luciano tenía que asumir esa extradición, o seguir en prisión.

La noche del 9 de febrero de aquel mismo 1946, un carguero anclado en el puerto de Brooklyn reposaba tranquilamente sobre las aguas, con la miríada de luces de la metrópolis neoyorquina como telón de fondo. Estaba preparado para levar anclas rumbo a Italia el día siguiente. A bordo, Charles “Lucky” Luciano” ofrecía una cena de despedida a los socios y amigos que habían acudido a visitarlo en el buque. Estaba seguro de que aquella iba a ser una despedida transitoria.

Tarde o temprano, pensaba, encontraría la manera de regresar a los Estados Unidos. Cuando a la mañana siguiente el barco puso rumbo a mar abierto, Luciano poco podía sospechar que ya nunca iba a volver a ver la ciudad donde había crecido, donde había pasado la mayor parte de su vida y donde había dejado atrás la pobreza para convertirse en un hombre rico, poderoso y temido. Nunca volvería a poner pie sobre suelo estadounidense.

Él no podía saberlo, así que se sentía alegre y confiado. Dos semanas después el carguero anclaba en el puerto de Nápoles y Luciano era recibido por un nutrido y ansioso grupo de reporteros. Se limitó a decir que su intención era la de establecerse en Sicilia, donde había nacido, aunque en su fuero interno contaba ya los días para encontrar una solución y propiciar un regreso a territorio estadounidense.

Frank Costello
En ausencia de Luciano, Frank Costello ejerció la jefatura nominal de la «familia».

Mientras tanto, los negocios no iban a detenerse sin él. Entendió que, si todavía no podía volver, al menos necesitaba establecerse cerca de los Estados Unidos, así que no permaneció demasiado tiempo en Europa.

Aquel mismo año, en secreto y despistando la vigilancia de las autoridades, volvió a subir a un carguero con rumbo a Venezuela.

Desde el país sudamericano encadenó un par de vuelos con dirección norte. Su objetivo: Cuba.

Su socio y mejor amigo desde hacía tantos años, Meyer Lansky, era uno de los inversores mafiosos mejor establecidos en la isla caribeña; poseía importantes participaciones en hoteles y casinos de la capital, además de mantener muy buenas relaciones con las autoridades cubanas.

La organización criminal judía liderada por Lansky seguía trabajando en una virtual simbiosis con la organización de Luciano, que ahora era conducida por Frank Costello en el puesto de jefe, aunque las últimas decisiones seguían siendo consultadas a Luciano.

Quince años después del ascenso de “Lucky”, la Cosa Nostra continuaba unida y las principales familias del país trabajaban codo con codo, valiéndose de la Comisión, el valiosísimo instrumento de gobierno interno ideado por él. El viaje clandestino hacia el Caribe era, pues, un paso lógico.

Pensaba que Cuba podría ser el territorio de expansión natural de las actividades criminales estadounidenses, y tenía toda la razón. En territorio cubano, el FBI y el Departamento de Estado estadounidenses no tenían jurisdicción: estando a solamente 150 kilómetros de la costa de EEUU, los jefes mafiosos podían ir y venir a voluntad, operando casi sin límites en La Habana y el resto de Cuba. Edificando nuevos negocios en el patio trasero de su propia casa.

– Nuestro futuro está en Cuba

“¿Te das cuenta? Nuestro futuro está en Cuba. A ciento cuarenta kilómetros de la costa. Sin el FBI, sin el maldito departamento de justicia…” (El Padrino II, Francis Ford Coppola)

Diciembre de 1946: un avión llega al aeropuerto de La Habana. Del aparato desciende una gran estrella, figura universalmente reconocible, un individuo escuálido y de rostro enjuto con cuya voz está familiarizado cualquier poseedor de aparatos radiofónicos en América. Hablamos, cómo no, de Frank Sinatra, que acaba de aterrizar en Cuba con el único propósito actuar en una lujosa fiesta privada.

El cantante no llega a La Habana solo, sino que trae buena compañía. Junto a él descienden del avión los hermanos Fischetti, a quienes algunos despistados podrían confundir con los guardaespaldas de Sinatra… aunque la realidad es bien distinta. En realidad es el sumiso cantante quien está al servicio de sus acompañantes. Aquellos individuos son bien conocidos en el mundillo criminal de Chicago por su parentesco con el que muchos años atrás fue el amo y señor de los bajos fondos, Al Capone.

Ahora los hermanos ocupan importantes puestos en la cúpula del “Chicago Outfit”, la organización que un día dirigió Capone a su manera, pero que ahora forma parte de la estructura de la Cosa Nostra. Charlie Fischetti es el consigliere del nuevo jefe de Chicago, Tony Accardo.

El otro hermano, Joe Fischetti, lleva consigo una maleta de la que no se separa nunca. En ella hay dos millones de dólares en efectivo: la parte proporcional de los beneficios de sus negocios que ha de entregar al todavía rey, Charlie Luciano, en concepto de tributo. Perto estos detalles pasan desapercibidos para cualquier observador frente al relumbrón de Frank Sinatra.

Para la prensa, Sinatra es como un emperador. Dentro de la Cosa Nostra, sin embargo, a nadie se le escapa el papel de Sinatra como mayordomo de lujo y perrito faldero de los mafiosos.

La Voz va a cantar en un evento organizado por Meyer Lansky, y los dos aliados más fieles de Luciano en su propia organización, Frank Costello y Joe Adonis. Será una cena de gala en la que la plana mayor de la Cosa Nostra dará la bienvenida a “Lucky”, que acaba de llegar a Cuba.

