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Kamikaze japoneses …


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Pilotos kamikaze posando para una foto antes de despegar en una misión suicida en 1945.

National Geographic(J.M.Sadurni)/Historias de la historia(J.Sanz)  —  Con el rápido avance de las fuerzas aliadas en el Pacífico, Japón tomó una desesperada decisión para intentar revertir lo que parecía un desastre seguro: crear un escuadrón de pilotos suicidas, los famosos kamikaze.

Estos jóvenes debían ofrecer su vida por el bien de su país y demostrar su fidelidad al emperador estrellando sus aviones contra los barcos norteamericanos. Pero esta terrible táctica, que llevó a la muerte a más de 4.000 pilotos japoneses, no salvó a Japón de una dura derrota.

En 1944 la situación japonesa en el Pacífico era crítica. El Ejército Imperial se hallaba en serias dificultades tras la desastrosa campaña de las islas Marianas, que conllevó el hundimiento de gran parte de su flota en el transcurso de la batalla del mar de Filipinas, un enfrentamiento entre japoneses y norteamericanos que tuvo lugar entre el 19 y el 20 de julio.

Aquella grave crisis llevó a Japón a tomar una drástica y dramática decisión para lograr revertir el devenir de la Segunda Guerra Mundial: reclutar pilotos suicidas, los famosos kamikaze. Estos hombres debían autoinmolarse voluntariamente por el bien de su país haciendo impactar sus aviones contra los barcos estadounidenses.

Kamikaze, el «viento divino»

El término kamikaze aparece mencionado por primera vez por los norteamericanos cuando hacían referencia a los ataques suicidas realizados por los pilotos de la armada japonesa durante la Segunda Guerra Mundial.

Aunque el uso de la palabra kamikaze como sinónimo de piloto suicida ha sido tradicionalmente aceptado, en Japón no se usaba con ese sentido.

Para referirse a estos pilotos se ha preferido el término Shinpū tokubetsu kōgeki tai (Unidad Especial de Ataque Shinpū) o su abreviación: tokkōtai. En realidad kamikaze significa literalmente «viento divino» y es una expresión que tiene sus orígenes en el siglo XIII, cuando los mongoles al mando de Kublai Khan decidieron invadir el archipiélago japonés y fueron rechazados por un fuerte tifón que se desató en esos momentos.

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El vicealmirante Ōnishi, quien instituyó el Grupo Especial de Ataque tokkōtai.

Así, aunque en Japón los ideólogos de la táctica kamikaze fueron el contralmiranteTakijiro Onishi y el comandante Asaiki Tamai, la idea de crear un grupo de pilotos suicidas no tuvo su origen en Japón, sino en la Italia fascista de Mussolini.

Durante la invasión de Etiopía, el duce ya se propuso crear un escuadrón suicida que estrellase sus aviones contra los buques de la Marina Real Británica, pero los italianos nunca llevaron a cabo ese siniestro proyecto.

No así los japoneses, que lo tuvieron muy en cuenta y no dudaron en desarrollarlo y ponerlo en práctica.

El honor de ser un kamikaze

El perfil del kamikaze japonés era el de un hombre joven de entre 25 y 35 años (en algunos casos incluso se enrolaron adolescentes de 17 años) procedentes de la Fuerza Aérea Imperial Japonesa.

Aunque al principio las unidades estaban formadas por cadetes recién licenciados, muy pronto empezaron a alistarse voluntarios procedentes de las universidades, jóvenes con ideales patrióticos ultranacionalistas y fieles defensores del código de honor samurái, el bushido.

A pesar de la disparidad de sus orígenes y procedencias, todos ellos tenían una cosa en común: su inquebrantable lealtad al emperador.

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Los cazas Zero iban armados con bombas de varios cientos de kilos para provocar el mayor daño posible.

Sin embargo, el elemento que tal vez más unía a todos aquellos futuros kamikaze era la idea de yamatodashi o sacrificio personal, un sentimiento profundamente arraigado en la sociedad japonesa.

