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George Orwell se quedó corto…


George Orwell se quedó corto
John Hurt y Suzanna Hamilton en 1984, (1984).

JotDown(C.Casajuana) — Hay un terreno en el que todos sabemos que los presagios de George Orwell se han cumplido con creces: el de la invasión de la vida privada. En 1984 nunca falta una pantalla que vigila. Nada —o casi nada— puede ser ocultado a la mirada del Big Brother.

Es un aspecto de la novela sobre el que han corrido ríos de tinta, por lo que apenas vale la pena referirse a él. Hoy, con la ubicuidad de las cámaras de vigilancia y las técnicas de reconocimiento facial, vivimos en un universo que cada día es más orwelliano. Las cámaras y pantallas que nos rodean no emiten mensajes autoritarios como las de 1984, pero da igual: desde el momento en que están ahí, nos tienen a su merced.

Nadie lo ignora, pero estamos abandonando nuestra privacidad al azar de los avances tecnológicos —tan beneficiosos en muchos campos, huelga decirlo—, como la rana que, sin reparar en el aumento progresivo de la temperatura del agua, se deja hervir sin darse cuenta.

Pero la novela de Orwell fue también premonitoria en otros aspectos, tal vez más. Hoy estamos todos aburridos de oír que las elecciones las gana quien controla el relato, que el poder es del que consigue imponer su versión de lo que sucede. Pero no sé si, antes de George Orwell, alguien había plasmado esta idea de una forma tan gráfica y contundente como en 1984.

El Partido imaginado por el escritor inglés gobierna el presente controlando el pasado. Su lema es: «Quien controla el pasado controla el futuro, y quien controla el presente controla el pasado». 

Orwell, el más actual de los escritores políticos | El Correo

Winston Smith, el protagonista, trabaja en el Ministerio de la Verdad. Su labor consiste en reescribir noticias antiguas para borrar todo rastro de lo que no conviene que sea recordado y ofrecer pruebas de que el Partido que gobierna el país con mano de hierro siempre ha acertado en sus planteamientos y propuestas. George Orwell describe esta tarea con una minuciosidad que adquiere tintes cómicos.

Pero, al leerlo hoy, setenta y cuatro años después de la aparición de la novela, es difícil eludir la impresión de que su intención paródica se quedó corta. ¿No asistimos hoy en todas partes a una batalla incansable entre los que defienden versiones distintas de lo acaecido hace cincuenta, cien o quinientos años?

¿No hay legiones de historiadores, de periodistas, de políticos que —a veces de buena fe, otras no tanto— nos proponen nuevas lecturas del pasado para que sea acorde con su visión del presente? Peor aún: ¿no hay auténticas factorías de medias verdades y de bulos para alimentar las redes sociales y distorsionar la información que reciben a diario millones de personas?

El pasado —la manzana de la discordia— no tiene una existencia objetiva. La historia es un terreno lleno de sombras, «un país extranjero, invisitable e inconquistable», escribió el historiador George Kubler. Sobrevive únicamente en textos escritos y en la memoria humana, de manera que constituye aquello en lo que los textos que se conservan y la memoria coinciden.

Como los textos pueden ser corregidos, es posible reconstruir el pasado de acuerdo con los propósitos del presente, que es lo único que tiene una existencia indudable, y allanar así el camino hacia el futuro deseado. Raro es el gobernante o el dirigente político que no pugna de un modo u otro por hacerlo.

De hecho, ¿no actuamos de forma parecida todos nosotros, individualmente, sin tener apenas conciencia de ello? Nuestra memoria mejora de forma continua el pasado, para adaptarlo a lo que creemos que debería haber sido, eliminando episodios que no deseamos recordar y haciendo emerger otros.

La exactitud se sacrifica a menudo en el altar de las necesidades psicológicas. De este modo, nuestra identidad se va construyendo con un relato que ilumina unas cosas y deja otras en la sombra, y el foco se mueve constantemente para que veamos nuestra trayectoria bajo la luz que más nos conviene en cada momento.