Allí están prácticamente todos los que cuentan, desde el omnipresente Albert Anastasia, subjefe de la familia Mangano, hasta los jefes de las demás “Cico Familias” de Nueva York: Joe BonannoJoe Profaci y Tommy Lucchese. También están presentes importantes nombres de Chicago como el mencionado Tony Accardo y Sam Giancana, futuro amo de la ciudad y futuro gestor de los trapos sucios de John F. Kennedy.

También han venido jefes de otras ciudades como el correoso Stefano Magaddino, jefe de Buffalo cuya influencia se extiende hasta Canadá, o Santos Trafficante, que domina el crimen en Florida y que junto a Lansky ya es uno de los mayores inversores mafiosos en Cuba. Así pues, la presencia de Frank Sinatra en Cuba es decorativa, accesoria. Lo importante es la serie de reuniones que está a punto de tener lugar; la hoy llamada Conferencia de La Habana, el más importante cónclave en la historia de la Cosa Nostra.

Meyer Lansky
Meyer Lansky permaneció como fiel aliado de «Lucky» Luciano hasta el final.

La conferencia tuvo lugar en el Hotel Nacional y como decíamos comenzó en forma de reconocimiento al poder y la influencia que Luciano todavía mantenía sobre la Cosa Nostra, pese a sus diez años en prisión y su reciente extradición.

En la fiesta de  bienvenida, todos los invitados saludaron a Luciano entregándole un sobre en señal de respeto y amistad; la suma de aquellos regalos de bienvenida rondaba el cuarto de millón de dólares de la época.

Hoy serían más de tres millones de euros.

En sobres. Por su parte, Luciano respondió a aquellos gestos de lealtad hablando de aquello que el resto de los líderes criminales esperaban sin duda escuchar: las posibilidades para los nuevos negocios.

Durante su breve estancia en Italia Luciano había establecido contactos con la Mafia siciliana y ahora ofrecía a sus socios las ventajas de una red de importación de heroína que, desde el norte de África, pasaría por Sicilia, después por Cuba y de ahí llevaría los narcóticos hasta Estados Unidos.

El tráfico de drogas era la nueva gran fuente de dinero de la Cosa Nostra, algo que podría incluso superar los beneficios del tráfico de alcohol durante la Prohibición. Así pues, “Lucky” Luciano ofrecía un canal franco y seguro de llegada de la heroína al país, canal que estaba dispuesto a compartir en beneficio de todos los presentes.

Cómo no, los demás jefes se mostraron muy satisfechos. A cambio del ofrecimiento, Luciano quiso reafirmarse en su poder mediante una distinción que antes había rehusado recibir: el título honorífico de Capo di tutti Capi, jefe de todos los jefes, ese mismo título que no quiso heredar en 1931 después de haber ordenado asesinar al anterior poseedor, Salvatore Maranzano.

A Maranzano se le había subido el cargo a la cabeza, dando buenos motivos a Luciano para quitárselo de en medio. Pero ahora, en aquel hotel de La Habana, Luciano se postulaba como tal (aunque en apariencia de trataba de una iniciativa de Frank Costello y Albert Anastasia) para asegurarse de que nadie le hacía de menos por estar exiliado.

Sometida a votación entre los jefes presentes, la propuesta fue aprobada por más que previsible unanimidad. Ese fue, quizá, el último gran momento de gloria en la carrera de “Lucky” Luciano. Por su parte, mientras la conferencia avanzaba, el anfitrión Meyer Lansky ofreció un suculento postre —quizá los lectores recuerden la tarta que Hyman Roth ofrece a sus invitados en El Padrino II— consistente en el reparto de las enormes posibilidades de Cuba como destino turístico, ya que la isla era por entonces el gran parque de atracciones de los Estados Unidos.

No solamente el juego y la industria turística podían resultar muy lucrativos, sino que Cuba era una base poco vigilada desde la que coordinar muchos otros negocios, especialmente aquellos que requerían enlaces con Europa o con Sudamérica. Cuba era el portal de entrada a los Estados Unidospara cualquier actividad mafiosa exterior. Lansky estaba tendiendo un felpudo para que todos se aprovechasen de esas ventgajas. El anfitrión de la conferencia, al igual que Luciano, sabía cómo contentar a sus amigos.

Pero no todo en la Conferencia de Cuba fueron cenas, actuaciones de Sinatra y buenas noticias. Hubo asuntos desagradables que tratar. En su momento no parecieron minar la autoridad de Luciano dentro de su organización o en la propia Cosa Nostra, pero anunciaban que la coyuntura estaba cambiando… algunas las viejas lealtades no podían mantenerse para siempre.

– Aparecen las primeras grietas

 

Bugsy
La desastrosa gestión de Bugsy en el «nacimiento» de Las Vegas supuso un considerable dolor de cabeza para Luciano.

El aguerrido y apuesto Benjamin “Bugsy” Siegel había formado parte de aquella pandilla de chavales que durante los años veinte se había abierto paso en las calles de Brooklyn, bajo el liderazgo de un Luciano adolescente.

Era amigo íntimo de Meyer Lansky desde la infancia y su principal protegido en la estructura mafiosa judía, y también íntimo amigo del propio Luciano.

“Bugsy” había sido una de las piezas clave en los comienzos, gracias a su irreflexiva afición por la violencia: no había misión, por peligrosa que fuese, que Siegel se hubiera negado a cumplir, incluyendo el comandar personalmente el escuadrón que abatió a tiros al hasta entonces rey del crimen en Manhattan, Joe Masseria.

Siegel fue muy útil como mano ejecutora, aunque no pocas veces tuvieron Lansky y Luciano que refrenar sus impulsos, que lo conducían a meterse en problemas.

Con los años se convirtió en un dandy: elegante, bien parecido y con un carisma más propio de una estrella del celuloide.

Terminó convirtiéndose en el perfecto enlace entre la Cosa Nostra y Hollywood, donde “Bugsy” se hizo amigo y amante de diversas estrellas de cine.

