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Una historia de la sexualidad …


Le biopouvoir à l'épreuve de la vie | Le Devoir

JotDown(J.Serralvo) — Michel Foucaultenfant terrible de la filosofía francesa, suicida malogrado, profesor universitario, presunto apolítico, posible militante de izquierdas parapetado de gaullista, maoísta a ratos, jamás trotskista, homosexual, activo, pasivo, otra vez: pasivo, visitante asiduo de los garitos sadomasoquistas y las saunas de ambiente de Nueva York y San Francisco, diplomático y escritor en ciernes, drogadicto esporádico, defensor de los derechos humanos, del LSD y de la revuelta sindicalista polaca de 1981, pensador contumaz, arqueólogo de las estructuras de Poder, con mayúscula, víctima temprana de los excesos del racionalismo, de la alopecia y de la pandemia del sida, enemigo intelectual de Jean-Paul Sartre, estudiante de budismo zen y lanza-adoquines apócrifo en Mayo del 68, entre otras muchas cosas, es el autor de una interesante trilogía titulada Historia de la sexualidad. De ella —i. e. de la trilogía— voy a hablarles en este artículo.

Antes, permítanme una advertencia. O mejor, dos. La primera, que al decir que Foucault era un arqueólogo de las estructuras de Poder, con mayúscula, estaba siendo demasiado cauteloso. O poético. En realidad, Foucault estaba obsesionado con el Poder. No pensaba en otra cosa. Hablase de psiquiatría o de derecho penal, de cárceles o de Las Meninas, todos sus análisis partían de, fluían hacia y desembocaban en el Poder.

Más de un académico, con James Miller, uno de sus biógrafos, a la cabeza, ha llegado a insinuar que lo único que incitaba a Foucault a pasarse sus giras por Estados Unidos visitando garitos sadomasoquistas era su deseo de convertir las relaciones de poder —esta vez con minúscula— en una fuente de placer. (Sin comentarios. Ni juicios de valor, por supuesto).

La segunda advertencia es que, pese al título grandilocuente —después de todo, por más que fuese un enfant terrible, Foucault nunca dejó de ser al mismo tiempo un enfant de la Patrie—, Historia de la sexualidad, pese a sus ca. setecientas páginas, no es más que un prolegómeno en el análisis de este tema. Aquí les dejo un puñado de razones: (i) Foucault solo llegó a publicar tres de los seis volúmenes que había previsto, por lo que el grueso de la obra apenas pasa de los hábitos sexuales de griegos y romanos; (ii) su campo de estudio se circunscribe a Occidente, ignorando casi por completo el resto del mundo —recordemos una vez más que Foucault era francés: ah, la Grande Patrie!—; y (iii) Foucault afirma que la historia de la sexualidad se articula en torno a dos grandes rupturas, una en el siglo XVII, cuando nacen las grandes prohibiciones, y una en el siglo XX, cuando se aflojan los mecanismos de represión.

Como saben todos los lectores de Jot Down, a día de hoy, al menos en Occidente, habría que incluir una tercera ruptura, auspiciada por el auge del porno. Pero, como diría Michael Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión. Ahora, vayamos a lo importante.

  • La voluntad del saber

Foucault comienza su obra aludiendo a la represión sexual que, según los discursos más extendidos, habría sido puesta en marcha a lo largo del siglo XVII, coincidiendo con el nacimiento de una sociedad burguesa capitalista. Se trataría, como es bien sabido, de una época de interdicciones, de cerrazón amatoria, de sexo exclusivamente reproductivo, de ausencia de placer, de mojigatería, de puritanismo extremo. El tema que nos incumbe, el sexo, se habría convertido, o así nos lo han querido vender, en poco menos que un tabú.

Ojo: así nos lo han querido vender los otros. Para Foucault, en cambio, esta hipótesis represiva, oh, là, là, no es más que una técnica de poder. Casi que una quimera. En realidad, la supuesta sociedad mojigata y burguesa que nace a finales del XVII «habla con prolijidad de su propio silencio, se encarniza en detallar lo que no dice».

Tras poner de manifiesto cómo la supuesta reserva en torno al sexo no es, en cierta medida, más que el fruto de una hipocresía generalizada, Foucault enumera una serie de instancias en las que no se hace otra cosa más que hablar de este tema. Como era de esperar, se apunta en primer lugar a la Pastoral cristiana.

Historia de la sexualidad timeline | Timetoast timelines

Por medio de la confesión, los sacerdotes quieren saberlo todo sobre el sexo. T-o-d-o. No solo lo que se ha hecho, sino también, y sobre todo, lo que se ha mirado, lo que se ha dicho, lo que se ha pensado. (Nada extraño, por otra parte. Tengan en cuenta que, a falta de Internet, el confesionario era probablemente una forma excelente de paliar la incurable curiosidad humana).