La idea de morir en favor del colectivo, o rippanashi, agrupaba a personas procedentes de cualquier estrato social y de todo tipo de creencia religiosa, tanto sintoísta como budista o cristiana.

Pero también había limitaciones a la aceptación de jóvenes en el cuerpo de kamikaze. Para no acabar con un linaje familiar, nunca se aceptó a alguien que fuera hijo único, aunque en este caso también hubo alguna excepción.

No deja de ser curioso el caso de una madre que consiguió que finalmente su hijo fuera aceptado tras enviar una carta a las autoridades quejándose de que fuera rechazado por ese motivo.

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Avión japonés apodado baka por los norteamericanos fotografiado en un aeródromo de Okinawa en el año 1945 antes de despegar en una misión suicida.

Pero no todos los futuros kamikaze estaban tan convencidos del honor que representaba formar parte de aquel grupo elegido.

Un reducido número de ellos, a diferencia de la mayoría, que lo hacía voluntariamente, se vieron obligados a alistarse para no deshonrar a su familia.

Así, cuando un oficial preguntaba a los cadetes quién de ellos deseaba ser un kamikaze, la inmensa mayoría de jóvenes levantaba la mano sin dudarlo, incluyendo a los que tan solo lo hacían para cumplir con su deber.

Se dio incluso el caso de que, en algunas ocasiones, los oficiales alistaban a los cadetes como voluntarios sin tan siquiera pedirles permiso, como en el caso del piloto Kuroda Kenjiro o el de otro piloto llamado Ryo Yamada, que tras negarse a convertirse en kamikaze fue degradado a soldado raso y obligado a marchar a combatir en el frente.

El ritual kamikaze

Los pilotos kamikaze se preparaban cuidadosamente para su «glorioso» final.

Antes de partir se llevaba a cabo una ceremonia de despedida en la que a cada uno se le entregaba una bandera de Japón con inscripciones rituales, en la frente se ataban el hachimaki, una cinta con el dibujo del Sol naciente, símbolo imperial, y se ceñían el senninbari o «cinta de mil puntadas», una faja tejida por mil mujeres, cada una de las cuales debía realizar una puntada.

Los kamikaze completaban su atuendo con una katana, la típica espada samurái, y generalmente se les ofrecía una copa de sake o de té antes del despegue.

Los pilotos solían recitar un jisei no ku, un poema de despedida que tradicionalmente declamaban los samuráis antes de cometer su suicidio ritual o seppuku.

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Kamikaze japonés ajustándose el hachimaki en la frente antes de despegar con su avión.

Una vez listo y en marcha, el cuerpo de kamikaze estaba ya preparado para actuar. Y el escenario donde estos pilotos entraron en acción por primera vez fue en Filipinas, donde lo hicieron bajo el nombre de Cuerpo Especial de Asalto por Impacto.

El vicealmirante Takijiro Onishi organizó la escuadrilla en cuatro grupos: Yamato, el antiguo nombre de Japón; Shikishima, nombre poético dado al país del Sol Naciente; Ashahi, que significa «Sol de mañana», y Yamazakura, que quiere decir «cerezo de montaña».

Esta fuerza aérea estaba integrada por 41 pilotos y 26 cazas Zero A6M5, unos aviones de combate también conocidos como «cazas samurái» que iban equipados con bombas de 250 kilos.

El miércoles 25 de octubre de 1944, un Zero al mando del teniente Yukio Seki sobrevoló varias veces el portaviones estadounidense USS Saint-Lo.

Al divisar el aparato, los artilleros a bordo del barco abrieron fuego contra él, alcanzando al caza, que se alejó con varios impactos en el fuselaje.

Pero de pronto Yukio Seki dio media vuelta y, ante la mirada atónita de la tripulación, enfiló su aeronave en línea recta hacia el portaviones y soltó las bombas que cargaba a la vez que se estrellaba con su avión en la cubierta.