Era uno de los invitados más cotizados para cualquier gran fiesta que se preciase, ya que la gente del mundo del cine se moría por tener un verdadero gangster en sus recepciones. “Bugsy” aportaba a aquellas fiestas un plus de peligro y de morbo difícil de obtener por otros medios.

Era el gancho con el que los jefes mafiosos podían aprovecharse de nuevos contactos en la industria del espectáculo. Pero el ambicioso “Bugsy” había querido más y se había empeñado en finalizar la construcción de un gran casino de lujo con hotel incorporado —el Flamingo— en mitad del desierto de Nevada.

Estaba convencido de que el polvoriento pueblo de Las Vegas podía terminar transformándose en la gran capital nacional del juego. Para “Bugsy” Su visión era profética… aunque no vivió para verla hecha realidad.

El proyecto del Flamingo había resultado atractivo para los principales jefes mafiosos y habían invertido mucho dinero en la construcción. El propio Meyer Lansky, considerado por todos como un genio de las finanzas y un hombre de fiar a la hora de plantear nuevas inversiones, había defendido las posibilidades de futuro del Flamingo.

Sin embargo, las cosas se habían torcido. “Bugsy” no era un buen estratega comercial y mucho menos un buen constructor: delegar en sus manos la terminación del casino constituyó un grueso error. Había tenido la visión, sí, pero no era el hombre indicado para llevarla a cabo de manera eficiente. Por muy atildado que se le viera en las fotos y por mucho que se codease con la realeza de Hollywood, no dejaba de ser un matón con escasa experiencia en los negocios.

Bajo la torpe batuta de Siegel, en un continuo despliegue de despropósitos, despilfarros y negligencias —amén de los millonarios robos de su manipuladora novia Virginia Hill— el presupuesto de construcción del Flamingo se terminó disparando en varios millones de dólares por encima de lo previsto, multiplicando por cuatro la inversión inicial. Un enorme agujero que lógicamente enfurecía a los jefes mafiosos.

En diciembre, mientras todos ellos se reunían en La Habana, el enorme casino-hotel todavía estaba sin terminar y se había convertido en un pozo negro por donde desaparecían cantidades ingentes de dinero. La única razón por la que Siegel no había muerto todavía era su estrecha amistad con Lansky y Luciano, pero a finales de 1946 la situación resultaba prácticamente insostenible.

Los jefes mafiosos presentes en Cuba estaban de acuerdo en que las cosas habían llegado a su límite y que Siegel debía ser asesinado. Luciano sabía que la medida resultaba inevitable y, según se cuenta, asintió a la decisión en silencio. Por su parte, Meyer Lansky era lo bastante inteligente para entender que tampoco podía oponerse a la ejecución, que no podía intentar proteger a su amigo a toda costa.

Sin embargo, como la inauguración del lujoso e inacabado hotel-casino era inminente (el 26 de diciembre, mientras todos los grandes jefes seguirían reunidos en Cuba) propuso esperar para comprobar sobre la marcha el resultado de la inauguración. Quizá el Flamingo demostraría ser rentable. Todos los jefes aceptaron y celebraron el día de Navidad posponiendo la Conferencia. Un par de días después las noticias no eran buenas: la inauguración del primer gran casino de Las Vegas había sido un desastre.

No parecía que el Flamingo, que para colmo estaba inacabado, tuviese futuro. Aquello suponía la sentencia de muerte para “Bugsy”, que había convertido su gran sueño en una debacle financiera. El protegido de Lansky y Luciano estaba condenado. Aunque posteriormente Lansky todavía fue lo bastante hábil para conseguir algunas prórrogas, ni él ni el propio Luciano podían detener un proceso que ya no tenía marcha atrás: Siegel fue asesinado a tiros seis meses después, en lo que fue la crónica de una muerte anunciada.

La Cosa Nostra no culpó a Luciano y Lansky de lo sucedido, pero nadie ignoraba que “Bugsy” había sido su protegido, un protegido ruinoso que les había costado muchísimo dinero. Solo cuando tiempo después de muerto “Bugsy” el Flamingo empezó a dar dinero —desencadenando de paso una fiebre de inversiones en la por entonces insignificante Las Vegas— pudo quedar el asunto enterrado.

Vito Genovese
Luciano dejó de confiar en Vito Genovese y éste no tardó en querer apoderarse de la organización.

El embarazoso desastre del Flamingo no fue el único asunto desagradable que Luciano tuvo que afrontar durante aquella conferencia.

Aún más peliagudo resultó su reencuentro con su antiguo lugarteniente, Vito Genovese.

Cuando en 1936 Luciano había entrado en la cárcel, Genovese había ocupado el puesto de jefe nominal de la “familia” para trasladar las órdenes de “Lucky” a las calles.

Pero en 1937 había recaído sobre él una acusación de asesinato, así que para evitar el juicio huyó a Italia.

Con Luciano entre rejas y Genovese en fuga, Frank Costello se convirtió en el nuevo “jefe en la calle” y en adelante se encargó de poner en práctica las directrices que Luciano le enviaba desde la prisión.

Mientras estuvo como prófugo en Italia, Genovese no se quedó de brazos cruzados.

Se las arregló para establecer estrechos contactos con el régimen fascista, incluso cultivando amistad con el propio Benito Mussolini y convirtiéndose en “camello” personal de Galeazzo Ciano.

Para complacer al dictador, llegó a ordenar el asesinato de opositores de izquierda exiliados en Estados Unidos y fue condecorado por el gobierno italiano, al mismo tiempo que prosperaba haciendo negocios con la misma Mafia de Sicilia a la que Mussolini quería eliminar porque era un núcleo de poder dentro de Italia que él no podía controlar.

