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Ebla: la primera biblioteca de la historia…


Una vista aérea permite apreciar la estructura de la antigua Ebla: una acrópolis central sobre una colina, rodeada por una amplia ciudad baja y separada de la campiña por un muro.

National Geographic(J.S.Ascaso) — «Yahora, a casa. Es hora de cenar». El sol se ponía en Ebla, y aquella tarde de otoño su disco aún refulgente cegó a Tira-Il, el escriba, al salir de la fresca sala del palacio real donde, sobre una tabla de arcilla, había copiado una interminable lista de pueblos y ciudades. No había sido una tarea fácil. Todavía era joven, aunque él mismo no sabría decir exactamente su edad –como nadie en aquella época–. ¿Veinte años, tal vez?

Su vista era excelente, y la mano, ágil para grabar con el punzón los cientos de signos de la lista que había terminado: once columnas de veintitrés líneas cada una en una cara de la tablilla, y dos columnas más en el reverso. En total, doscientos ochenta y nueve nombres de sitios, ki. 

En sus ojos bailaban aún los signos: an-tu-ki, u-ra-nu-ki, u-ga-ra-at-ki…Tira-Il aún sentía a sus espaldas el aliento de Azi, el maestro escriba que vigilaba su mano. No fuera que el escriba jefe, Enna-Il, los castigase a los dos a repetir la tarea y quedarse sin cenar. Había que estar atento porque los escribas eran sólo un puñado, y la mayoría no podía trabajar en los archivos reales. La competencia era dura, y los inspectores, severos.

Desde las estancias del palacio, Tira-Il se encaminó hacia las callejas de la ciudad baja donde vivía, soltero aún, con sus padres. Era hijo de escriba, como lo fueron su padre y su abuelo. La escritura era una profesión que se heredaba, como la de carpintero, orfebre o curtidor. 

Los buenos profesionales eran empleados de palacio y contaban con un salario fijo que se les pagaba en grano para llenar la escudilla y fabricar cerveza, en lana para el vestido y aceite para la lámpara. 

Entre las tablillas de Ebla se han encontrado algunas cartas dirigidas al faraón Pepi I de Egipto, representado aquí como oferente en una estatua de grauvaca del Museo de Brooklyn, Nueva York.

A esa hora, las callejas enrevesadas olían a humo y a gachas cocidas con sebo, ajo y algo de cecina. Donde acababan los barrios extremos comenzaban las huertas y los campos de cereal. El palacio que acababa de abandonar lucía en lo alto de la colina, al sol poniente. A lo lejos, la muralla circular, en la que se abrían cuatro imponentes puertas, cerraba el horizonte. Pero Tira-Il no durmió aquella noche. 

A la primera vigilia se dio la voz de alarma, y en la segunda vigilia ya eran muchos los que se agolpaban en la muralla oriental, mezclados con los guardias de la puerta del noreste. Allí donde, en noche cerrada, no debería de verse nada, se divisaban varias hogueras: las alquerías y corrales extramuros estaban ardiendo.

– De la destrucción al despertar

Al alba, el sol iluminó una masa de gente armada. Una nube de flechas cayó sobre las murallas y los primeros asaltantes escalaron las defensas. Su acento sonaba a gentes del este, de la estepa, del Éufrates o incluso del Tigris. Cualquiera sabía. Iban bien pertrechados. No eran nómadas ni bandidos, sino soldados.

 Los enemigos penetraron en la ciudad baja y subieron hacia el palacio real. El edificio ardió. La techumbre se derrumbó y sepultó el archivo con miles de tablillas, entre ellas la que Tira-Il había escrito trabajosamente aquel aciago día.  

Tablilla cuneiforme asiria del siglo XIX a.C. en la que se describe una disputa familiar por la posesión de esclavas. Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.

Cuatro mil trescientos años más tarde, en 1964, arqueólogos italianos de la universidad romana de La Sapienza empezaron las excavaciones en el lugar que los lugareños llamaban Tell Mardikh, un yacimiento de 56 hectáreas a 55 kilómetros al sur de Alepo, en Siria. ¿Qué ciudad se escondía bajo aquellas ruinas?

En la campaña de 1968, el arqueólogo Paolo Matthiae sacó a la luz una estatua de basalto. Le faltaba la cabeza, pero era una estatua parlante: tenía grabada una inscripción.

En ella, el epigrafista de la expedición, Giovanni Pettinato, consiguió leer el nombre de un tal Ibbit-Ilim, el «rey de la estirpe eblaíta» que mandó esculpir la figura «cuando la diosa Ishtar se manifestó en Ebla».

El enigma del nombre antiguo de Tell Mardikh estaba resuelto. Ebla comenzaba a hablar pronunciando su viejo nombre.

Del palacio real de Ebla (arriba) se ha dicho que constituye la primera manifestación de una arquitectura monumental en la antigua Siria.

Sin embargo, el descubrimiento más extraordinario llegó en 1975, cuando se estaba cerrando la temporada de excavaciones. La campaña había sido relativamente fructífera porque se confirmaba algo que ya sugería la campaña anterior, de 1974, en la que se habían encontrado las primeras cuarenta tablillas del III milenio a.C.

Estas tablillas indicaban que Ebla fue un Estado gobernado por un en («rey») y que se había relacionado con las lejanas metrópolis del Éufrates y Mesopotamia.

Animado por estos hallazgos, Matthiae decidió concentrar las excavaciones en lo que parecía ser el palacio real. Durante la campaña de 1975 se fueron encontrando más tablillas: unas mil, cantidad ingente para un yacimiento del III milenio a.C.

Pero fue al final de la temporada, con las maletas casi hechas, cuando se estremeció el yacimiento: en la zona del llamado palacio G comenzaron a aparecer no cientos, sino miles de tablillas y fragmentos. 

