La paradoja del montón (de fotos)…

JotDown(C.Frabetti) — A finales del siglo pasado se popularizó la equívoca denominación «Eva mitocondrial» para referirse a una antepasada común que, según indican nuestras mitocondrias, compartiríamos todos los humanos actuales.
Una denominación tan sensacionalista como inadecuada, pues sugiere la idea de una madre primigenia de la especie humana que nunca existió ni pudo existir.
Hablar de una «primera persona» no tiene ningún sentido, ni siquiera como entelequia, y solo sirve para fomentar una visión mítico-religiosa de la humanidad que, lamentablemente y a pesar de las evidencias científicas, dista mucho de haber sido superada.
Supongamos por un momento que le concedemos a la tal «Eva mitocondrial», o a la famosa australopiteca Lucy, o a cualquier otra posible madre ancestral, el título de primer ser humano.
¿Qué pasa con sus progenitores? ¿Eran menos humanos que su hija?
Los cambios evolutivos son tan pequeños y graduales que hacen falta miles o millones de años para que su acumulación resulte significativa, por lo que son totalmente imperceptibles a nuestra escala temporal, y sería absurdo considerar pertenecientes a especies distintas a los miembros de generaciones próximas entre sí.
Si Lucy era humana, o humanoide, también lo eran sus padres, y sus abuelos, y sus bisabuelos… ¿Hasta dónde tendríamos que remontarnos para encontrar un primer antepasado claramente no humano?
La pregunta no tiene respuesta: hemos topado, una vez más, con la vieja y omnipresente paradoja sorites o paradoja del montón, atribuida a Eubúlides de Mileto. Si de un montón de arena vamos quitando granos uno a uno, ¿en qué momento dejará de ser un montón? ¿Es posible que un solo grano marque la diferencia entre ser un montón y no serlo?
- La paradoja de Dawkins
En el fascinante libro de Richard Dawkins La magia de la realidad, hay un capítulo titulado «¿Quién fue la primera persona?», en el que plantea la paradoja de la clasificación por especies.

Como respuesta a su pregunta, Dawkins propone el siguiente experimento mental: imagina un enorme montón de fotografías que empieza con tu propia foto, seguida por la de tu padre, la de tu abuelo, tu bisabuelo… y así hasta abarcar ciento ochenta y cinco millones de generaciones.
¿Qué nos encontraríamos?
«Nos encontramos con la paradoja de que nunca hubo una primera persona —dice Dawkins— porque cada persona pertenece a la misma especie que sus padres, y puedes ir tan atrás como quieras en el tiempo, sacar una fotografía del montón y descubrir que tu abuelo de hace millones de años era un pez».
El término «especie», por tanto, no es sino una convención para aludir a las diferencias genéticas entre individuos separados por miles de generaciones.
- ¿El huevo o la gallina?
En última instancia, la de Dawkins es una actualización/generalización de la vieja paradoja/aporía del huevo y la gallina.
¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Para los creacionistas, la respuesta está clara: Dios creo a la gallina a su imagen y semejanza (no en vano al Espíritu Santo se lo representa como una paloma), y esta clueca primigenia puso el primer huevo (de gallina), seguido de todos los necesarios para dar lugar a una primera generación de polluelos y polluelas capaces de garantizar la perpetuación de la especie.

Pero a los no creyentes anteriores a Darwin, la pregunta los abocaba al abismo sin fondo de una regresión infinita, pues parece evidente que todo huevo (de gallina) lo pone una gallina y toda gallina sale de un huevo.
Y sin embargo, si sustituimos la pregunta por otra equivalente, la respuesta es obvia. ¿Qué viene antes, la infancia o la madurez? La infancia, claro. Y el huevo es la infancia —o la preinfancia— de la gallina. Asunto resuelto: puesto que el huevo es la etapa embrionaria y la gallina es la etapa madura del mismo individuo, el huevo es anterior a la gallina. Pero lo único que hemos hecho es sustituir un misterio por otro. ¿De dónde salió el huevo destinado a convertirse en la primera gallina?
Un misterio que la mal llamada teoría de la evolución (puesto que no es una teoría sino un hecho sobradamente comprobado) resuelve diciendo que no hubo una primera gallina, del mismo modo y por la misma razón que no hubo una primera persona humana.
Si en el álbum familiar de una gallina buscáramos una foto de hace unos doscientos millones de años, nos encontraríamos con un dinosaurio.
- El primer huevo
¿Y el primer huevo? No el primer huevo de gallina, sino el primer huevo en general, el padre (o la madre más bien) de todos los huevos. ¿Cabe hablar de un huevo primigenio? Tal vez sí. Porque un huevo, en última instancia, es una célula muy grande.
Y, recíprocamente, las células microscópicas son huevos muy pequeños, que, al igual que los de gallina (o de cualquier otro animal), se dividen una y otra vez dando lugar a nuevas células, más o menos diferenciadas según los casos.
Y es posible que todas las formas de vida que hay en nuestro planeta procedan de una misma célula primigenia, por más que quienes no admiten que somos parientes (y además muy próximos) de los chimpancés y los gorilas, mucho menos puedan admitir que también seamos parientes de las moscas, las lombrices y las zanahorias.
Y es que realmente cuesta creer que una acumulación de pequeñas mutaciones haya llevado desde los primitivos seres unicelulares, que durante unos tres mil millones de años fueron los únicos seres vivos del planeta, hasta nosotros. Es tan difícil de concebir que no solo los fundamentalistas religiosos se resisten a aceptar el evolucionismo biológico.
Alguien tan cultivado como el premio nobel de Literatura Isaac Bashevis Singer, por ejemplo, llegó a decir que admitir el evolucionismo es como creer que si dejamos en una isla un trozo de cristal y un poco de hierro, con el tiempo se convertirán en un reloj.
La dificultad de asimilar la idea de la evolución de las especies tiene que ver con el hecho de que nuestra escala temporal —la duración de la vida humana— es insignificante en comparación con el tiempo transcurrido desde que apareció la vida en la Tierra, hace más de cuatro mil millones de años.
En un período de tiempo tan inconcebiblemente largo, la acumulación de pequeños cambios, por lentos e imperceptibles que sean, puede dar lugar —y de hecho ha dado lugar— a transformaciones asombrosas.
- Dorada medianía

Decía Protágoras de Abdera, uno de los grandes filósofos de la antigua Grecia, que el hombre es la medida de todas las cosas.
Y alguien apostilló irónicamente que el hombre es la medida de todas las cosas pequeñas.
Lo cual tampoco es exacto, pues lo muy pequeño nos resulta tan remoto e inconcebible como lo muy grande.
Y eso vale tanto para el espacio como para el tiempo.
Los nanómetros quedan tan lejos de nuestra experiencia directa como los años luz, y los picosegundos de los procesos atómicos nos resultan tan ajenos como los eones.
Estamos en una zona intermedia de las escalas espacial y temporal, a medio camino entre lo inconcebiblemente grande y lo inconcebiblemente pequeño, entre lo inimaginablemente rápido y lo inimaginablemente lento.
Una aurea mediocritas, como diría Horacio, que, además de invitarnos a la humildad, no deja de tener ciertas ventajas adaptativas.
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