En un exceso de celo, la Iglesia establecerá con quién se puede tener relaciones legítimas —i. e. el cónyuge—, cuándo —i. e. tras el matrimonio—, con qué fines —i. e. la procreación— e incluso de qué formas —i. e. nada de posturitas exóticas, ni de juguetitos, ni de desvestirse completamente durante el coito.

Desde luego, la Pastoral cristiana no va a ser la única que se enzarce en esta proliferación de discursos sexuales. En primer lugar, le va a hacer compañía el monarca y la clase gobernante quienes, por primera vez en la historia, no la de la sexualidad, sino de la otra, la normal, la de Tucídides, la hegeliana, van a interesarse por los encuentros carnales del vulgo.

Es la época de las preocupaciones demográficas, de la medición de las tasas de natalidad y mortalidad, y de las catastróficas inquietudes de Malthus, un pastor anglicano que, al más puro estilo Nostradamus, «predijo» que más de cien millones de británicos morirían de hambre como consecuencia del desajuste entre el crecimiento poblacional —que aumentaba en progresión geométrica— y el crecimiento de la producción alimenticia —que lo hacía únicamente en progresión aritmética—.

También es la época en la que las diferentes ramas del poder estatal, y muy en especial la rama judicial, se lanzan a la persecución de los pervertidos. Ahora más que nunca, los depravados, los corrompidos, los viciosos, tendrán que afrontrar el ostracismo social, la tipificación de sus conductas y, a veces, el internamiento en centros especiales o incluso la cárcel.

Por último, pero no menos importante, Foucault nos habla de la proliferación de los discursos médicos sobre la sexualidad. Al igual que en otros ámbitos, el creciente interés por los aspectos medico-científicos del placer vino acompañado de un engañoso recelo a discutir tales temas. Un ejemplo paradigmático es el de Auguste Tardieu, quien en su Estudio médico-forense sobre los atentados a la moral habría escrito lo siguiente:

La sombra que envuelve esos hechos, la vergüenza y la repugnancia que inspiran, alejaron siempre la mirada de los observadores… Mucho tiempo he dudado en hacer entrar en este estudio el cuadro nauseabundo.

Tardieu, como la Pastoral cristiana, como los jueces y legisladores, como los gobernantes, no desaprovecha ocasión alguna para hablar de eso que se supone oculto, embozado en el ámbito de lo secreto, de lo privado, de lo prohibido. El caso de los médicos es especialmente preocupante. A lo largo del siglo XIX no habrá enfermedad alguna a la que no se le suponga una etiología/causa al menos parcialmente sexual. Si se tiene tisis, o tuberculosis, o un resfriado, es porque se están usando los genitales para actos indebidos. (Ole, precisamente, los cojones de los médicos).

En resumen, Foucault insinúa —sin recurrir a esta comparación— que entre los siglos XVII y XIX nos convertimos poco menos que unos voyeurs no del acto sexual, sino de la sexualidad en sí misma:

Taller de Lucas Cranach (el viejo), Adán y Eva | Museo Nacional de Bellas  Artes de Cuba
Adán y Eva con los genitales ocultos tras hojitas, Lucas Cranach El Viejo

Inventamos un placer diferente: placer en la verdad del placer, placer en saberla, en exponerla, en descubrirla, en fascinarse al verla, al decirla, al cautivar y capturar a los otros con ella, al confiarla secretamente, al desenmascararla con astucia; placer específico en el discurso verdadero sobre el placer.

Personalmente, hay dos ideas en las que coincido plenamente con Foucault y una en la que estoy en total desacuerdo. Empecemos por donde no hay fricción. Lo primero en lo que uno no tiene más remedio que darle la razón al filósofo francés es en relación con el hecho de que vivimos en una «monarquía del sexo»:

Occidente ha logrado (…) hacernos pasar casi por entero —nosotros, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestra individualidad, nuestra historia— bajo el signo de una lógica de la concupiscencia y el deseo (…) El sexo, razón de todo. Esto es innegable, ¿no? Y quien diga lo contrario, miente.

Lo que dudo mucho es de que hagan falta ciento cincuenta páginas para transmitir un mensaje tan simple. En mi humilde opinión, esto puede hacerse en un par de frases. Sirva como ejemplo la concisión de David Lynch en la mítica serie de televisión Twin Peaks.

A mediados de la primera temporada, Cooper, un agente del FBI encargado de investigar el asesinato de Laura Palmer, somete al doctor Jacoby (el terapeuta de Laura) a un interrogatorio.

Cuando Cooper le pregunta al doctor Jacoby si Laura tenía problemas, este le responde que sí. Y cuando le pregunta si los problemas de Laura eran de naturaleza sexual, el doctor Jacoby suelta la mayor verdad de toda la serie: «Agente Cooper», le dice, «los problemas de toda nuestra sociedad son de naturaleza sexual». Esto es, chispa más o menos, digo yo, no sé, espero, lo mismo a que se refiere Foucault cuando habla de la «monarquía del sexo».

