actualidad, opinion, variedades.

Sobre la práctica de culpar…


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Michael Fassbender en Shame, 2011.
  • Enfoques filosóficos sobre el culpar

JotDown(P.M.Buitrago) — ¿En qué consiste culpar? ¿Cuándo es razonable esta práctica? ¿Qué formas adopta? Estas y otras preguntas vienen conformando en las últimas décadas un rico debate filosófico sobre la práctica del culpar, debate que tuve la suerte de conocer en profundidad gracias a las clases de Mabel Holgado en la Universidad de Málaga, quien ha trabajado extensamente esta temática universal.

A grandes rasgos, lo que se pretende en esta discusión es elaborar una buena teoría general de esta práctica tan humana (¿solo humana?) que permita, por un lado, establecer los parámetros para su buen uso, razonable y alejado de su empleo “patológico”, y, por otro, delimitar los casos “centrales”, claros, del culpar, respecto a los periféricos, vagos o dudosos.

Todos conocemos casos variados de la práctica del culpar. Pueden ir desde culpar en 2024 a Hernán Cortés hasta hacer lo propio con un hijo por portarse mal; desde el que nos roba la cartera hasta ese ordenador que ha dejado de funcionar y aporreamos con ira; culpamos a grupos enteros y a nosotros mismos. Parece evidente que es una práctica muy arraigada en nuestra psique.

¿Se debe culpar a los romanos por haber sido esclavistas hace milenios? ¿Me debo culpar por no ser capaz de dejar de fumar? ¿No es ridículo golpear con enfado la máquina que ya no funciona? ¿Qué significa este resentimiento que mantengo después de tantos años, acaso es razonable?

Culpamos al delantero de nuestro equipo que no ha marcado gol, al político que miente (aunque empiezo a tener dudas de esto), al amigo que nos llama menos de lo que debería, al borracho que vomita en nuestro portal, a la pareja que ya no nos quiere, al tiempo atmosférico y al atasco, al cáncer y hasta al hecho de haber nacido culpamos. Cualquiera diría que no hay límites para esta práctica.

¿Qué dice al respecto la vanguardia de la filosofía moral contemporánea?

Someramente: el enfoque cognitivo presenta el culpar como un juicio o evaluación negativa de un agente sobre otro; el emocional, como su nombre indica, habla de emociones negativas reactivas como característica central del culpar; el enfoque conativo quita el acento de las emociones y lo pone en la relación, como por ejemplo en la retirada de la buena voluntad hacia el otro.

También se puede mencionar al enfoque funcional, centrado en el propósito del culpar, en su sentido. Vemos así que hay un juicio, que hay emociones, que hay funcionalidad y que hay relaciones entre agentes. La clave está en el énfasis que da cada enfoque a su aspecto predilecto del culpar.

Esto del culpar acaba resultando, por tanto, un tema endiablado, pero pienso que ello lo hace más atractivo. La postura que defenderé parte de dos premisas. Primero, el origen, núcleo y fundamento de la práctica social del culpar lo encontramos en una emoción: la ira (con lo cual, queda claro a qué enfoque me adhiero).

La ira se relaciona con nuestras limitaciones cognitivas. Segundo, sostengo como realidad más plausible el hecho de que la libertad no exista (y adelanto que no sería tan malo como pueda parecer). Argumentaré estas dos premisas para examinar la razonabilidad de la práctica del culpar.

  • La ira, esa emoción
La culpa siempre es del otro - Nihil Obstat

La ira es una emoción sujeta a una gradación continua con, al menos, dos variables, intensidad y tiempo, y que puede ser comparada con manifestaciones energéticas, que van de la irritabilidad (acalorarse) a la furia (explotar), pasando por la indignación (quemarse) o el resentimiento (mantener la incandescencia).

En función de esta gradación, la ira es una emoción que constituye, en acto, un gasto considerable para quien la experimenta, y, en potencia, para quien va dirigida.

Llegué a la conclusión de que la ira es el núcleo del culpar al darme cuenta de que es necesaria y suficiente para que se dé el fenómeno: es necesaria porque sin esta emoción el culpar se diluye por completo, pues resulta muy difícil, si no imposible, imaginar un culpar completamente frío, indiferente, sin atisbo de motor emocional; es suficiente porque la encontramos en todos los modos del culpar, desde la autoinculpación hasta la culpa vicaria en tercera persona, pasando por la culpa silente o la comunicativa, la que conduce a cambiar de actitud o de juicio, o las derivadas de todo tipo de relación, o sin ella.

