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Guillermo el ordenador (Una travesura epistémica de Guillermo Brown)…


ninoperro

Non ha l’ottimo artista alcun concetto
c’un marmo solo in sé non circonscriva…

(El excelente artista no tiene concepto. Solo hay una canica en si misma que no circunscribe…)

Michelangelo Buonarroti

JotDown(C.Frabetti) — Cuando tenía siete años, una niña algo mayor que yo me regaló Travesuras de Guillermo, de Richmal Crompton. Fue mi primer libro en castellano, que leí con cierta dificultad, pues aún no dominaba la que se convertiría en mi lengua madrastra, pero con gran provecho intelectual y moral.

Para un niño que albergaba serias dudas sobre la coherencia y la legitimidad de los supuestos adultos, pero que no se atrevía a rebelarse contra su arbitraria —por no decir tiránica— autoridad, Guillermo Brown se convertiría en el primer héroe de una tríada capitolina completada por Alicia y la pequeña Lulú (a la que también descubrí gracias a Adela, mi encantadora —en ambos sentidos del término— amiga de diez años).

Porque Guillermo no se limitaba a protagonizar audaces «travesuras» que yo no me habría atrevido ni a imaginar, sino que, además, problematizaba sistemáticamente el discurso de sus mayores, poniendo en evidencia sus lagunas y contradicciones.

Guillermo estaba muy ofendido. Sentado en la cerca de una granja próxima a su casa, se desahogaba con su fiel perro Jumble, el único que parecía dispuesto a escuchar sus quejas.

-¡No hay derecho! -exclamó con indignación-. No paran de decir que soy muy desordenado, y para una vez que ordeno dicen que siembro el… el…

-¿El caos? -terminó por él la frase alguien que se había acercado sin que Guillermo se diera cuenta. Era un hombre de unos sesenta años, alto y delgado, de penetrantes ojos azules y nariz aguileña.

-Eso, el caos -asintió el niño-. Y yo lo único que he sembrado es una judía en el patio de mi casa, junto al rosal, para ver lo del tropiezo grave.

-Supongo que te refieres al gravitropismo… ¿Y cómo es que te han acusado de sembrar el caos precisamente cuando habías ordenado? Disculpa mi curiosidad, muchacho, pero es que me interesan mucho las paradojas -dijo el hombre

Guillermo no tenía muy claro lo que eran las paradojas; pero no quería quedar como un ignorante, así que contestó con aplomo:

-Pues esta es una paradoja de las gordas. Mis padres tienen un montón de libros, unos mil o así, y los tenían metidos de cualquier manera en una estantería del salón. Y esta mañana los he ordenado con la esperanza de que me dieran una propina, media corona por lo menos, con lo que me ha costado ordenarlos todos por tamaños, en los estantes de abajo los más grandes y los más pequeños arriba. Y en vez de agradecérmelo me han echado una bronca.

-Interesante -dijo el hombre llevándose a la boca la pipa apagada que sostenía en la mano derecha-. Un bonito ejemplo de un conjunto cuyos elementos admiten distintas ordenaciones relevantes…

-¿Eres un profe o algo así? -preguntó Guillermo con suspicacia. No solía llevarse bien con los profesores.

Las aventuras de Guillermo Brown

-Algo así. Dora, mi mujer, y yo hemos fundado un colegio en Beacon Hill, cerca de Londres, donde no se obliga a los niños a hacer nada que no quieran hacer.

-¡¿En serio?! ¡Yo quiero ir a ese cole!

-Queda un poco lejos de aquí. Pero si pudieras venir, serías bien recibido, necesitamos chicos inquisitivos como tú… Si te parece, volvamos al desconcertante asunto del orden…

Guillermo no sabía lo que quería decir «inquisitivo», aunque por el contexto supuso que sería algo bueno. Pero sí que conocía el significado de la palabra «desconcertante».

-¡Y tan desconcertante! -exclamó-. Como que me han echado una bronca cuando me merecía media corona. Por lo menos.