El sinuoso Genovese no tenía problemas para jugar a dos bandas con dos bandos enfrentados: la corrupta Mafia y el no menos corrupto régimen fascista.

Pero eso no terminaba ahí: cuando la II Guerra Mundial llegó a las costas italianas y los norteamericanos comenzaron la invasión de Sicilia, Genovese —que se había naturalizado como ciudadano estadounidense poco antes de huir de la justicia— tardó apenas horas en cambiar de bando, dándole la espalda a su camarada Mussolini y ofreciéndose a los generales ocupantes para facilitarles sus operaciones en Italia, ayudándoles a tratar con la Mafia local, que podía convertirse en un importante aliado en territorio siciliano.

Ejerciendo oficialmente como intérprete y enlace entre los mando estadounidenses y las fuerzas vivas locales, Vito Genovese se ganó la confianza de la cúpula militar americana hasta el punto de que casi todos los mandos se desentendían ante lo que era un secreto a voces: que Genovese estaba vendiendo en el mercado negro bienes del ejército —provisiones, suministros, etc.— con un considerable provecho personal.

Mientras los generales se debatían frente al ejército nazi todavía presente en Italia, Genovese salió adelante con sus negocios gracias a sobornos o bien porque aquellos mandos a quienes no sobornaba tenían cosas más importantes en qué pensar.

En 1945, terminada la guerra, Vito Genovese regresó a EEUU. En 1946 la acusación por asesinato que todavía pendía contra él se vino abajo cuando el testigo clave de la acusación apareció muerto en una celda donde la policía, se suponía, debía haberlo mantenido protegido. Así pues, una década más tarde de haber tenido que huir, Genovese estaba en la calle.

Había sobrevivido a toda circunstancia, jugando a placer con unos y con otros: había sido amigo de Mussolini y de los enemigos de Mussolini, después se había hecho amigo de las fuerzas invasoras que derrocaron al propio Mussolini… todo aquello no había hecho más que disparar su ambición, pues se consideraba el hombre indicado para ejercer influencia en todos los rincones.

Quien ya no confiaba en él, sin embargo, era “Lucky” Luciano. Vito Genovese era el vicejefe de la “familia”, ocupando en la práctica el tercer puesto de la organización por detrás del propio Luciano, que gobernaba sin cargo, y de Frank Costello. Genovese acudió a la Conferencia de La Habana con esperanzas de recuperar su antiguo lugar.

Habló en privado con Luciano, diciendo que todavía se consideraba el legítimo número dos y confiando en que una vez libre de la acusación por asesinato, podría convertirse de nuevo en jefe nominal. Pero había un problema: Luciano se sentía mucho más cómodo con Costello, quien llevaba una década ejerciendo lealmente como su enlace con la calle.

Además, consideraba a Genovese demasiado retorcido y ambicioso: pensaba que don Vito no aspiraba a una jefatura puramente nominal y que una vez con el cargo a cuestas intentaría apoderarse de la organización. Luciano rechazó la petición, lo cual enfureció a Genovese: habladurías de la época afirmaban que Genovese se puso más chulito de la cuenta y Luciano —cosa rara en él por aquellos tiempos— reaccionó con violencia, dándole una buena tunda.

Pero, anécdotas aparte, Genovese no tuvo más remedio que fastidiarse y tragarse sus aspiraciones tras contemplar el soporte que Luciano recibía en Cuba por parte de todos los jefes. Se resignó a que Costello seguiría ocupando el puesto que consideraba suyo, pero eso no hizo que su rencor hacia Costello y hacia el propio Luciano se desvaneciese. Más bien al contrario: durante los años siguientes esperó con paciencia la de desembarazarse de ellos y hacerse cargo de la organización. Quizá no eran todavía visibles, pero habían aparecido las primeras grietas en la “familia”.

La Conferencia de La Habana terminó de dar forma a la Cosa Nostra y fue la última ocasión en que “Lucky” Luciano ejerció su poder para modelar el mundo del crimen según sus ideas. Porque al final se produjo una mala noticia: a raíz del encuentro en el Hotel Nacional el gobierno estadounidense tuvo conocimiento de la presencia de “Lucky” Luciano en Cuba.

Washington comenzó a ejercer fortísimas presiones sobre el gobierno de La Habana para que el mafioso fuese de nuevo deportado a Europa. Varios meses después, Luciano tuvo que embarcar hacia Italia por segunda vez. Pese a sus vanas esperanzas, ya no saldría nunca de Italia.

– Exilio y rebelión

 

Gambino
Carlo Gambino fue una pieza inesperadamente importante en el relevo de poder de la Cosa Nostra a mediados de los años cincuenta.

Ahora estaba a mucha distancia de los Estados Unidos, en otra franja horaria, vigilado a todas horas, con su pasaporte estadounidense requisado por las autoridades italianas y con el teléfono como única forma de comunicación con sus subordinados.

Una situación delicada. Sin embargo, durante la siguiente década Luciano aún pudo mantenerse como cabeza visible de la organización. Aunque estaba sometido a una agobiante vigilancia policial, fue capaz de poner en marcha aquella red de tráfico de narcóticos que había prometido a sus amigos en América.

Su poder ya no era tan grande a nivel de funcionamiento diario, pero la lealtad de Frank Costello —que seguía actuando como jefe nominal de la organización— permitió que su voz continuase siendo escuchada.

Costello permaneció fiel a Luciano y no aprovechó la distancia para intentar apoderarse de la organización.

Siguió ejecutand las directrices de su antiguo amigo con lealtad. Meyer Lansky también continuó fiel a Luciano, ofreciéndole su apoyo incondicional, informándole y aconsejándole como de costumbre, además de garantizando que la mafia judía seguía colaborando estrechamente con su organización.