Además, no hay ira que no sea culpante. Su identificación es plena. Por ello, la ira permite filtrar casos dudosos: ¿culpa el juez que dicta sentencia sin sentir emoción alguna hacia el condenado? En mi opinión, no: no basta con el juicio, con la evaluación (enfoque cognitivo). Lo de ese juez se parece más a un diagnóstico médico que al culpar. Más aún, la práctica del culpar carece con frecuencia de juicio consciente. Para eso, entre otras cosas, existen las emociones.

No obstante, señalar que el culpar es experimentar una emoción supone no decir mucho. Filosóficamente, sería natural preguntarse por qué la ira y no más bien la nada. Veamos, pues, la ira como origen del culpar: afortunadamente, la ciencia nos proporciona ya algunas buenas respuestas: antropólogos, psicólogos evolutivos y otros especialistas han descrito la ira, en un trabajo reciente, como “un sistema cognitivo computacionalmente complejo, que evolucionó para negociar un mejor trato”.

Creo que este origen evolutivo es el único nexo de unión entre las diferentes culturas y sus modos característicos de culpar. Una implicación universal que encontraron en este estudio fue el repertorio típico de expresiones faciales y vocales de la ira humana. También hallaron que la ira se intensifica cuanto más ha sido despreciada la persona del ofendido, lo que no puede extrañarnos.

Nos encontramos aquí toda una imbricada variedad de respuestas fisiológicas, expresivas y cognitivas, las cuales tienen como fin la optimización de la autoconservación. El rastreo evolutivo de esta emoción nos puede llevar cuando menos hasta las fricciones entre hormigas pertenecientes a la misma casta, pero baste en este trabajo con señalar que, sin duda, el culpar o la ira no son manifestaciones exclusivamente humanas: están bien documentadas entre los tipos de reacciones de los chimpancés cuando experimentan lo que se ha llamado “decepción social”.

Nuestra especie padece respuestas fisiológicas muy negativas ante la pérdida de seres queridos, la soledad o el ostracismo, circunstancias que despiertan en nosotros emociones intensas, dolor psicológico, pérdida de salud, locura y muerte.

Estos resortes, de un poderío destacable, difícilmente nos constriñen por pura casualidad: resulta más que plausible la idea de que la selección natural los ha ido afinando e intensificando para que no cometamos el error letal de optar por una vida alejada del grupo.

Es la misma existencia de estos resortes lo que debe llamarnos la atención: parecen reflejar el hecho de que la sociabilidad es un equilibrio frágil que precisa un fuerte pegamento. Así las cosas, resulta claro que existe una fuerte tensión entre nuestras tendencias individualistas y sociales.

La sociabilidad es una horma que no ha terminado de adaptarse del todo bien a nuestro zapato: la fricción y el conflicto entre individuos del mismo grupo son una constante en nuestra vida comunal. Se hizo preciso incidir en el comportamiento del prójimo, hacerle ver que nos daña, que nos damos cuenta, y que ello tiene consecuencias.

▷ No permitas que los demás usen la culpa para dictar tus decisiones ⋆  Rincón de la Psicología

Las distintas “combustiones” de la ira se producen con independencia de la relación que nos venía uniendo al culpado (enfoque conativo), es decir, todas se pueden dar con independencia del carácter de ese lazo, como se intuye fácilmente del esbozo de casuísticas, porque la furia o el resentimiento sirven para influir en el comportamiento tanto de desconocidos como de íntimos (la ira es poderosa y por desgracia funciona también como pegamento social, de ahí la importancia histórica de los chivos expiatorios).

Estas variedades de la ira las considero también el fundamento del culpar porque constituyen constricciones que serán indispensables para analizar la razonabilidad de la práctica.

La constricción que suponen la entiendo en sentido fuerte, ya que descarto que la regulación emocional de la que somos capaces se halle en un plano superior, pues no sería más que otra emoción (como el miedo, la vergüenza o la angustia), de igual rango, en colisión.