-Supongo que tus padres habían ordenado los libros por autores -dijo el hombre-, es decir, habían puesto juntos los escritos por la misma persona, independientemente de su tamaño.

-Pero así quedan muy mal. Y no se aprovecha bien el espacio poniendo un libro pequeño donde cabe uno grande.

-Es cierto; pero así es más fácil encontrar el libro que buscas, y eso es una gran ventaja si no tienes problemas de espacio. Sin embargo, cuando hay muchos, realmente muchos libros y hay que aprovechar al máximo el espacio, como en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, que es la mayor del mundo, los colocan por tamaños, como has hecho tú. Así que el concepto de orden es relativo y depende de consideraciones de muy diversa índole.

-¿Y eso vale para más cosas o solo para los libros?

-Vale para casi todo. Piensa en una baraja sin estrenar. Las cartas están ordenadas por palos: corazones, diamantes, tréboles y picas, y dentro de cada palo, de menor a mayor: as, dos, tres, cuatro… Si las barajamos, diremos que ahora las cartas están desordenadas; pero ¿no sería más correcto decir que ahora están ordenadas de otra manera?

Siguen estando todas en un mismo mazo, una detrás de otra y mirando hacia el mismo lado. Tú podrías colocar las cartas de acuerdo con tus preferencias personales: las que más te gustan delante y las que menos detrás; para mí estarían desordenadas, pero para ti no.

-Eso pasa a menudo con mi habitación -dijo Guillermo asintiendo con la cabeza-. Para mí está ordenada, pero para mi madre no.

Guillermo Brown el travieso, el proscrito, el genial | La mano del  extranjero

-Mi amigo William James considera que orden y desorden son invenciones humanas, y pone el ejemplo de los garbanzos dispersos. Si tiramos al azar mil garbanzos sobre una mesa, luego podemos ir quitando garbanzos de manera que los restantes formen una figura geométrica, y podríamos decir que la figura ya estaba ahí y que los garbanzos que hemos quitado eran irrelevantes, mero material de relleno.

Es como lo que dice Miguel Ángel en un famoso soneto: que la escultura ya está contenida en el bloque de mármol y el artista solo tiene que quitar lo que sobra. Yo no estoy totalmente de acuerdo con James, pienso que hay un orden real ahí fuera; pero, desde luego, es muy difícil definirlo al margen de nuestras valoraciones subjetivas.

Guillermo no acababa de entender algunas de las palabras que utilizaba aquel profesor tan peculiar; pero una cosa estaba clara: lo que para algunos era orden, para otros podía ser desorden, y viceversa. Por lo tanto, la bronca que le había echado por ordenar los libros por tamaños era injusta.

-A los científicos no deja de sorprendernos el contraste entre el desorden aparente de muchos fenómenos naturales y el orden que encontramos en cuanto profundizamos un poco -prosiguió el profesor-. ¿No es asombroso que una cuantas fórmulas matemáticas, admirablemente sencillas, expliquen el funcionamiento de la naturaleza en toda su complejidad? -añadió abriendo los brazos, como para abarcar cuanto había a su alrededor.

Era una pregunta retórica; pero Guillermo, a pesar de no tener ni idea de las admirables fórmulas matemáticas, contestó con entusiasmo:

-¡Es asombroso, sí, muy asombroso!

-Y por si fuera poco, nos aguardaba otra sorpresa: si bajo el desorden aparente hay orden, bajo el orden hay un nuevo tipo de desorden -dijo el hombre mientras se sacaba un globo del bolsillo y lo hinchaba. Se lo lanzó a Guillermo, que lo cogió al vuelo, y prosiguió:

-Ese globo es una esfera casi perfecta, un objeto ordenado y en equilibrio estable; pero en su interior hay trillones de moléculas que se mueven caóticamente en todas direcciones, y que al chocar con la envoltura elástica la empujan hacia fuera y la mantienen tensa de manera uniforme…

Un caos invisible bulle por doquier, y por eso, a veces, una pequeña variación en las condiciones iniciales provoca cambios enormes en los resultados finales, como demostró Henri Poincaré, con quien yo solía discutir sobre los fundamentos de la geometría.