Gracias a eso, “Lucky” Luciano consiguió ser el jefe en la sombra hasta 1957, dentro de su organización al menos, si bien es cierto que dadas las circunstancias geográficas su influencia ya no era tan omnipresente en el resto de la mafia estadounidense, cuyos jefes aún se consideraban amigos, pero ya no súbditos.

Vito Genovese se había pasado los últimos diez años rumiando con rabia la negativa de Luciano a destituir a Costello para nombrarlo jefe a él. Pero no había encontrado la manera de dar salida a sus ambiciones. Luciano seguía contando con su más importante aliado fuera de la “familia”, Albert Anastasia.

Y el poder de Anastasia había crecido, ya que desde 1951 se había convertido en jefe de una de las Cinco Familias de Nueva York. Genovese no podía intentar camelarse a Anastasia porque ambos habían tenido roces en el pasado a causa de la superposición de diversos intereses, como por ejemplo el control de las zonas portuarias.

Anastasia no era un hombre que dejase fácilmente atrás aquel tipo de conflictos; al contrario, podía ser muy rencoroso. Genovese no era de su agrado. Así que durante años Genovese consideró que una rebelión resultaba inviable y siguió bien quietecito bajo la disciplina de Luciano, haciendo de tripas corazón y esperando su momento… momento que quizá no llegaría nunca. Sin embargo, en 1957 se dieron las circunstancias propicias.

En primer lugar, Joe Adonis, el capitán de la “familia” más leal a Costello y Luciano, tuvo que salir de los Estados Unidos para evitar una condena carcelaria. Importante apoyo para Luciano, su presencia había sido otro de los factores que había prevenido a Genovese de intentar ningún golpe de mano. Pero ahora que Adonis se veía forzado a huir, el ambicioso Vito se frotaba las manos.

Todavía se le pusieron las cosas más de cara cuando estableció contactos con una figura ascendente de otra “familia”: Carlo Gambino, uno de los principales lugartenientes de Albert Anastasia, que también ambicionaba deshacerse de su propio jefe. Gambino era algo así como la versión en carne y hueso de Vito Corleone; siempre hablaba en voz baja, no decía tacos, tenía unas maneras tranquilas, vestía con modestia y no gustaba de hacer alardes de riqueza.

Le gustaba proyectar un perfil bajo. Pero escondía grandes apiraciones; sabía que su temible jefe, Anastasia, se había ganado muchas antipatías debido a la tendencia a utilizar métodos violentos con mayor frecuencia de la deseable, además de por su carácter explosivo. Gambino entendió que pocos se sentirían molestos si quitaba a Anastasia de en medio.

Además, por lo que se contaba, el asunto estaba teñido incluso motivos personales. Durante su escalada en la “familia”, al parecer,  había llegado a ser abofeteado por Anastasia delante de otros capitanes de la organización. En ese instante, Carlo Gambino no había reaccionado ante la ofensa y se había limitado a guardar un impertérrito silencio —sobre todo porque no quería terminar troceado dentro de un tonel— pero no era la clase de individuo que olvidase un incidente semejante.

En 1957, pues, Gambino y Genovese estaban de acuerdo en una cosa: querían deshacerse de sus respectivos superiores, Albert Anastasia y Frank Costello, quienes a su vez eran aliados entre sí. La consecuencia, casi inevitable, era que se estaba gestando una rebelión en las dos familias más importantes de la Cosa Nostra.

En un día primaveral de este mismo año se produce el inicio de la rebelión. Una limousine permanece aparcada junto a un lujoso edificio de apartamentos de Manhattan; en su interior, oculto tras los cristales tintados, un hombre espera. No es ningún banquero; ni siquiera es (todavía) un jefe mafioso. Se trata de Vincent Gigante, antiguo boxeador y ahora matón al servicio de Vito Genovese.

El edificio frente al que hace guardia es donde tiene su residencia habitual Frank Costello, el jefe de la misma organización para la que Gigante trabaja. Tras una larga espera, Costello aparece caminando por una esquina y entra en el portal. Se dirige hacia el ascensor. Gigante sale de la limousine y entra caminando a sus espaldas, con sigilo. Saca una pistola, apunta a la cabeza y dice: “esto es para ti, Frank”.

Tan pronto Costello oye una voz a sus espaldas, empieza a darse la vuelta… pero es tarde. Suena un disparo. El “Primer Ministro” de la Cosa Nostra cae al suelo. Abundante sangre mana de su cabeza. Vicent Gigante abandona el lugar.

Costello, de manera increible, sobrevivió al atentado. Su último giro de cabeza, aquel que hizo al oír la voz de su agresor, hizo que la bala no atravesara su cráneo, sino que golpease oblicuamente en su cuero cabelludo, rebotando en el hueso. Una zona que sangra abundantemente, hasta el punto de que Gigante creyó que Costello estaba muerto… por lo que no se molestó en dar el tiro de gracia.

En realidad había sido una herida importante, pero superficial, de la que Costello se recuperó con rapidez. Sin embargo, había captado el mensaje. Se estaba iniciando una guerra y él tenía dos opciones:; podía librarla, o podía retirarse a vivir tranquilamente de rentas. Sabía que la segunda vez que le disparasen no tendría tanta suerte. Decidió apartarse, renunciando a la jefatura nominal de la “familia” y haciendo, al menos de cara a la galería, las paces con Vito Genovese, a quien cedía el puesto.

albert anastasia
Albert Anastasia reposa en el suelo de la barbería después de su último afeitado.

Desde Italia, “Lucky” Luciano asistíar impotente a los acontecimientos, sabiendo que la victoria de Genovese sobre Costello significaba el final de su propio reinado en la sombra.

Tampoco Meyer Lansky podía hacer nada excepto contemplar con desazón el ascenso de Genovese, el mismo que en su juventud se había mostrado despectivo hacia las amistades hebreas de Luciano.