Una táctica nueva y mortífera

Los sorprendidos supervivientes del portaviones USS Saint-Lo apodaron aquella táctica suicida inédita Devil Driver (conductor diabólico), aunque los norteamericanos al principio achacaron lo que había sucedido a una maniobra accidental del piloto japonés y albergaban serias dudas de que aquello se pudiera convertir en algo habitual a partir de entonces.

Pero tras varios impactos más de aviones japoneses contra barcos estadounidenses, los norteamericanos tuvieron que aceptar que no se trataba de un error de cálculo, sino de una nueva y mortífera táctica militar que a partir de entonces iban a emplear los japoneses.

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Chicas de una escuela secundaria despiden con ramas de cerezo a un kamikaze durante su despegue.

Pero no todos los impactos lograban hundir a los barcos enemigos. La mayoría solo provocaban daños en las cubiertas y algún que otro herido.

Durante el verano de 1945, la llamada «escuadrilla Shinten» llegó a utilizar algunos de sus kamikaze para impactar no contra barcos, sino contra los grandes bombarderos B-29 estadounidenses, que dejaban caer su carga letal contra las ciudades de Japón, ya fuera mediante impactos directos contra su fuselaje o intentando cortarles las hélices con las alas de sus Zero.

Los kamikaze siguieron actuando durante algún tiempo, y oficialmente, el último ataque de un kamikaze japonés tuvo lugar el 29 de julio de 1945, cuando uno de estos cazas impactó contra el destructor USS Callaghan y logró hundirlo, provocando 47 víctimas.

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Recreación del ataque kamikaze al portaaviones norteamericano Hornet en aguas del Pacífico.

El último kamikaze

Tras la rendición incondicional de Japón el 15 de agosto de 1945, muchos oficiales decidieron acabar con su vida antes que rendirse. Por ejemplo, el vicealmirante Takijiro Onishi decidió cometer seppuku, es decir, un suicidio ritual.

Para mostrar su valor rehusó incluso recibir el golpe de gracia, con lo que acabó prolongando su agonía. Por su parte el adiestrador de pilotos Motoharu Okamura se disparó un tiro en la cara para acabar con su vida.

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Fotografía tomada antes del último ataque a cargo del Almirante Matome Ugaki el 15 de agosto de 1945.

Pero quien llevó el patriotismo hasta las últimas consecuencias fue el vicealmirante Matome Ugaki. Fiel al código bushido y con el pretexto de que el emperador aún no le había comunicado personalmente el alto el fuego, decidió volar él mismo en una última misión suicida.

Antes de subirse al aparato para llevar a cabo un ataque kamikaze, se vistió el uniforme verde de piloto, se despojó de todas sus insignias y posó portando el tantō, un arma parecida a un puñal de uno o doble filo.

Pero el vicealmirante no logró su objetivo. Unos marines norteamericanos hallaron más tarde su cuerpo junto a los restos humeantes de su aparato en una playa de la isla de Ishikawa. El último kamikaze del Ejército Imperial Japonés murió sin poder completar su misión.

Las tristes confesiones de los pilotos kamikazes antes de morir

Los pilotos kamikazes comprenden uno de los sucesos más enigmáticos de la Segunda Guerra Mundial. Por eso, sus cartas de suicidio son una pieza fundamental que ayuda a comprender la otra cara de la moneda. Estos pilotos japoneses llegaron al extremo del suicidio para destruir al enemigo. Sin embargo, también eran seres humanos cuyos sueños quedaron rebasados por el cumplimento del deber.

Las cartas de suicidio de los kamikazes muestran ese lado humano de los pilotos japoneses.

La preocupación por sus familias y cosas de la vida cotidiana. La primera de estas cartas la escribió un miembro del Grupo especial de ataque “Fugoku”.

Originario de Shizuoka, pereció en las inmediaciones de la isla Luzón el 13 de noviembre de 1944.

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– Carta 1

«Honorable hermano mayor. Una vez más, las órdenes superiores son para un ataque del que nunca regresaremos. No me arrepiento de nada. Me hice amigo de la muerte, la etapa final que constituye el carácter y todos los humanos debemos afrontar.