Haré un inciso respecto a la idea de la última oración, que es complicada: se suele considerar que un gran poder humano consiste en regular nuestras propias emociones. En este sentido, este poder nos haría diferentes. Esta capacidad nos permitiría, por ejemplo, decidir querer algo incompatible con lo que queremos: por ejemplo, nos permitiría querer no fumar, aunque queramos fumar.

Y actuar en consecuencia. Sin embargo, tiendo a pensar que todo se resume en nuestras emociones en colisión: quiero fumar porque tengo síndrome de abstinencia, pero no quiero fumar porque tiene mil desventajas que me provocan, pongamos, vergüenza.

Además, me dan miedo los efectos en mi personalidad de la abstinencia, pero me da rabia (¡ira!) no ser capaz de controlarlo. Como decía Nietzsche, somos un parlamento, y yo añadiría que un parlamento, concretamente, de nuestras emociones. Por supuesto, nos identificamos con las emociones que nos hacen sentir mejor o cuadran mejor con el relato que nos hacemos de nosotros mismos y nuestra vida. Pero basta con lo dicho para este inciso.

Otro tipo de constricción, relacionada con las anteriores y no menos importante, es la cognitiva, clave añadida para fundamentar la práctica del culpar. Como afirma uno de los impulsores de la psicología evolutiva, John Tooby: “Nuestras mentes han evolucionado para representarse las situaciones de un modo que resalte el elemento del nexo causal que podemos manipular para alumbrar un resultado deseado”.

En otras palabras: a la red causal le damos el hachazo donde podemos y nos conviene. Los factores estables de la situación, ajenos a nuestra capacidad de manipulación, difícilmente aparecen en nuestro poco elaborado mapa mental de causas, ya sea porque aún no hemos accedido a su conocimiento, o porque nos exijan un excesivo gasto energético para su comprensión. Resulta fácil adivinar que el comportamiento ajeno, aunque no todo, sí entra en el reino de nuestras posibilidades de incidencia.

Corrige el error y camina sin culpa” por Tona Galvaliz – VIVIR PLENAMENTE

Esto explica, como se verá más adelante, que la culpa vaya dirigida especialmente y con mayor intensidad hacia aquellas personas permeables a nuestra ira, susceptibles a su eficacia, lo que descarta a los locos y a los niños pequeños, por ejemplo (otro inciso: claro que a veces se culpa a un niño pequeño o a un loco, pero es claramente un caso “patológico” del culpar, porque quien culpa así hace el primo, o algo peor).

Por todo ello, estos dos tipos de constricciones (emocional y cognitiva) serán fundamentales para el estudio de la razonabilidad del culpar que pretendo, pues explican la necesidad e importancia de la ira. Sin embargo, ahora necesito introducir otro tema para explicar una tesis que ha sido con frecuencia malentendida.

  • Significado de la tesis determinista

El determinismo, también llamado incompatibilismo, es la tesis que defiende la imposibilidad de la existencia de la libertad en un universo caracterizado por una materialidad sujeta a la causalidad. Desde esta visión, resulta harto complicado concebir siquiera qué podría ser la libertad, y qué entienden por ella los que sostienen su existencia, de manera análoga a la dificultad que encuentra un ateo o un materialista cuando les hablan de dios o el alma.

Todas ellas son instancias que no aparecen en nuestra cotidianidad, independientemente de que muchos crean intuitivamente en su existencia. En cambio, sí podemos observar que todo ocurre por algo que le precede, hay un desenvolvimiento en las cosas, que se siguen y determinan unas a otras, por más que nuestras limitaciones nos impidan identificar en su globalidad la red dinámica en que se instalan.

Esto también explica nuestra creencia en la existencia del azar, que no es más que nuestra falsa solución al problema de la mencionada limitación. Dicho de otra forma, para resumirlo: suele decirse que el determinismo no está demostrado, pero habría que preguntarse si no es el libre albedrío el que debería ser demostrado.

Soy de la opinión de que los seres humanos no somos más que un tipo de organización de la materia. Niego la libertad porque la considero imposible de comprender: no basta con ser un negativo del determinismo, como no basta ser un negativo de la materialidad para comprender la inmaterialidad.