1985 Novela

Lo mismo sucede en el ámbito colectivo. En sí misma, esta continua revisión no es ilegítima. Se puede hacer con el propósito de corregir errores y aproximarnos a lo que creemos honestamente que sucedió. Anthony Burgess sugirió con malicia que el Ministerio de la Verdad era un trasunto de la BBC, en la que Orwell trabajó durante la guerra.

Orwell respondió con una frase magistral: «Uno tiene que pertenecer a la intelligentsia para creer algo así: ninguna persona corriente creería jamás una tontería semejante».

Pero la pulla de Burgess no dejaba de tener una cierta base: el pasado es una masa de plastilina que el presente remodela de forma incansable, y esta remodelación puede hacerse de muchos modos.

Si se hace con rigor y con voluntad de esclarecer los hechos, sin bloquear la difusión de versiones contrarias, sino alimentando el debate, como hace con frecuencia la BBC, puede ser una tarea muy noble. 

Sin embargo, esta revisión del pasado rara vez es inocente. Cuando se inauguró el tren de alta velocidad entre París y Londres a través del Eurotúnel, las autoridades francesas pidieron a las británicas un cambio de nombre de la estación de Waterloo, que era de donde salía el tren.

En Londres se negaron, porque no querían que los franceses se olvidaran de la batalla y de lo que significó. Me imagino a Orwell sonriendo en su tumba al leerlo. 

Hace dos años, el 5 de mayo de 2021, se celebró en Francia el bicentenario de la muerte de Napoleón. Fue una conmemoración controvertida.

Los españoles no somos los únicos que andamos a la greña con nuestra historia. Recordar a Napoleón en Francia —igual que en España cuando se trata de Franco— significa enfrentarse a lo que queda de él, que no es poco, rememorar la parte del pasado que aún no ha terminado de pasar.

¿Qué representa hoy Napoleón? ¿La Ilustración a caballo, como han dicho algunos? ¿El kilómetro cero del caudillismo militar? Su legado es muy discutible. Está el Código Civil y está el golpe de Estado de 1799; está el Napoleón que modernizó la Administración y el que sembró de cadáveres los campos de batalla; en unos lugares fue liberador, y en otros, invasor. 

El Ministerio de la Verdad - Jot Down Cultural Magazine

El bicentenario de su muerte dividió a Francia entre los partidarios de reivindicarlo y los partidarios de condenarlo. Pero era muy difícil no recordarlo, porque sin él no se puede entender la historia de Francia, ni la de Europa. La cuestión era cómo recordarlo.

 Macron depositó una corona de flores en su tumba en Les Invalides, alabó su contribución histórica, reconoció que sin él la historia de Francia no sería la que es, celebró su vida como una epifanía de la libertad, y censuró sus aventuras militares y el restablecimiento de la esclavitud en las colonias francesas de ultramar. Más equilibrios, imposible. 

Algo semejante ocurre en Alemania cada vez que se conmemora la entrada de las tropas aliadas en Berlín en 1945. La controversia es muy difícil de evitar. ¿Hay que celebrarla como la liberación de Alemania o como la derrota de Hitler? ¿Es lógico que los perdedores celebren el aniversario de la rendición?

Pero, a la vez, ¿pueden los alemanes actuales dejar de recordarlo? Describir la derrota como «la liberación de Alemania» es alimentar una mentira y eludir responsabilidades. En el año 1945, la mayoría de los alemanes no veía a las tropas aliadas como liberadoras.

Las tropas aliadas tampoco se veían así; se veían como vencedoras. Con estas premisas, los equilibrios también son ineludibles. 

En todas partes, la historia está sembrada de ficciones aceptadas para favorecer la cohesión social, y la Segunda Guerra Mundial es un buen ejemplo de ello. A los británicos les gusta decir que, antes de la entrada en la guerra de Estados Unidos, plantaron cara a los nazis sin ayuda de nadie, como si Rusia no hubiera combatido a su lado.