Lo único que queda es cumplir el mandato imperial y las funciones para las que se me entrenó. Me siento muy avergonzado de que en los 27 años de mi vida me comporté como un hijo y hermano indigno.

Tendré que dejarlo todo con ustedes. Y con el corazón cumplo las obligaciones para las que nací. Sólo cumplo mi deber como hombre. La barra de jabón hecha en Manila que encontrarás en mis pertenencias me la entregó el jefe del gabinete.

Por favor, cuida de mamá y cuídate el próximo invierno.» Yoshitaro.

– Carta 2

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La siguiente es una carta del capitán Adachi Takuya dirigida a sus padres.

El piloto pertenecía al Grupo Especial de Ataque Kamikaze de Seikita.

Oriundo de la prefectura de Hyogo, murió en las inmediaciones de Okinawa el 28 de abril de 1945.

Tenía tan sólo 23 años.

«Honorables madre y padre. La complejidad del viaje que hicieron para verme resultaba evidente ante el cabello alborotado y las ojeras de sus ojos. Esto me provocó las ganas de hincarme para adorarlos.

Las arrugas de tu frente son testigo de los dolores que soportaste para levantarme. No hay palabras que expresen mis sentimientos, y lo poco que dije resultó superficial. Sin embargo, hoy estoy muy consciente del poco tiempo que nos quedaba.

Observé en sus ojos y en su mirada todo lo que querían decirme, pero no podían. Cuando tomaste mi mano y la pasaste entre tus cabellos, experimenté una profunda sensación de paz, diferente a todo lo que sentí antes. Como volver a ser un bebé que desea el amor y calor de una madre.

Precisamente porque disfruto de la belleza de tu profunda devoción puedo martirizarme por ti, pues aún en la muerte dormiré en el mundo de tu amor. Acompañado con mis lágrimas estaba el sushi que preparaste con tanto cariño, pues era como poner tu amor entre mis labios.

Aunque comí poco, es la comida más deliciosa de mi vida. Queridísima madre, aunque nunca acepté plenamente el amor que me diste, recibí tanta sabiduría de tu parte. Y padre, tus palabras en silencio se quedan esculpidas en mi corazón.

Con esto, seré capaz de pelear junto a ustedes. Incluso si muero, será con el alma en paz. Lo digo con todo el corazón. La zona de guerra es donde estas bellas emociones se ponen a prueba. Si morir significa regresar a este mundo de amor, no hay nada que temer.

No queda nada más por hacer que seguir adelante y cumplir con mi deber. A las 16 horas, nuestro encuentro terminó. Al verte salir por la puerta, silenciosamente me despedí.»

– Carta 3

La siguiente carta está escrita por el teniente segundo Tomisawa.

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kamikaze en curso de colisión

«Espero que todos estén bien. Estoy muy agradecido porque te diste el tiempo para visitarme el otro día en un momento tan ajetreado. La lesión ya sanó, así que no te preocupes. Finalmente, me ha llegado la hora del servicio final. Agradezco profundamente mi educación especial.

Soy alguien que no tenía valor, pero por favor, hablen bien de mí. Para destruir al enemigo, reuniré valor con todas mis fuerzas y atacaré. Somos los que liberamos al país de la crisis actual. Me siento orgulloso y cumpliré con mi deber.

Mis compañeros ya lo hicieron. Incluso en este momento mis camaradas, creyendo en aquellos que los seguirán, golpean al enemigo. ¿Debo callar? ¿Debo mantenerme tranquilo al respecto? Hermano, hermana, por favor cuiden de papá y mamá.

Ciertamente los protegeré a todos desde los cielos distantes en Nansei Shoto. Aunque mi cuerpo muera, los defenderé. Por favor, entreguen mis gentiles saludos a los vecinos. Espero que siempre tengas contacto con el Sr. Ebihara de Honjo.

 Como siempre estoy ocupado, no pude escribirle ni una sola carta desde hace mucho tiempo. Por favor, también saluden al señor Nishigaya. Con esto me despido por última vez. Gracias por todo. Adiós, adiós.»