Lansky sabía que sin la intermediación de Luciano, un judío como él tendría ya poca mano en los asuntos internos de los gangsters italoamericanos.

Los últimos pilares de la influencia de “Lucky” Luciano acababan de desmoronarse, desbaratando la estructura con la que había dominado el mundo del crimen prácticamente durante veinte años, ya fuese desde la calle, desde una celda o desde el exilio.

Los últimos clavos en la tapa del ataúd de su extinto reinado fueron martilleados unos pocos meses después: Albert Anastasia, el último aliado poderoso de Luciano en la Cosa Nostra, fue tiroteado mientras se sentaba en el sillón de la barbería de su hotel.

El asesinato de Anastasia no fue muy lamentado por los otros jefes de la Cosa Nostra, tal como había previsto el hombre que había ordenado su ejecución, el que ahora se convertía en su sucesor: Carlo Gambino. El mismo a quien Anastasia había abofeteado años atrás. El cambio de guardia se había completado. Luciano había perdido la jefatura de su organización y también al único aliado que podría haberle ayudado a recuperarla.

– El canto del cisne

Luciano no se hizo ilusiones. Casi cualquier rastro de su antiguo poder se acababa de esfumar para siempre. Sabía muy bien que ya no tendría oportunidad de recuperarlo. De camino a cumplir los sesenta años, también se había desengañado ante la evidente imposibilidad de que pudiera regresar alguna vez a los Estados Unidos. Aún le quedaban sus amigos: Frank Costello y Meyer Lansky, que no lo abandonaron.

No podrían ya retomar el control de la “familia”, pero sí podían conspirar para intentar una venganza contra Vito Genovese. La idea de una venganza violenta resultaba inviable; ya no tenían armas con las que meterse en una guerra y mucho menos ahora que Carlo Gambino se había convertido en un poderoso aliado de Genovese.

Pero al menos podían soñar con aprovechar cualquier circunstancia favorable para contribuir a meter a don Vito en problemas. Y esa circunstancia no tardó en producirse.

Genovese, deseoso de ratificar el poder recién adquirido, organizó una cumbre de jefes mafiosos cerca de la pintoresca población de Apalachin. El encuentro tendría lugar en una mansión rural propiedad del gangster Joseph Barbara. Acudió una nutrida selección de grandes nombres de la Cosa Nostra. La reunión, sin embargo, tuvo un desarrollo inesperado.

Cuando un policía local vio una enorme cantidad de automóviles de lujo aparcados en torno a aquella casa de campo en una región donde tal escena era una rareza, sintió una lógica curiosidad. Varios agentes locales comenzaron a anotar las matrículas y una rápida comprobación telefónica les permitió averiguar que muchos de aquellos coches estaban registrados a nombre de conocidos mafiosos.

Se hallaban no ante una merienda campestre cualquiera, sino ante la probable escena de una conspiración criminal en curso. Tras solicitar el refuerzo de la policía estatal, se bloquearon las carreteras de salida y se procedió a efectuar una redada en la casa. El más completo caos se apoderó de la reunión cuando los mafiosos se supieron descubiertos. Se produjo una estampida entre los jefes presentes: algunos subieron a sus coches y condujeron tratando de escapar… hasta caer en el bloqueo policial.

Otros intentaron salir corriendo campo a través, forcejeando con sus carísimos trajes entre la vegetación, aunque para ser finalmente capturados. En total fueron detenidos más de cincuenta líderes mafiosos, entre ellos Joe Profaci, Joe Bonanno, Santo Trafficante, Carlo Gambino… la plana mayor. El propio Vito Genovese fue identificado por los agentes, aunque no detenido. La cumbre de Apalachin había terminado en el más absoluto desastre.

Las autoridades tenían ahora evidencia de los estrechos contactos entre todos aquellos mafiosos, así que la construcción de casos basados en la acusación de conspiración para cometer crímenes, que antes era un objetivo difícil, se volvió casi automática. Solo unos meses después de la redada de Apalachin, Vito Genovese fue acusado de conspiración para la importación y el tráfico de estupefacientes.

Como por arte de magia, apareció de la nada un camello portorriqueño de poca monta llamado Néstor Cantellops, que cumplía condena por tráfico de drogas y que ofreció un trato a las autoridades: su testimonio contra Genovese a cambio de la libertad. Cantellops proporcionó información de una calidad sorprendente, teniendo en cuenta que era un don nadie, así que se produjo el acuerdo.

A raíz del testimonio, Genovese fue condenado a quince años de cárcel: aunque siguió dirigiendo la “familia” desde su encierro, ya nunca saldría vivo de su celda y murió en prisión por causas naturales doce años después. ¿El trasfondo del asunto? Néstor Cantellops no había aparecido de la nada como todos pensaban.

Había sido comprado por Frank Costello y Meyer Lansky para que testificase en contra de Genovese. Ellos le proporcionaron la información necesaria para declarar ante las autoridades y meter a don Vito entre rejas. Así, Frank Costello había obtenido su venganza.

Igea Lissoni
Luciano con Igea Lissoni, la única mujer con que sentó cabeza.

Luciano asistió al encarcelamiento de Genovese con regocijo sin duda, pero consciente de que ya no era nadie, o casi nadie, en la Cosa Nostra estadounidense.

Desde Italia siguió participando en el tráfico de drogas e intentando expandir sus negocios, aunque las autoridades italianas comenzaron a ejercer una renovada presión sobre él, llegando a veces a ponerlo bajo arresto domiciliario.

Conforme pasaba el tiempo se daba cuenta de que no quería volver a la cárcel, así que tendría que moderar su participación en los negocios ilícitos.

Al saberse definitivamente confinado en Italia, Luciano había sentado cabeza junto a una mujer veinte años más joven que él, la bailarina de vodevil Igea Lissoni, a quien había conocido en 1948.