-Eso me recuerda una poesía que leímos en el cole… Por un clavo se perdió una herradura, por una herradura se perdió un caballo, por un caballo se perdió un caballero, por un caballero se perdió una batalla y por una batalla se perdió un reino.

-¡Sí, eso es! Es un poema de George Herbert, escrito en el siglo XVII, que anticipa uno de los desarrollos más prometedores de la matemática del siglo XX. Un simple clavo puede acabar provocando la caída de un reino, tan delicado es el equilibrio entre el orden y el caos.

Absorto en lo que decía aquel insólito profesor, Guillermo no se dio cuenta de que por el camino se acercaba un hombre de aspecto familiar. Muy familiar.

-¡Guillermo! -exclamó el hombre al verlo.

-¡Papá! -respondió el niño, sorprendido.

-Espero que no estés molestando a este caballero -dijo su padre.

-Todo lo contrario, señor -se apresuró a decir el forastero-. Su hijo ha tenido la amabilidad de deleitar a este paseante solitario con una amena conversación sobre el orden y el caos.

Guillermo el travieso

El padre de Guillermo, que era algo miope, enfocó la vista en el hombre que acababa de hablar y, tras pestañear con incredulidad un par de veces, exclamó:

-¡No es posible! ¡Usted es… sir Bertrand Russell!

-A su servicio -respondió el aludido con una leve inclinación de cabeza-. Ha sido un placer conversar contigo, Guillermo -añadió dedicándole al niño una amplia sonrisa-.

Recuerdo con especial regocijo un capítulo titulado «Cuestión de gramática», en el que Guillermo le pregunta a su padre:

—Papá, cuando estéis todos fuera el sábado, ¿puedo dar una fiesta?

—No, claro que no —contesta el señor Brown.

Pero, por una providencial coincidencia (Crompton suele utilizar una versión sui generis de las coincidencias típicas de la comedia de enredo con notable eficacia narrativa), al día siguiente, en clase de gramática, Guillermo se entera de que dos negaciones equivalen a una afirmación (del mismo modo que, en matemáticas, menos por menos es más), con lo que el doble «no» de su padre, por mor de las sagradas reglas gramaticales, se convierte automáticamente en un «sí».

El desarrollo de la historia no es difícil de imaginar, y termina con una amarga reflexión de Guillermo sobre los padres que desprecian la gramática.

En el mismo libro, algunas páginas más adelante, la señora Brown exclama:

—¡Guillermo! ¡Ya has jugado a ese horrible juego otra vez!

El niño, con el traje cubierto de polvo, la corbata debajo de una oreja, el rostro sucio y las rodillas llenas de arañazos, la mira con indignación y responde:

—No es cierto. No he hecho nada que tú me hayas dicho que no haga. A lo que tú me dijiste que no jugara fue a leones y domadores. Bueno, pues no he jugado a leones y domadores. Por nada del mundo volvería a jugar a leones y domadores.

-Bueno,  pues, ¿a qué has estado jugando? —pregunta su madre con voz cansada.

Guillermo el travieso

—A tigres y domadores. Es un juego completamente distinto…

El aparente sofisma de Guillermo nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del juego simbólico. Para un observador externo, como la señora Brown, no hay ninguna diferencia entre jugar a leones y domadores o a tigres y domadores: el mismo traje cubierto de polvo, la misma corbata debajo de una oreja, el mismo rostro sucio y las mismas rodillas llenas de arañazos.

Pero la parte más significativa del juego simbólico se desarrolla en la mente de los jugadores, por lo que no podemos dejar de comprender la indignación de Guillermo.

El error epistémico de su madre —al considerar que los grandes felinos son intercambiables— es comparable al de Edgar Rice Burroughs cuando, en la primera versión de Tarzán, puso a un tigre como anatópica mascota del hombre mono.