Arriba, la biblioteca del palacio G de Ebla cuando fue descubierta en el año 1975, con tablillas semienterradas.

Los arqueólogos habían encontrado el archivo estatal de Ebla o, mejor dicho, lo que quedaba de él después de que la ciudad fuese destruida. Los documentos, que se podían fechar en torno a 2350 a.C., estaban agrupados por temas para facilitar su consulta por los funcionarios.

Incluían textos destinados al aprendizaje de la escritura y de las dos lenguas cuyo dominio se exigía en la administración, el sumerio y el eblaíta: listas de signos o palabras, diccionarios bilingües sumerio-eblaítas, ejercicios…

– En la biblioteca

Los números de inventario indican que en el archivo central se depositaron unas 3.500 tablillas que se encontraron repartidas en siete espacios diferentes, una especie de secciones cuyas características concretas no quedan muy claras. Los textos conservados cubren solamente los tres últimos reinados.

Dirigidos por Paolo Matthiae y Alfonso Archi (el epigrafista sucesor de Giovanni Pettinato), los arqueólogos italianos clasificaron las salas del archivo central con letras mayúsculas que van de la A a la H. De todas las secciones, la sala C (que también aparece clasificada como L. 2769) sobresale por la luz que arroja sobre las prácticas archivísticas del III milenio a.C. 

Es un espacio no muy amplio, de 5,10 metros de largo y 3,55 de ancho, pero está conectado tanto con la sala de audiencias como con las oficinas de la administración real, lo que indica la importancia de los textos que allí se custodiaban. 

Con una educación superior y un puesto en la administración de la ciudad, los escribas constituían una de las clases altas del mundo mesopotámico. Esta estatuilla del escriba sumerio Dudu fue dedicada al dios Ningirsu sobre el 2600 a.C. en la ciudad de Girsu, Irak.

El archivo contiene la documentación relativa a los últimos cuarenta años de Ebla, pero tan sólo setenta tablillas, redactadas por los mejores escribas –el maestro Azi entre ellos–, fueron consideradas lo bastante importantes como para ser depositadas aquí.

Los contenidos son muy variados: desde tratados con otras ciudades o cartas de otros soberanos hasta resúmenes anuales de las cabañas de vacuno y ovino, y, sobre todo, contabilidad de metales preciosos (oro y plata) y de tejidos entregados a particulares o a la administración central.

Una tablilla, por ejemplo, contiene el tratado entre el rey de Ebla y la ciudad de Arbasal: «Esto le dice el rey de Ebla a la ciudad de Arbasal» respecto a los nómadas incontrolados: «Que, a todos los que actúen con malas intenciones, el dios Sol, el dios Tempestad y la diosa Venus, al verlos, los aniquilen tan pronto hayan expresado sus inicuos propósitos.

Que a sus caravanas, cuando vayan de camino, no se les proporcione agua potable y se les niegue el derecho a refugio. Y en cuanto a ti [Arbasal]: Si [te asocias con los nómadas y] emprendes una campaña malvada, faltarás al juramento». 

Estatua sedente de un rey de Ebla tallada a principios del segundo milenio a.C. Piedra caliza con incrustaciones de concha, Museo de Arte de Cleveland.

Otra tablilla contiene la carta que Ibubu, superintendente de palacio de Ebla, envía al reino de Hamazi: «Tú eres mi hermano y yo soy tu hermano; cualquier deseo que salga de tu boca, hermano, yo lo satisfago, y tú satisfaces el deseo que sale de mi boca. 

Mándame buenos mercenarios, te lo ruego, pues tú eres mi hermano y yo soy tu hermano; yo he entregado al mensajero para ti diez muebles esh de madera y dos adornos ashud de madera». 

Los textos de Ebla, pues, constituyen una fuente esencial de información sobre el Próximo Oriente en el III milenio a.C. e iluminan todo tipo de cuestiones, incluyendo el casamiento de princesas eblaítas con reyes sirios y mesopotámicos, una política matrimonial con la que las dinastías locales trataban de consolidarse en el poder. 

– Pasto de las llamas

Las tablillas de la sala C se encontraron amontonadas en el suelo original de la estancia y, según la posición en que fueron halladas, los arqueólogos pudieron reconstruir parcialmente el sistema del denominado archivo central C: las tablillas habían sido archivadas en tres niveles de baldas de madera, y distribuidas según el contenido y la fecha.

Los textos fueron concebidos y redactados según la tradición administrativa sumeria. Los escribas de Ebla, que hablaban un dialecto semítico sirio, debieron de aprender el sumerio y su sistema de escritura, que usaba centenares de signos cuneiformes para expresar las diferentes sílabas o palabras.

Para aprenderlos confeccionaron listas de los signos y las palabras que tenían que memorizar. Así, por ejemplo, un escriba hizo una lista de 1.204 palabras sumerias y, en una columna paralela, escribió los equivalentes en eblaíta, la lengua siria local. Que sepamos, este texto es el primer vocabulario bilingüe de la historia de la humanidad.

En las ruinas del archivo central, los arqueólogos encontraron las líneas con que Tira-Il había concluido su atlas geográfico antes de que las llamas devorasen el palacio: «Nombres de ciudades: / La tablilla la ha escrito Tira-Il. / El maestro ha sido Azi. / El inspector ha sido Enna-Il».

Pero la destrucción de Ebla en 2335 a.C., que arruinó el palacio G y los archivos centrales, fue sólo la primera. La ciudad fue arrasada de nuevo en torno a 2000 a.C., y por tercera y última vez en 1600 a.C. Tuvieron que pasar más de cuatro mil años para que alguien volviera a pronunciar las palabras escritas en su antigua y olvidada lengua. 

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