– Carta 4

Los últimos segundos de vida de un kamikaze en la IIGM: «Hija mía, llevo tu muñeca en mi avión»

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El almirante Teraoka, sobre la imagen de un avion de la Segunda Guerra Mundial en plena caída

«Cuando seas mayor, pedirás a mamá y a tus tías que te hablen de mí. Yo fui quien eligió tu nombre, para que seas una niña buena y dulce.

Cuando tengas ganas de ver a papá, irás al templo Yasukuni de Kudan. Entonces me verás en el fondo de tu corazón.

Serás la única esperanza de tus abuelos y no tendrás que sufrir por mi ausencia, estoy seguro. La muñeca que te compré cuando naciste, la llevo conmigo en mi avión. De este modo, estarás a mi lado hasta el fin.»

La terrible historia de una familia kamikaze

Si hoy en día hablamos de un kamikaze todos pensamos que nos referimos a los pilotos suicidas de la Armada Imperial japonesa que se lanzaban contra las unidades o instalaciones aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, pero la leyenda del Kamikaze (viento divino) hace referencia a dos poderosos tifones que destruyeron la flota mongola de Kublai Khan cuando intentó conquistar Japón en dos ocasiones durante el siglo XIII.

Hecha la aclaración, vayamos con la terrible historia de una familia kamikaze.

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A mediados de 1944, tras varias derrotas estratégicas, como la pérdida de la base de Saipán, desde la que los estadounidenses podían lanzar sus bombarderos B-29, las cosas empezaron a ponerse muy difíciles para los japoneses en el Frente del Pacífico.

Si a esto añadimos que la superioridad aérea aliada ya era demasiado evidente, que la brecha en la capacidad industrial para producir nuevas naves se hacía cada vez mayor en favor de los estadounidenses, así como la de reclutar nuevos pilotos, y no nos olvidamos de la falta de voluntad para rendirse, tenemos un escenario propicio para la desesperación, que conduce a que ya nada importe y a la idea de que el sacrificio representa la única solución.

Y aquella única solución fue crear una unidad de ataque especial (Tokkotai), formada por voluntarios para convertir sus aviones en torpedos guiados por piloto.

Fueron los primeros kamikazes organizados, ataques suicidas puntuales los hubo desde el ataque a Pearl Harbor en 1941.

Los primeros kamikazes disfrutaron del elemento sorpresa y tuvieron cierto éxito, pero una vez que los estadounidenses entendieron a qué se enfrentaban se convirtieron en presas fáciles.

Casi 4.000 pilotos murieron en estas misiones suicidas, la mayoría entre 18 y 24 años. Creían que morir por Japón y su emperador era muy honorable, se sentían los herederos de los samuráis de la Edad Media.

Aunque también hubo un mucho de manipulación y miedo a ser tachados de cobardes, las historias de los kamikazes están a caballo  entre el fanatismo y el honor, pero ninguna llega al extremo de la del piloto nipón Hajime Fujii y su esposa Fukuko.

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Hajime Fujii

Hajime fue herido en un mano durante la guerra que enfrentó a Japón y China en los años 30. Fue llevado al hospital y allí le atendió Fukuro, la enfermera que se convertiría en su esposa y con la que tendría dos niñas: Kazuko y Chieko.

Debido a la incapacidad que le produjeron las heridas sufridas en su mano izquierda, fue enviado a la Academia de la Fuerza Aérea del Ejército Imperial Japonés donde, tras graduarse, fue nombrado instructor.

Hajime se encargó de formar a los futuros pilotos y, más tarde, a los kamikazes, inculcándoles un profundo sentido de lealtad y patriotismo. Para Hajime no era postureo, creía en aquellos ideales y con frecuencia les decía que moriría con ellos si pudiera.

Y eso precisamente le hacía sentirse un hipócrita. Así que, a pesar de que su esposa le pidió que no lo hiciese, se ofreció a su superior para formar parte del siguiente escuadrón suicida. En dos ocasiones rechazaron su solicitud por estar casado y tener hijos. Los kamikazes debían ser solteros.