La segunda conclusión irrefutable es que en nuestro entorno cultural, y parece que también en el de los siglos XVII en adelante, el sexo hace las veces de sanctasanctórum de la existencia. O sea, que no es solo aquello que nos define e individualiza, sino también aquello a lo que, excepciones al margen, otorgamos un mayor valor, ya sea gozando con su realización o sufriendo con sus carencias. Foucault escribe lo siguiente:

El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de la sexualidad es, de ahora en adelante, este: intercambiar la vida toda entera por el sexo mismo, por la verdad y la soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte. Cuando Occidente, hace ya mucho, descubrió el amor, le acordó suficiente precio como para tornar aceptable la muerte; hoy, el sexo aspira a esa equivalencia, la más elevada de todas.

10 curiosidades sobre la sexualidad de los antiguos romanos

Dejando de lado que, en ciertos casos, amor y sexo pueden no ser más que dos caras de una misma moneda, resulta igual de difícil oponerse a la idea que subyace a estas líneas. Indudablemente, el sexo ocupa un lugar primordial en nuestras vidas. Consciente o inconscientemente, por él estamos dispuestos a hacer (casi) cualquier cosa, incluso pasarnos la castidad por el forro de la sotana.

Más de un comentarista cínico ha ejemplificado este supuesto binomio sexo/muerte, o sexo/sacrificio, aludiendo a la propia biografía de Foucault, quien precisamente murió de sida, enfermedad que probablemente contrajo en sus escarceos sexuales en los clubs sadomasoquistas de San Francisco.

Una estupenda novela, no lo digo yo, aunque también, sino la revista Time, que parodia con maestría esta obsesión por el placer, es La broma infinita, del norteamericano David Foster Wallace. Parte de la compleja trama gira en torno a una película tan adictiva, tan grata y placentera, que las personas que la visualizan no logran despegar los ojos de la pantalla.

Se olvidan de comer, de dormir, de beber. Al final, sucumben a su propia muerte, víctimas de este placer sin freno. Wallace explora así no solo los peligros del placer—sexual u otro—, sino la forma en que sus excesos anulan la voluntad y la capacidad de raciocinio.

A los personajes que tienen la mala suerte de ver una parte de esta película ya no les queda otra alternativa que seguir mirándola hasta la muerte. Dejar de comer, de dormir y de beber no son el producto de una elección, sino la consecuencia ineludible —e irreversible— de haber dado primacía al placer por encima de todas las cosas.

En estos dos aspectos, el de que el sexo es a la vez nuestra identidad y nuestro mayor interés/condicionante, resulta difícil oponerse a Foucault. Sin embargo, sus argumentos son bastante menos convincentes cuando insinúa, con la ambigüedad propia del académico que desea cubrirse las espaldas, que la proliferación de discursos sobre la sexualidad —i. e. el hecho de que se hable MUCHÍSIMO sobre el sexo— desmiente en lo más mínimo la existencia de esa época de interdicciones, de cerrazón amatoria, de sexo exclusivamente reproductivo, de ausencia de placer, de mojigatería, de puritanismo extremo.

Mal que nos pese, lo cierto es que esos discursos polimorfos y diversos, sobre todo los que venían revestidos de un falso prestigio científico, no hicieron más que marginalizar aún más las sexualidades disconformes. Y aquí ha de entenderse por disconforme todo lo que no sea meter el pene del hombre en la vagina de la mujer para tener un bebé.

Déjenme darles un par de ejemplos que, a mi modo de ver, son mucho más relevantes que las referencias de Foucault, quien, en mi opinión, se centra mucho en la cantidad de discursos, pero no lo suficiente en su (falta de) calidad.

2 Picasso Dos desnudos y un gato
Dos desnudos y un gato, Pablo Picasso / Museo Picasso, Barcelona.

Veamos primero a Freud. En sus Tres ensayos sobre teoría sexual, Freud enumera una serie de perversiones: homosexualidad, zoofilia, fetichismo, sadomasoquismo, etc. ¿Saben qué más incluye Freud entre su lista de perversiones? El sexo oral. Solo se libran, de chiripa, los besos: «El empleo de la boca como órgano sexual», escribe el austríaco/checo, «se considera una perversión cuando los labios o la lengua de una persona entran en contacto con los genitales de la otra, y no, en cambio, cuando ambas mucosas labiales tocan una con otra».

Pese a que Freud explica que, a su modo de ver, el término «perversión» no tiene un carácter peyorativo, sino patológico, lo cierto es que todas estas conductas sexuales —lo repito una vez más: básicamente cualquier cosa distinta a meter el pene del hombre en la vagina de la mujer para tener un bebé— se consideran reprobables.