Así las cosas, en cada momento de su actuar, cada ser humano no pudo haber actuado de otra manera: solo nos queda imaginar, fantasear que con otro elemento condicionante en la ecuación se hubiera actuado de otra forma. El conjunto de sus circunstancias -conocimientos, emociones, salud y demás elementos internos profundamente imbricados, por no hablar de los externos- ofrece en cada momento un producto inevitable, que no pudo ser otro.

Culpar a los demás: cómo evitarlo y asumir tus culpas

Esta es la tesis del determinismo, la cual comparto.

En cualquier caso, no queda más remedio que aceptar el hecho de que este problema filosófico, quizás el más importante, aún no ha sido resuelto, y posiblemente no lo sea nunca.

Sin embargo, me inclino a pensar que el libre albedrío caerá (empleo indistintamente los conceptos “libertad” y “libre albedrío” porque, ya sea en el decidir o en el actuar, igualmente no contemplo su existencia), como cayó el geocentrismo.

Mientras tanto, creo que viene bien ir adelantando sus implicaciones para la moral, a menudo tergiversadas u obviadas por los defensores de la libertad, que son inmensa mayoría en esta disciplina.

  • ¿Qué tiene de razonable culpar?

Gran parte del éxito de nuestra especie y de nuestra salud psicológica -dos aspectos que, por otro lado, también entran en colisión con frecuencia- se ha edificado sobre la base de una percepción distorsionada de nosotros mismos. Sin embargo, propondré que esta dicotomía es falsa: afinar nuestro autoconocimiento puede redundar en beneficio de nuestro bienestar.

Preguntar por la razonabilidad del culpar es tanto como cuestionarse la razonabilidad de la ira.

Explicada esta emoción, se tratará de ver cómo se puede integrar en el conjunto de la vida humana. La eficacia es una noción básica para comprender su necesidad: la ira evolucionó para ser eficaz, o, más exactamente, ha llegado hasta nosotros porque en el pasado fue eficaz, funcionó, y no encuentro razones para sostener que haya perdido esta cualidad en la actualidad.

Esto me permite establecer una clasificación aproximada entre los posibles casos de la práctica del culpar:

  1. Caso central: tiene efecto directo: es el culpar que incide en el culpado, como puede ser el culpar comunicativo.
  2. Caso lateral: posee efecto indirecto: es el culpar que incide en otro, pero no en el culpado. Es la culpa vicaria, de terceros, lanzada para buscar la concordancia con nuestro interlocutor.
  3. Caso periférico: aquí la práctica es inefectiva: es el culpar a elementos estables de las cosas, sin posibilidad real de incidir en ellas.

No pongo ejemplos de cada caso porque son fáciles de imaginar, además de divertidos cuanto más groseros. Estaré encantado de leerlos en comentarios.

La ira es eficiente porque otros modos de incidencia en el prójimo suelen suponer un gasto superior en tiempo y energía. Respecto a sus fines, la ira sirve para multitud de propósitos: incidir en el comportamiento ajeno, cambiar la propia actitud, recordar las afrentas, prevenir el daño…

También sirve a los propósitos del culpado: le permite desarrollarse como individuo socializado, evitando el aislamiento: supone tomarlo en serio e integrarlo en el juego emocional que supone la vida comunitaria. De este modo, la ira protege y moldea a las personas.

Cómo acabar con el sentimiento de culpa permanente | Mente

Del mismo modo, desde una postura determinista la principal justificación del culpar es su eficacia, comprendiendo el importante condicionante que supone en nuestro obrar. Para quien continúa instalado en la creencia en la existencia de la libertad, esto supone una pérdida de la inocencia de cualquier culpar, pérdida que nos volvería intolerablemente fríos y duros con el culpado. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que en un mundo determinista la inocencia no se pierde jamás.

Algunas ventajas derivadas de la asunción determinista las encontramos en la primacía que alcanza la facultad de la comprensión: si enfadarse con alguien supone tomarle en serio, tratar de comprender sus condicionamientos es tomarle en serio en un grado superior, más “humano”.

La comprensión es la capacidad costosísima que se traduce en un conocimiento biográfico relativamente exhaustivo, y es una capacidad que, a diferencia de la ira, nos distingue en buena medida del resto de mamíferos.