Lógicamente, Fukuko se alegró por ello… al principio. Con el paso de los días, veía como la frustración y el tormento convertían a su marido en un alma en pena, e incluso llegó a sentirse la responsable de aquella situación.

Así que, atajó el problema tomando una decisión terrible. La mañana del 14 de diciembre de 1944, mientras su esposo estaba en la academia, Fukuko escribió una carta a su esposo pidiéndole que cumpliese con su deber y que no se preocupase por su familia, lo esperarían.

Se vistió con su mejor kimono y abandonó la casa con Kazuko (3 años) y Chieko (1 año). Se ató junto a sus hijas y se arrojó a las gélidas aguas del río Arakawa.

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Ahora era él el que se sentía culpable, ya sólo le quedaba hacer lo que su mujer le pidió.

Enterró a su familia y le escribió una carta a su hija mayor…

Es dolorosamente triste que junto con tu madre y tu hermana os sacrificásteis por tu padre debido a mi ferviente deseo de dar la vida por nuestro país. […]

Papá estará muy pronto con vosotras. En ese momento te abrazaré mientras duermes.

Si Chieko llora, cuídala bien. […] Papá realizará una gran hazaña en el campo de batalla y os la llevará como regalo.

Hajime se cortó el dedo menique y volvió a presentar su solicitud firmada con su propia sangre que, lógicamente, fue aceptada. Justo antes del amanecer del 28 de mayo de 1945, los nueve aviones del Escuadrón Shinbu, comandado por Hajime, se dirigieron a Okinawa, cuando se toparon con dos destructores, el USS Drexler y el USS Lowry. Hajime dio la orden y se lanzaron contra ellos.

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Carta de Hajime Fuji a su hija

Siete aviones fueron derribados antes de alcanzar sus objetivos y sólo dos consiguieron impactar en el Drexler, hundiéndolo en cuestión de minutos. Hajime pilotaba uno de ellos. Al día siguiente, el padre de Fukuko recibía un telegrama que había escrito Hajime poco antes de despegar hacia Okinawa.

El último vuelo de los kamikaze

Una historia algo menos conocida, que aún hoy sigue estando envuelta en el misterio y la controversia. Setenta años después, no termina de saberse a ciencia cierta qué ocurrió realmente. Hablamos de la última misión de vuelo kamikaze de la guerra que, para colmo del despropósito, tuvo lugar precisamente horas después de que Japón anunciara su rendición el 15 de agosto de 1945.

El último kamikaze fue, ironías de la Historia, el mismo hombre que había enviado a la muerte a decenas de jóvenes en otras tantas misiones sin retorno. El comandante en jefe del brazo aéreo de la Marina del sol naciente, el vicealmirante Matome Ugaki.

Graduado con honores en la Academia Naval Imperial en 1912, Ugaki formaba parte de la élite de la oficialidad de la Armada nipona. Antes de estallar la guerra contra EE.UU. había comandado el crucero Yakumo y el acorazado Hyuga.

Una vez desatadas las hostilidades en el Pacífico, sirvió como segundo al mando del legendario almirante Yamamoto, el hombre que lideró el asalto a Pearl Harbor.

Ascendido a vicealmirante en 1942, Ugaki viajaba junto al propio Yamamoto el fatídico día en que el avión que los transportaba fue derribado por cazas americanos sobre la isla de Bouganville. La Armada imperial perdió aquel día a su estratega más brillante, pero Ugaki, milagrosamente, logró salir con vida.

Fue uno de los tres únicos supervivientes del desastre. Si la suerte hubiese querido que fuese su avión y no el de Yamamoto el que reventara en mil pedazos, el destino de Japón en lo que quedaba de guerra probablemente hubiese sido diferente. Muy diferente.