Tanto es así, que el primero de los tres ensayos se titula «Las aberraciones sexuales». (En alemán, Freud utiliza el sustantivo Abirrungen, que en este contexto equivale a desvío o descarrío moral. Quien ingenuamente crea que el uso de estos vocablos no indispone el juicio inconsciente de cualquier lector, por más que el autor se escude en que son términos «no peyorativos», no tiene más que echar un vistazo a los estudios de Berger y Luckmann sobre los efectos constitutivos del lenguaje, o, por qué no, a los estudios del propio Foucault).

¡No se alarmen! El hecho de que ser gay o hacer una mamadita constituyesen antaño una indecencia no era, en sí mismo, un motivo para caer en la desesperación. Afortunadamente, Freud nos tranquiliza con la siguiente noticia: «la inversión puede ser suprimida por sugestión hipnótica».

O sea, que si es usted de los que suscriben la apología del sexo oral de Josep Lapidario, ha de saber que a principios del siglo XX podrían haberle considerado un depravado, un sujeto digno de estudio clínico. Y si hubiese chupado, o le hubiesen chupado a usted, qué más da, y todavía peor si le gustó chupar o que le chupasen, más le hubiese valido mantenerlo en secreto.

Claro que las cosas le habrían ido mucho peor si lo que le pone es montárselo con personas de su mismo sexo y tiene usted la mala suerte de ir a buscar ayuda a la consulta del doctor Gregorio Marañón, quien por cierto era un misógino de mucho cuidado. Vean lo que escribió en 1930 en La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales (les adelanto que la primera vez que me topé con esta referencia me quedé tan boquiabierto, tan incapaz de aceptar que alguien tras cuyo nombre se bautizan hospitales y otros rincones del callejero madrileño hubiese escrito, y peor aún: hecho, cosas tan aterradoras, que no descansé hasta que verifiqué la cita en una primera edición de este monumento al despropósito humano):

En otro lugar he dicho que «cada cual, en este mundo, no ama lo que quiere, sino lo que puede». El papel de la sociedad, por lo tanto, frente al problema de la homosexualidad, es estudiar los orígenes profundos de la inversión del instinto para tratar de rectificarlos. En modo alguno castigar al homosexual: siempre que no sea escandaloso (…)

Varios autores han tratado de combatir la homosexualidad, sustituyendo los testículos del invertido por otros de hombre sano, o por el injerto de testículos de mono en el paciente, según la técnica de Voronoff, con resultados favorables, aunque todavía no exentos de crítica (…)

En dos homosexuales, de mi práctica reciente, he sugerido la realización de un injerto, según Voronoff, realizado por mi colaborador el Dr. Ferrero. En el primero, homosexual típico, con proporciones eunucoides, la tendencia irresistible de su libido hacia el hombre se modificó completamente después de la operación y se mantenía normal a los seis meses.

En el otro se trataba de una homosexualidad también indudable con signos esqueléticos eunucoides y rasgos de feminidad orgánica hemilaterales. A los tres meses de la operación su libido había aumentado, pero en el mismo sentido homosexual.

(De nuevo: sin comentarios. Solo que, esta vez, con juicio de valor agazapado a mi silencio).

Rubia Odalisca (L'Odalisca Blonde)
Odalisca Rubia, François Boucher

En fin, espero que empiecen Ustedes a entender por qué estoy en desacuerdo con la ambigüedad de Foucault. Sin duda, entre los siglos XVII y XX se habló mucho, ¡muchísimo!, de sexo. Pero la mayor parte de las cosas que se dijeron fueron inmensas tonterías. De modo que insinuar que la proliferación de discursos sobre esta temática invalida en lo más mínimo la existencia de un clima represivo es, se mire por donde se mire, totalmente inaceptable.

Inicialmente, el plan de Foucault era continuar la introducción del primer volumen de su obra por un estudio de la sexualidad en la Pastoral cristiana. Sin embargo, acabó cambiando de idea y decidió que la mejor forma de sostener su tesis acerca de la proliferación de los discursos sexuales a partir del XVII era comenzar analizando las costumbres de la tradición grecorromana. Primero, como veremos en el próximo artículo, vinieron los griegos. ¡Eureka!

¿Qué puedo contarles yo de los antiguos griegos que ustedes no sepan? Seguro que ya han escuchado más de una vez que los griegos se comportaban como unos auténticos pervertidos, en el más puro sentido freudiano del término. Pues bien, veamos qué hay de cierto en esto.

5 - Copa griega del siglo V a.C. representando dos amantes durante el coito
Copa griega del siglo V a. C. – Museo Nacional, Tarquinia.

Lo primero que Foucault nos dice es que los griegos eran, en lo referente a la moral sexual, mucho más majetes que los cristianos. (Si tienen quejas a este respecto, por favor no me las endiñen a mí al final del artículo: diríjanselas directamente a monsieur Daniel Defert, compañero y legatario de Foucault). Según Foucault, el cristianismo habría asociado el acto sexual «con el mal, el pecado, la caída, la muerte, mientras que la Antigüedad lo habría dotado de significaciones positivas».