En las terapias sobre adicciones o problemas psicológicos podemos entender fácilmente que se suspende el juicio (y antes que el juicio, la ira) porque se reconoce al sufriente como perjudicialmente condicionado, buscándose nuevos condicionamientos (como podrían ser nuevos entendimientos sobre el mundo o sí mismo) que incidan positivamente en su comportamiento, mejorando, precisamente, sus condiciones de vida.

En terapia no se culpa porque se comprende y, sobre todo, ya no vale para nada.

Por añadidura, encuentro ciertos inconvenientes derivados de la creencia en la libertad, pues atribuir esta cualidad descarga nuestra conciencia cuando abusamos del culpar, y por ello es frecuente comprender aquí al enemigo como malvado, la pareja de modo egoísta o a algunos conciudadanos negligentemente estúpidos: la mala voluntad, como la buena, impregna nuestra percepción del otro, y ha sido coartada para la aplicación de inimaginables sufrimientos durante miles de años.

Del mismo modo que el dolor, la ira es un desagradable sistema de alerta que nos protege, una consecuencia ambivalente del devenir evolutivo. Sin embargo, a diferencia del dolor, la ira no es exclusivamente interna, sino que se expande y descarga en otros. Este efecto, lógico y grave, ha propiciado con probabilidad nuestra fantasía de libertad, como justificación mediante el juicio de merecimiento.

Por si fuera poco, la creencia en la libertad incrementa la angustia psicológica, ya sea ante el castigo padecido (“soy malo”) o ante el ataque, que suele resultar más perturbador cuando procede de una persona que de un simple hecho físico, a igualdad de daño: de sentimientos de culpa y traumas infligidos por humanos están llenas, concretamente, las clínicas psicológicas.

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No obstante, está lejos de mi intención lanzar sin más una propuesta inhumana para el buen culpar. Prescindir de la ira o culpar parece tan difícil como hacerlo del dolor (tarea para faquires, por tanto). Además de difícil, sería una renuncia peligrosa, como es obvio. En el ámbito público, donde pueden establecerse instancias intermedias y costosas en aras de la objetividad y la comprensión, la erradicación del culpar me parece inexcusable a partir de un cierto grado de civilización.

Necesitaremos seguir protegiéndonos de comportamientos peligrosos, pero el reproche y la venganza creo que son evitables. Respecto al ámbito privado, pienso que se abre un horizonte de perfección, tendente a la disminución del culpar, siempre y cuando se sustituya por la comprensión, y ésta no suponga un gasto imprudente.

Mientras tanto, y según las irreductibles características de cada caso, presento la siguiente lista de opuestos posibles: el resentimiento nos seguirá recordando cosas como que debemos protegernos del daño que nos produce el comportamiento de otro, librándonos de una vida peor, o consumiéndonos en sus brasas; la furia, explosiva, nos ayudará a cortar de raíz las evoluciones catastróficas de una mala situación interpersonal, o su exceso nos arruinará la vida; la irritación, punzante y no definitiva, ayudará a que cualquiera nos tome en serio o a amargarnos el día a día; por último, la mera indignación o enfado podrá fortalecer o degradar una relación.

Por supuesto, la anterior relación es tentativa y aporta una limitadísima lista de posibles situaciones. A partir de aquí, podría etiquetar determinados comportamientos ideales, pero considero imposible establecer una guía de acción o un código que pueda iluminar estas aguas turbias.

En otras palabras, podemos discutir un caso (mediatizados sin duda por nuestra cultura y experiencia), pero no podemos confeccionar una plantilla razonable antes de conocer el mismo. Y conocer, como he intentado dejar claro respecto al ámbito de la psique humana, es una tarea titánica.

Para un determinista, protegerse del otro (y de uno mismo) es protegerse del universo. Dependerá del grado de fuerza e inteligencia la forma de incidir, porque no se trata de otra cosa: incidir y condicionar el comportamiento propio y ajeno. ¿Qué es lo mejor para un determinista? La inclinación de la balanza: menos sufrimiento y más comprensión, lo que directa e indirectamente repercutirá en su beneficio.

(Nota: no he hablado de ese entrañable negativo del culpar, el perdón. Y no lo he hecho porque realmente no es un negativo, no es su contrario: es una posible consecuencia. Para perdonar se precisa haber culpado antes).

nuestras charlas nocturnas.

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