Un error con el que Guillermo no está dispuesto a transigir: el desternillante episodio, titulado «Guillermo ingresa en la Asociación de la Esperanza», termina con nuestro héroe —que le ha prometido a su madre que no volverá a practicar ninguno de los dos juegos mencionados— jugando a cocodrilos y domadores.

Entre 1935 y 1942, Editorial Molino publicó siete títulos de la serie de Guillermo Brown: Travesuras de Guillermo (1935), Los apuros de Guillermo (1935), Guillermo el proscrito (1939), Guillermo el incomprendido (1939), Guillermo el genial (1939), Guillermo hace de la suyas (1940) y Guillermo el conquistador (1942), que leí uno tras otro casi de un tirón.

Hasta 1959 Molino no publicó nuevos títulos de la serie, por lo que los siete primeros constituyeron mi canon infantil. Luego leí todos los demás —unos cuarenta, incluyendo algunos inéditos en castellano—, ya con ojos de adolescente o de adulto, aunque no por ello sin provecho (dos negaciones equivalen a una afirmación).

Los apuros de Guillermo, el segundo libro de la serie publicado por Molino, empieza con un episodio titulado Guillermo y los antiguos romanos, en el que nuestro héroe y sus amigos, los autodenominados Proscritos (en honor a Robin Hood y sus outlaws), al presenciar unas excavaciones arqueológicas, expresan su escepticismo ante una actividad tan absurda como la de desenterrar trozos de cerámica.

—No veo yo de qué sirve encontrar cacharros rotos —dice Guillermo con sarcasmo—. Yo podría darles un montón de cacharros rotos, que sacaría de la basura, si eso es lo que quieren. Nuestra asistenta siempre está rompiendo cacharros. Ella sí que habría sido una antigua romana estupenda.

El lector adulto podría sonreír con condescendencia ante esta supuesta ingenuidad infantil; pero sería una sonrisa estúpida. Porque, bien mirado, ¿tiene sentido desenterrar cacharros rotos, por muy antiguos y muy romanos que sean? Una cosa es buscar objetos arqueológicos que aporten información o que sen valiosos en sí mismos; pero valorar un «cacharro» igual a otros mil e indistinguible de sus imitaciones por el mero hecho de ser «auténtico» es mero fetichismo.

El espurio mercado del arte y de las antigüedades —por no hablar de perversiones como la filatelia— se basa en esa forma sacralizada de fetichismo, y no deja de ser una solemne estupidez (por no decir una aberración), tal como proclama Guillermo con justificado desdén.

Al igual que monsieur Jourdain, el burgués gentilhombre de Molière, habla en prosa sin saberlo, Guillermo es un pequeño epistemólogo que, sin proponérselo ni apenas darse cuenta, explora los límites del lenguaje y problematiza las bases del conocimiento. A alguien que le pregunta si sabe latín, le da una respuesta digna de un Oscar Wilde o de un maestro zen: «He aprendido bastante latín, pero sé muy poco».

  • Guillermo el ordenador
Ocho aventuras de Guillermo el travieso

Decía C. S. Lewis que no vale la pena leer un libro a los diez años si no vale la pena releerlo a los cincuenta.

Serán lecturas distintas, o incluso divergentes; pero si la primera fue provechosa, la segunda también lo será, y hasta puede que más. Mi lectura infantil de los siete primeros libros de Guillermo Brown me proporcionó un aliado imaginario en la lucha (casi exclusivamente mental, pero aun así básica para la supervivencia) contra las falacias y arbitrariedades del mundo adulto.

Y mi relectura, setenta años después, me ha ayudado a reconstruir —y a comprender mejor— mi evolución ética e intelectual. Y, de paso, me ha inspirado un relato-homenaje —titulado con deliberada ambigüedad «Guillermo el ordenador» que bien podría ser el primero de una serie.

Las semillas que algunos libros sobre todo los leídos durante la infancia plantan en nuestras mentes pueden tardar años en germinar, o décadas; pero suelen dar frutos jugosos.

nuestras charlas nocturnas.

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