Para los griegos, los desajustes respecto a la moral sexual estándar no se consideraban, en sí mismos, un problema. En general, la conducta sexual no solía ser, contrariamente a lo que ocurre desde hace siglos en el Occidente cristiano, objeto ni de escándalos ni de disgustos.

Desde luego, ayudó mucho el hecho de que en la antigua Grecia, salvo un par de pitonisas aspirando gases tóxicos entre las grietas de la montaña, no existía una casta sacerdotal preocupada por adoctrinar a sus creyentes acerca de lo que «estaba permitido o prohibido, o era normal o anormal».

En mi opinión, aunque Foucault no lo mencione, también tuvo que ayudar bastante el hecho de que los propios dioses griegos fuesen acreedores de unas costumbres de lo más disolutas. Piensen ustedes en la cantidad de ocasiones en que Zeus, el mandamás del Olimpo, se saltó a la torera la fidelidad conyugal —a veces literalmente, como cuando se transformó en toro blanco para raptar a la hermosa Europa—.

Además, como nos recuerda Foucault constantemente, la moral sexual de la época, cuyas reglas eran normalmente enunciadas por los filósofos, solo tenía como objetivo establecer la conducta del «hombre ideal». No constreñía a todo el mundo. No era, como en el cristianismo, una norma general de conducta que todos debían seguir.

Y, ciertamente, no había un Dios dentro de la cabeza de los griegos asegurándose de que sus pensamientos eran puros en todo momento, ni un cura en el confesionario esperando a que fuese usted a contarle qué pensamientos impuros había albergado, con qué frecuencia y dónde andaba su mano diestra —o zurda, según el caso— mientras los susodichos pensamientos fluían por su imaginación.

Una vez aclarado que la moral sexual cristiana no ha de servirnos como referencia para entender la (in)trascendencia de la moral sexual griega, toca responder a la siguiente pregunta: ¿en qué consistía esta última?

Básicamente, el precepto primordial era que un ciudadano adulto y libre, o sea, alguien que no era ni mujer, ni niño, ni adolescente, ni esclavo, podía hacer poco más o menos lo que le viniese en gana. Solo había dos cositas que no estaban muy bien vistas: el exceso y la pasividad.

El problema en relación al exceso es bastante singular. Para los griegos, los placeres más elevados eran aquellos vinculados a la vista y al oído, porque eran precisamente los que diferenciaban a los seres humanos de los animales.

Breve historia de la sexualidad (y II) - CEPTECO - Centro Psicológico de  Terapia de Conducta - León

Todo lo que implicase una satisfacción personal a través de la estimulación corporal, o bien a través de un roce con la garganta —i. e. comida y bebida—, era considerado de carácter inferior. Entre otras cosas, porque la búsqueda de esta clase de placeres coartaba la libertad del individuo. 

Diógenes decía que los esclavos servían a sus dueños, mientras que los inmorales hacían lo propio con sus deseos. Además de eso, como señala Platón (en una explicación que es digna del mismísimo Don Gregorio), había también razones médicas que apuntalaban la inmoralidad de los excesos:

La lujuria debe tomarse como efecto de una enfermedad del cuerpo (…) el esperma, en lugar de seguir encerrado en la médula y en su armadura ósea, se habría desbordado y puesto a fluir por todo el cuerpo.

Viendo el currículum vítae de Zeus, la bisexualidad de Dionisio o las infidelidades de Afrodita —quien, pese a estar casada con el pobrecito de Hefesto, no dudaba en alternar en su lecho al hermoso Adonis y al aguerrido Ares—, es más que legítimo dudar acerca de la importancia de la templanza en la moral sexual griega.

En todo caso, puedo asegurarles que si el grado de constreñimiento de la moral sexual cristiana se aplicase al panteón griego, al menos el 80 % de los dioses olímpicos no vivirían en el Olimpo, sino en el Hades —i. e. el infierno.

El segundo tabú de la moral griega era ser pasivo. Probablemente más que ninguna otra cultura, los griegos concebían las relaciones sexuales como una prolongación de las relaciones sociales. De modo que:

Así como, en la casa, es el hombre el que manda; así como, en la ciudad, no está ni en los esclavos ni en los niños ni en las mujeres ejercer el poder, sino en los hombres y solo en ellos, igualmente cada quien debe hacer valer sobre sí mismo sus cualidades de hombre [en la cama] (…) Ser activo, en relación con quien por naturaleza es pasivo y debe seguir siéndolo.

Tanto fanatismo existía en relación con el tema de la pasividad sexual que si un hombre libre permitía que otro individuo le penetrase quedaba inmediatamente incapacitado para el ejercicio de funciones públicas. «Cuando en el juego de las relaciones de placer se desempeña el papel del dominado, no es válido ocupar el lugar del dominante en el juego de la actividad cívica y política».