Según cuentan quienes le conocían, Igea fue la única mujer de quien Luciano estuvo de verdad enamorado durante toda su vida. Sin embargo fue diagnosticada de cáncer de mama y murió en 1958 a los treinta y siete años de edad. En aquel momento, gente del entorno del mafioso aseguraban que “Lucky” Luciano era un hombre “destrozado”.

Él mismo había empezado a sufrir problemas cardíacos… así que llegó el día en que empezó a preocuparse más por cómo sería recordado que por unos negocios que ya no le importaban y que prefería dejar atrás.

– La posteridad

Mientras había sido el líder del mundo del crimen, “Lucky” Luciano había intentado no repetir el error de Al Capone: dejarse arrastrar por la tentación de la fama. Una de los principales causas de que las autoridades estadounidenses se hubiesen empeñado en encarcelar a Capone había sido su descomunal popularidad, que lo había convertido en una figura reconocible a nivel mundial: el mítico “Scarface”, mientras aún reinaba en las calles, llegó ver cómo se rodaban películas inspiradas en él, y no solo en Hollywood, sino también en Europa.

Luciano había salido en la prensa, claro, pero incluso tratándose del criminal más famoso de la nación había evitado llamar la atención más de lo necesario. Sin embargo, ahora que ya no gobernaba la Cosa Nostra, que su novia había muerto y que era consciente de que también sus años se acortaban, empezó a desear que su historia fuese conocida por todo el mundo, porque se daba cuenta de que el difunto Capone era una leyenda per él, que en la realidad había tenido un papel todavía más importante, no ocupaba el mismo lugar en el imaginario popular.

Se puso en contacto con gente del negocio del cine, particularmente con el productor Martin Gosch, para conversar sobre la posibilidad de filmar una película biográfica. Anteriormente el mafioso había sido tentado en diversas ocasiones por Hollywood con el jugoso proyecto de un biopic que lo inmortalizara en pantalla y le confiriese una popularidad mundial semejante a la de Capone.

Pero sabiendo que accediendo a algo semejante podría enemistarse con los demás jefes mafiosos, había declinado las ofertas. Sin embargo, tras la muerte de Igea Lissoni ya no tenía nada que perder, así que ¿por qué no dejar una última marca en la Historia? En diversas conversaciones y entrevistas con Gosch, Luciano empezó a narrar sus recuerdos y su versión de los hechos de su vida. Mientras, desde América, los jefes de la Cosa Nostra discutían soliviantados sobre el posible alcance de las confidencias de Luciano.

No es que esperasen que el antiguo líder desvelase datos demasiado peliagudos sobre los negocios de la Mafia en los que, aunque a una escala menor, el propio Luciano seguía involucrado. Pero la idea de verlo confesarse ante un tipo de Hollywood que tomaba nota de todo y que llevaría todas aquellas confesiones a la gran pantalla, resultaba cuanto menos inquietante.

Así pues, el repentino giro de Luciano hacia el cine originó un considerable malestar en la cúpula de la Cosa Nostra. Pero eso a él, con sesenta y cuatro años de edad, poco le importaba ya. Su nombre era todo lo que iba a quedar detrás de sí, y quería asegurarse de que espectadores de todo el mundo se enterasen bien de quién había sido. Sin embargo, no llegaría a ver ese último proyecto hecho realidad.

El 26 de enero de 1962 Martin Gosch se había citado con “Lucky” Luciano en el aeropuerto de Nápoles. El productor americano bajó del avión y entró en las instalaciones del aeropuerto, donde vio a un Luciano desmejorado y más avejentado que nunca. Iba acompañado por un hombre, aunque solo después supo Gosch que aquel individuo era en realidad un policía italiano que tenía al antiguo rey del crimen bajo vigilancia.

De hecho, Luciano quiso evitar que el productor se sintiera incómodo y ocultó la identidad del agente, presentándolo como “un amigo” que lo había acompañado porque no se encontraba bien. Esto ultimo sí era verdad. Gosch se dio cuenta de que el legendario gangster parecía sentirse enfermo. Apenas conversaron de trivialidades durante dos o tres minutos antes de que Luciano entornase los ojos y pareciese etar ausente.

Luciano le agarró los brazos al productor, con la mirada perdida en el infinito. Preocupado, Gosch le preguntó: “¿Estás enfermo, Charlie? ¿Qué te ocurre?”. Luciano respondió simplemente: “Nada”. A continuación, se desplomó. Estaba sufriendo un ataque al corazón. Murió allí mismo, sobre el suelo de mármol del aeropuerto, antes de que llegase la asistencia médica.

Tres días más tarde un barroco carruaje negro, repleto de recargados adornos y tirado por ocho caballos también negros, atravesaba la ciudad de Nápoles. Conducía los restos de “Lucky” Luciano hacia su supuesto último descanso. Mientras tanto, su familia en Estados Unidos conseguía permiso legal para enterrarlo en Estados Unidos, así que al final su cuerpo fue trasladado a América.

Solo después de muerto pudo regresar a Nueva York, donde tuvo lugar un segundo y concurrido entierro en el cementerio de Queens. Allí, pronunció unas palabras de elogio Carlo Gambino, el mismo que se había aliado con Vito Genovese contra él. Gambino era ahora el hombre más poderoso de la Cosa Nostra y su panegírico era una mera formalidad diplomática.