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Vicealmirante Ugaki con uniforme de gala

Porque Ugaki, una vez recuperado de sus heridas y tras esquivar a la muerte una vez más en la debacle de la flota nipona en el golfo de Leyte, fue puesto al frente de una fuerza de choque muy particular. Tan particular como indica su nombre en japonés, Tokkotai, “escuadrón de ataque especial”. Lo que en occidente conocemos como pilotos kamikaze.

En febrero de 1945 Ugaki tenía bajo su mando toda la fuerza aérea de la Armada Imperial en Okinawa. En una de las batallas más duras de toda la guerra del Pacífico, Ugaki lanzó una oleada tras otra de ataques kamikaze contra la flota americana, con resultados más devastadores para los propios japoneses que para los americanos.

Tras algunos éxitos iniciales que invitaron al optimismo del alto mando, a la hora de la verdad la efectividad del programa kamikaze demostró ser bastante discreta. La idea de un kamikaze = un barco enemigo eliminado, que era la base de esta doctrina suicida, no se cumplió más que en contadas ocasiones.

Los portaaviones americanos siguieron siendo los dueños de los mares y decenas de pilotos kamikaze no harían sino morir inútilmente semana tras semana. Los cazas americanos, siempre en aplastante superioridad numérica en los cielos del Pacífico, solían derribarlos antes de que pudieran alcanzar ningún objetivo.

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Estaba claro que los kamikaze no iban a salvar a Japón de la derrota, pero Ugaki y el alto mando de la Marina no cejaron en su empeño. En verano de 1945, una vez perdida Okinawa y con la task force estadounidense acercándose cada vez más a costas japonesas, Ugaki dio orden de preparar el asalto final.

Cientos de aviones y submarinos suicidas se abatirían sobre las naves enemigas. El último y desesperado intento de evitar lo inevitable.

Pero ese combate final no llegaría a producirse. El 15 de agosto de 1945, en una histórica intervención radiofónica retransmitida a todo el país, el emperador Hirohito anunció la rendición incondicional de Japón.

El anuncio tuvo lugar a mediodía, y en él instaba a Ejército y Armada a deponer las armas. Pero el almirante Ugaki, por primera (y última) vez en su vida, decidió no acatar la orden directa de su emperador.

A las 16:30h, vestido con su uniforme de diario aunque sin insignias de ningún tipo, subió en un avión biplaza Yokosuka D4Y Suisei y partió de la base aérea de Oita en una última misión kamikaze. Otros diez aviones marcharon con él, rumbo a las cercanías de Okinawa, tal y como estaba programado de antemano en el orden del día.

En su diario dejó escrito que él no había recibido ninguna orden de alto el fuego de manera oficial. También anotó, acaso a modo de disculpa, que él era el único responsable del fracaso de la estrategia kamikaze.

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El último mensaje que se conserva de la escuadrilla de Ugaki es de las 19:24h del mismo día. Avisó por radio a la base de que habían avistado su objetivo, una flotilla americana, y se disponían a atacarlo. Nunca se supo nada más de Ugaki.

Los registros de la Marina de guerra de EE.UU. no recogen ningún ataque kamikaze en ese día. Tres de los Suisei que partieron con Ugaki tuvieron que regresar a la base por problemas en el motor; lo más probable es que los otros ocho aparatos restantes fuesen derribados por fuego antiaéreo americano, pero jamás se ha podido confirmar su destino con total certeza.

Lo único cierto es que nunca regresaron. A la mañana siguiente, la tripulación de una lancha americana que operaba por la zona descubrió restos de un aparato estrellado en la pequeña isla de Iheyajima, al Norte de Okinawa.

Se cree que podía haber sido el de Ugaki. Los soldados enterraron los cadáveres en la misma playa donde los encontraron. Así terminó la última misión kamikaze de la guerra, con un resultado tan inútil como todas las anteriores. Pero esta tenía un punto de justicia poética.

Al despedir a los pilotos suicidas que estaban a punto de despegar, cosa que siempre hacía personalmente, a Ugaki le gustaba decirles que él mismo no tardaría en compartir su destino en seguirlos a la muerte. Al menos, supo ser fiel a su palabra hasta el final.

nuestras charlas nocturnas.

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