En realidad, lo que de verdad molestaba a los griegos era que alguien se saliese del rol que tenía asignado. Esa era la razón por la que el lesbianismo estaba tan mal visto en Grecia. Se asumía que si dos mujeres llegaban a mantener relaciones —algo que seguramente ni siquiera llegó a ocurrir en el caso de la poetisa Safo de Mitilene, quien probablemente se limitó a un desahogo lírico de sus amoríos homosexuales— una de ellas tenía que ejercer el papel activo, penetrar a la otra de alguna forma, dominarla.

Y esto, como ya habrán imaginado, estaba muy pero que muy mal visto. Como contraargumento a tanto sinsentido, ustedes podrían aducir que una mujer puede acostarse con otra mujer sin que ninguna de las dos recurra a la penetración. Y lo mismo con respecto a dos hombres. Otra posibilidad sería que ambos se penetren por turnos. Pero lo cierto es que, como apunta Jesse Bering en Perv, la idea de la versatilidad —tanto práctica como teórica— en el interior de las parejas homosexuales es bastante reciente.

6- Louvre - Copa siglo V a.C. Erasta besando a eronomo
Copa griega del siglo V a. C. – Museo del Louvre.

Antes de pasar a los romanos, hay que dedicarle unas líneas al tema de las relaciones con los «muchachos» (no intento escudarme en eufemismos, es la palabra que emplea Foucault: l’amour des garçons).

Para los griegos, por aberrante que nos parezca, la relación entre un hombre y un muchacho constituía el vínculo más puro y perfecto. El adulto, el erasta («amante»), no solo persigue al muchacho, el erómeno («amado»), con ardor e insistencia, sino que, si consigue llamar su atención, le colma de regalos y le instruye en los quehaceres de la ciudadanía. A cambio, el erasta adquiere derechos (sexuales) sobre el erómeno.

En la Grecia del siglo IV a. C. uno no se casaba por amor. Las uniones entre un hombre y una mujer perseguían intereses políticos y económicos. Se trataba, ante todo, de asegurar la correcta perpetuación de las élites. En este sentido, el marido no tenía demasiadas obligaciones para con su esposa.

Como hemos adelantado, podía acostarse con quien quisiese. La única prohibición verdaderamente vinculante era la de seducir a otra mujer casada. Y lamento tener que informarles de que esta restricción no pretendía salvaguardar el honor de la mujer casada, sino el del esposo de esta, al que se le consideraba su dueño.

Con esto último en mente, es un poco más fácil entender (ojo: he dicho entender, no justificar) la pasión que los griegos sentían por los muchachos. Resumiendo mucho la cuestión, puede afirmarse que la relación entre un hombre y su esposa siempre tenía un componente sexual, pero no era necesario —aunque ocurriese a menudo— que tuviese también un componente erótico; por el contrario, las relaciones entre un erasta y un erómeno eran siempre de carácter erótico, con lo que esto implica.

Por no dejar la imagen de los griegos tan por los suelos, me permito aclararles que, pese a su fama, no eran un pueblo de pederastas, sino de efebófilos. Es decir, que no practicaban sexo con niños —lo cual estaba prohibido por ley—, sino con adolescentes.

Breve historia de la sexualidad (I) - CEPTECO - Centro Psicológico de  Terapia de Conducta - León

En concreto, los griegos se interesaban por los muchachos durante el breve período que media entre el umbral de la pubertad y «las primeras muestras de barba». Mantener esta relación después de la adolescencia, o sea, cuando el muchacho se convertía, a su vez, en un hombre libre, era considerado inadecuado tanto para el erasta como para el erómeno.

En todo caso, como lo indica Foucault, los adultos no ejercían sobre los muchachos ningún poder estatutario. El erómeno era «libre de hacer su elección, de aceptar o rechazar, de preferir o de decidir». No cabe duda de que, en este contexto, hablar de «elección» resulta cuando menos sospechoso.

Aunque tampoco seré yo quien ponga en duda que, tal vez, un adolescente griego de entre catorce y dieciséis años tenía más margen de maniobra que una joven colona británica en el siglo XVI: quizás se sorprendan ustedes si les digo que, por aquel entonces, en los asentamientos ingleses de Norteamérica la edad de «consentimiento» de las niñas era de tan solo diez añitos.

Para concluir, quédense con esta idea: los griegos no eran unos santos: se burlaban de la igualdad de la mujer, se acostaban con adolescentes y usaban a los esclavos como si fuesen muñecas hinchables. Lo que hacía que los griegos fuesen distintos a los cristianos no era que su moral sexual fuese mejor, sino sencillamente que no estaba vinculada a la idea del mal.

Voy a darles un último ejemplo: los griegos creían que los excesos de placer —i. e. la falta de templanza de la que hablábamos antes— eran perjudiciales para los ojos y la espalda, «que son alcanzados de manera destacada, ya sea porque contribuyen al acto más que los demás órganos o porque el exceso de calor produce en ellos una licuefacción».