Los restos de “Lucky” Luciano fueron depositados en un mausoleo privado de estética neoclásica, presidido por una única palabra: “Lucania”, su apellido original. Conforme se cerraba la cripta, un periodista pudo vislumbrar que en el interior había una figura dorada representando a algún santo. El reportero se acercó a Bartolo Lucania, el hermano de “Lucky, y le preguntó qué santo era aquél; “no sé nada sobre santos”, fue toda la respuesta que obtuvo.

mausoleo

– Epílogo

Tras su muerte, los periodistas empezaron a preguntarse por qué a Luciano se lo conocía como “Charlie Lucky” y no como “Lucky Charlie”, que sería el orden normal en inglés, donde el adjetivo suele ir delante del nombre. Teniendo en cuenta que se suponía que había ganado aquel apelativo de “afortunado” en la edad adulta, cuando había sobrevivido a un brutal atentado, resultaba extraña esa construcción verbal.

Pero quizá había que remontarse a principios del siglo XX, cuando el pequeño Salvatore Lucania intentaba hacerse entender en aquella inmensa, caótica y caleidoscópica mezcla de culturas e idiomas llamada Brooklyn, una ciudad dentro de otra ciudad, un hervidero de trabajadores que cada día recibía a nuevos inmigrantes procedentes de diversos rincones del mundo, especialmente desde Europa.

Determinado, expansivo, agresivo incluso, pero también inteligente y sociable, Salvatore empezó a relacionarse sin problemas con niños de cualquier procedencia: irlandeses, alemanes, polacos, rusos… él no era la clase de joven inmigrante que se refugiaba escondiéndose en un grupo de paisanos. Podía mezclarse con chavales de cualquier grupo étnico… solo que la mayoría de ellos era incapaz de pronunciar bien su nombre.

La palabra “Salvatore” era un galimatías para casi cualquiera que no fuese italiano o de origen latino. Aquello hizo que optase por terminar haciéndose llamar “Charlie”. Algo similar sucedía con su apellido, Lucania, que muchos de sus amigos y conocidos tampoco sabían cómo pronunciar: la mayor parte de ellos optaron por reducirlo a un escueto “Lucky”, que además sonaba bien. “Charlie Lucky”. Con el tiempo, el apodo adquiriría un significado propio.

Pero la suerte poco o nada tuvo que ver con su ascenso. Fue precisamente su capacidad para asimilar el espíritu de aquellas calles lo que desde su más tierna edad le permitió destacarse en ellas. Salvatore Lucania no necesitaba encerrarse en un ghetto dentro del ghetto. Eligió a sus compinches por su carácter o su inteligencia, no solamente por su procedencia étnica.

Sus mejores amigos desde la infancia hasta su muerte fueron un calabrés de quien solían burlarse los sicilianos y un judío ruso, aunque casi todos los matones italianos tenían por costumbre menospreciar a los judíos. Al Capone, que procedía de aquel mismo barrio De Brooklyn, también escogía a sus colaboradores por su valía y no por su apellido o por su nacionalidad. También fue uno de los factores decisivos de su éxito. Luciano siguió la misma senda.

En aquel enorme receptáculo de obreros, comerciantes de poca monta, criminales y aventureros, no tardó en buscarse la vida por sí mismo, rechazado por su padre a causa de sus tropiezos con la ley pero acogido por una Mafia cuyos líderes veían en aquel espabilado y resuelto jovenzuelo una útil herramienta.

Poco podían sospechar aquellos líderes mafiosos de la vieja generación que Luciano terminaría pasando por encima de ellos, apoderándose del trono y reconvirtiendo aquella Mafia reimplantada en Nueva York, aquella versión bastarda de una secta pueblerina de valores feudales, en un nuevo negocio marcado por nuevos valores.

Luciano murió en 1964, pero al menos hasta los años setenta, la Cosa Nostra remodelada por él tuvo un papel importante en el desarrollo de la sociedad estadounidense, hasta el punto de que a finales de los noventa la revista Time reconoció a Luciano como uno de los veinte personajes más influyentes de la nación durante el siglo XX.

Era un sonoro reconocimiento para un personaje siniestro, pero cuya influencia ya no se podía negar. Los tentáculos de la Cosa Nostra llegaron incluso a modificar el mapa, cuando uno de los protegidos de Luciano propició que emergiese toda una nueva gran ciudad, Las Vegas, donde antes había habido un pequeño pueblo.

El poder del que había gozado Luciano se multiplicó en manos de posteriores jefes como Carlo Gambino o Sam Giancana, nombres que veremos inmiscuidos en los más inesperados sucesos, mezclados con los más inesperados personajes de la política, la sociedad y la cultura de aquellos tiempos.

Más tarde, la enorme influencia de la Cosa Nostra se evaporó. Pero su rastro en el legado cultural norteamericano es más que notable: cuando vemos The Godfather vemos en buena parte la historia de Charles “Lucky” Luciano. Incluso en The Sopranos contemplamos el tipo de organización que él creó, tal y como él la remodeló.

Charlie “Lucky” Luciano era un criminal, pero su huella en el siglo XX es imborrable. Personificó el alcance de la corrupción en un sistema al que él mismo —como Capone— consideraba accesible por lo corrupto, y pensó que su talento, el mismo que había empleado para ascender en el mundo de los bajos fondos, le hubiese servido para prosperar en otros ámbitos.

Quién sabe cómo hubiese sido el Luciano político o el Luciano magnate de negocios legales… incluso cabe preguntarse si hubiese sido muy distinto. En cierta ocasión un periodista le preguntó qué hubiese hecho de tener oportunidad de volver a vivir su vida desde el principio. Su respuesta habla por sí sola:

“De volver a vivir, lo haría por lo legal. Aprendí demasiado tarde que necesitas exactamente el mismo cerebro para ganar un millón con el crimen que para ganar un millón honradamente. En estos días, te postulas para un puesto y obtienes una licencia con la que robarle al público. Si pudiera vivir de nuevo, me aseguraría de conseguir esa licencia antes que ninguna otra cosa”.

Luciano 2

nuestras charlas nocturnas.

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