Los franceses han hecho lo imposible para convencerse y convencer al mundo de que el mariscal Pétain y el Gobierno de Vichy fueron irrelevantes y de que Francia resistió con coraje la ocupación alemana; esgrimiendo esta versión de los hechos, al concluir la guerra, se incorporaron a la lista de potencias vencedoras y consiguieron un escaño en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Muchos alemanes siguen persuadidos de que los crímenes nazis fueron obra de unos radicales que instigaron la guerra y asesinaron a los judíos, y que la mayoría de los ciudadanos no se enteraron.

1984

La historia es siempre a work in progress, un campo de batalla entre distintas lecturas del presente. Raro es el país que, bajo unos u otros ropajes, no tiene su Ministerio de la Verdad. Pero Orwell va más allá. El Partido no solo reconstruye el pasado a su antojo y ejerce una vigilancia estricta sobre los ciudadanos, sino que trabaja para que el lenguaje esté al servicio de los mensajes que desea transmitir en cada momento. 

La vinculación entre la conquista y el ejercicio del poder y la corrupción del lenguaje es otra de las aportaciones capitales de 1984. No era un terreno novedoso para Orwell. En un artículo célebre —«La política y la lengua inglesa», aparecido en 1946, tres años antes que 1984— ya había abordado el tema.

«El lenguaje político —y con variaciones esto es cierto para todos los partidos políticos, de los conservadores a los anarquistas— está concebido para hacer que las mentiras suenen como verdades y para que el asesinato parezca respetable, y para dotar de una apariencia de solidez al puro viento».

Sus palabras resuenan hoy con fuerza, aunque lógicamente los eufemismos y las distorsiones de entonces no son los mismos que los de hoy. Orwell enumera una serie de vocablos tan gastados por el uso que podían significar lo que su usuario deseara. La mayoría son ahora inofensivos. Pero han aparecido otros.

Hoy deberíamos preguntarnos qué significan las palabras sostenible u orgánico cada vez que las oímos o leemos, si la persona que las utiliza defiende el medio ambiente o nos está intentando embaucar con un poco de humo.

Deberíamos pararnos a pensar qué pretenden los que aluden a los políticos o a los medios de comunicación como si todos fueran iguales, o los que atribuyen a manos ocultas o difíciles de identificar con precisión —el Ibex, la casta, el régimen del 78— lo que no entienden o desaprueban. 

Cada generación se procura su newspeak. ¿No está hoy el debate político sembrado igual que entonces de palabras y de conceptos que encauzan nuestro pensamiento hacia unas conclusiones predeterminadas?

Despojar al lenguaje de las adherencias que enturbian su significado o lo conducen hacia un terreno sembrado de prejuicios puede ser, hoy como entonces, una tarea inagotable.

alargamiento compensatorio: 1984, de George Orwell. VI Apreciaciones y  crítica.

La palabra libertad, por ejemplo. En 1984, Orwell lleva la parodia hacia el extremo con un Partido que postula: «Guerra es Paz, Ignorancia es Fuerza y Libertad es Esclavitud».

Parece excesivo, pero ¿no nos estamos acostumbrando hoy a ver cómo, en el lenguaje del populismo de derechas, la palabra libertad se esgrime para defender el supuesto derecho de cada cual a hacer lo que le plazca aunque perjudique o ponga en peligro a los demás?

¿No vemos todos los días cómo se invoca la libertad para conducir por sitios prohibidos, para no tomar las precauciones debidas ante una pandemia, para portar armas o para eludir el pago de impuestos? Estamos en el mundo de Humpty Dumpty: «Cuando yo empleo una palabra, quiere decir lo que yo quiero que diga».

Sea manipulando y reconstruyendo el pasado al servicio de la propia visión del mundo, sea distorsionando el lenguaje para que las palabras digan lo que se quiera que digan en cada momento, de lo que se trata es de imponer la propia versión de lo sucedido para imponer asimismo lo que ha de suceder.

Se comienza por reconstruir lo que de verdad sucedió y denominarlo como de verdad debe denominarse, y se termina ofreciendo la propia Verdad como la única posible.

Orwell alertó de los peligros de este proceso hace más de setenta años pensando en los totalitarismos de diverso signo de aquel momento, en particular el comunismo. Pero la pesadilla que concibió sirve para hacer visibles engranajes que están en pleno funcionamiento en la actualidad.

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