Pues bien, esto no es muy diferente de lo que me decía mi abuela cuando pensaba que cometía actos impuros con mi propio cuerpo: «Niño, no te toques que te vas a quedar ciego», «Niño, no te toques que se te derrite el cerebro». Cuando un día me senté junto a mi abuela, que nació a comienzos de la Segunda República, y le pregunté de dónde se había sacado aquellas ideas, me dijo que las contaba un cura de Jerez cuando ella era joven. (Esta anécdota es real).

Como ven, a la hora de decir tonterías los griegos y los cristianos no siempre son tan diferentes: ojos/espalda v. ojos/cerebro. Y, por su puesto, nadie lo pone en duda, Dios me valga, en algunas cosas los griegos eran mucho peor que los cristianos. Lo que realmente les diferencia es que, en el caso de los griegos, uno se daba un masaje de espalda después del coito y se quedaba tan pancho. En el caso de los cristianos, en cambio, uno primero se queda ciego y luego va al Infierno por ello. Encima de cabrón, apaleado.

7 - Hippolyte FLANDRIN, Muchacho sentado junto al mar
Muchacho desnudo junto al mar de Hippolyte Flandrin. – Museo del Louvre.
  • La inquietud de sí

En el tercer tomo de su trilogía, Foucault se centra en las prácticas sexuales de los romanos. Específicamente, en torno a los siglos I y II de nuestra era. Primero voy a exponerles lo que no cambió respecto a los griegos del siglo IV a. C., y luego aquello que cambió radicalmente.

Lo que no cambió es que los romanos seguían usando a los esclavos como muñecas hinchables, se masturbaban con total tranquilidad y podían tener relaciones sexuales con otros hombres. Ser el polo pasivo de una pareja de varones homosexuales seguía viéndose como algo despectivo, pero sin melodramas. Tampoco cambió la «repulsión» hacia «las relaciones entre mujeres y, sobre todo, [hacia la] usurpación por una de ellas del papel masculino».

Si entre la época griega y la romana hay una mudanza en las costumbres que, a nuestros efectos, merece ser analizada, es sin duda la de la nueva importancia concedida al matrimonio. Como ya apuntamos, para los griegos la unión entre un hombre y una mujer cumplía, ante todo, una finalidad político-económica. Dicha unión se circunscribía claramente a la esfera de lo privado y solo afectaba, en esencia, a las familias de los cónyuges.

En Roma, por el contrario, el matrimonio fue convirtiéndose poco a poco en una institución cívica. «Ya sea por medio de un funcionario o de un sacerdote, es siempre la ciudad entera la que sanciona el matrimonio». Como consecuencia, la conducta de los esposos comienza a ser fiscalizada a través de mecanismos públicos. Un ejemplo es la ley de adulteriis, que permite condenar por adulterio a la mujer casada que se acuesta con un hombre (casado o no) y al hombre casado que se acuesta con una mujer casada.

En términos morales, tal y como subraya Foucault, esta ley no supone un cambio respecto a las costumbres helenas: las esposas griegas tampoco podían tener relaciones sexuales con nadie, mientras que los esposos podían acostarse con quien quisiesen, excepto con la mujer de otro hombre (pues se consideraba una afrenta hacia este último).

Por lo tanto, lo interesante de la ley de adulteriis no es la regla que establece, sino la sanción que prescribe. En el siglo V a. C. el asunto se habría resuelto en el seno de la familia, intramuros. Ahora se dirime por un juez, de forma oficial y de acuerdo con una serie de formalidades administrativas que conciernen a todos los ciudadanos.

8 - Dos hombres y una mujer haciendo el amor, termas de Pompeya, ca. 79 a.C (1)
Fresco romano en un prostíbulo de Pompeya.

Poco a poco, empezó a ocurrir lo impensable: se formalizaron parejas por el mutuo acuerdo de un hombre y una mujer, sin previo consentimiento del padre de esta. Así, el matrimonio fue convirtiéndose en una institución más libre y, por consiguiente, más igualitaria.

Mientras que un contrato matrimonial del siglo V a. C. hubiese exigido al marido, a lo sumo, que mantuviese a la concubina fuera de casa, que no le pegase a la esposa o que no tuviese hijos bastardos, en el siglo II d. C. era corriente encontrar cláusulas que especificasen «la prohibición de tener una amante, o un querido, o de poseer otra casa».

Curiosamente, los pensadores de esta época dedicaron una inmensa cantidad de energía a teorizar sobre las ventajas e inconvenientes del matrimonio. No pude evitar una sonrisa cuando llegué a la parte en la que Foucault explica que los epicúreos y los cínicos eran contrarios a esta institución, mientras que los estoicos se mostraban más bien favorables. Me recordó a una vieja viñeta de The New Yorker —políticamente incorrecta.

En fin, el caso es que en el siglo II de nuestra era, el nuevo rango concedido al vínculo matrimonial cambiará para siempre los contornos de la moral sexual. Dos prácticas se verán especialmente afectadas. La primera es la del sexo con los muchachos. Aunque no desaparece, los romanos lo verán cada vez con mayor suspicacia. En Los amores, un texto atribuido a Luciano, el protagonista, un tal Teomnesto, se cuestiona sobre qué amor es más valioso: el de las mujeres o el de los jóvenes. (Teomnesto admite sufrir de ambos).

La conclusión del autor, efebófilo convencido, es que el vínculo que une a un hombre y un muchacho es el más puro de todos. Sin embargo, la obra no deja de reflejar el aumento de la problematización moral de este asunto, tendencia que, en pocos siglos, acabará censurando por completo esta vieja costumbre. En segundo lugar, como ya se intuía en los párrafos precedentes, las relaciones fuera del matrimonio empiezan a perfilarse como una práctica reprobable.

Musonio Rufo, un filósofo contemporáneo de Nerón, fue uno de los más fervientes defensores de circunscribir toda relación sexual al ámbito del matrimonio. En relación con esta cuestión, Musonio va mucho más allá que cualquier otro pensador de su época. No contento con prohibir el adulterio, condena también las relaciones prematrimoniales y los métodos contraceptivos.

Según Musonio Rufo, la contracepción pone en peligro a la ciudad —que necesita una población— y a la familia —que requiere tener descendencia—, además de atentar contra la voluntad de los dioses: «¿Cómo no pecaríamos contra nuestros dioses ancestrales y contra Júpiter, protector de la familia, cuando hacemos semejantes cosas?».

Doscientos años más tarde, estas ideas serían retomadas por San Clemente de Alejandría en su obra El pedagogo. Y luego, entre los siglos IV y V d. C., por San Agustín, a quien se le ocurrió la brillantísima idea de decir que derramar la simiente masculina fuera del coito equivalía poco más o menos que a un asesinato. Ya conocen ustedes el resto de la historia: nada de tocamientos en la edad infantil, nada de usar preservativos, etc.

La sexualidad humana a través de la historia
  • Una conclusión, de las muchas que podrían sacarse

Hasta aquí llega la Historia de la sexualidad de Foucault. A la muerte del filósofo francés, el manuscrito del cuarto tomo de su obra, titulado Confesiones de la carne, estaba prácticamente acabado. Desafortunadamente, las restricciones impuestas por el propio Foucault en su testamento impidieron la publicación de este volumen, consagrado íntegramente a la moral sexual en la Pastoral cristiana —i. e. precisamente el tema con que el autor nos azuza la curiosidad desde la mismísima introducción.

Pese a sus interminables divagaciones, pese a su carácter incompleto, e inclusive pese a su ambigüedad, esta obra de Foucault posee un mérito indudable, a saber, el haber demostrado que la sexualidad es, por encima de todo, un producto social de cada época. Los griegos no se acostaban con muchachos porque fuesen unos monstruos.

Lo hacían simplemente porque, por incomprensible que nos parezca, para ellos esta forma de amor era prueba del más alto refinamiento. Y si a alguien se le ocurría decirle a un griego que acostarse con muchachos iba en contra de la naturaleza, porque era algo que no hacían ni los osos ni los leones, el filósofo de turno le respondería, con razón o sin ella, que ni los osos ni los leones cocinan sus alimentos, edifican viviendas más allá de sus cuevas o se visten con sedas perfumadas.

Ahora bien, si la sexualidad humana no es más que un fenómeno cultural, no biológico sino sociológico, tanto a nivel individual como colectivo, articulado por múltiples discursos de poder, el Estado, la familia, la economía política, la religión, la medicina, ¿cuál es la moral que debemos adoptar ante sus diversas manifestaciones?

Por falta de espacio, pues hasta los osados lectores de Jot Down tienen sus límites, me ceñiré a citar una vez más a Jesse Bering, autor de Perv, con el que estoy, al menos en este punto, bastante de acuerdo. Bering escribe lo siguiente:

El único aspecto importante a la hora de ponderar lo que resulta o no resulta sexualmente apropiado es la cuestión del daño. Cualquier desviación respecto a la media poblacional es útil a la hora de recordarnos la amplia panoplia de la diversidad erótica, pero, tal y como hemos visto, la cuestión de qué puede considerarse «norma»¯ o «natural» está tan hueca como un dedal cuando se trata de guiarnos acerca de nuestro propio comportamiento (…) Lo normal no es más que una cifra. Y se trata de una cifra sin ningún valor moral inherente.

Sería interesante añadir unas cuantas palabras sobre qué aspectos de la moral sexual individual pueden considerarse dañinos para otra persona. Les adelanto que, cuando se trata de cualquier práctica que involucre a dos adultos que consienten en el pleno ejercicio de sus facultades, para mí, y espero que también para ustedes, no hay (casi) ningún límite. En todo caso, me veo en la necesidad de citar una vez más al bueno de Michael Ende: esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

nuestras charlas nocturnas.

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