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Si te avisan del peligro …


si te avisan del peligro
Un funeral en Gaza, en el año 2014. Imagen Cordon Press.

JotDown(I.Tarrés) — A pesar de que la sabana africana es el hábitat natural del rinoceronte negro, puede que cualquiera de nosotros conozca mejor esos paisajes —ya sea por fotos o vídeos— que ellos. La explicación reside en que este animal no tiene muy buena vista, y por lo tanto es común que no advierta la presencia de cazadores en su cercanía.

Sin embargo, algunos cuentan con una ayuda que tampoco ven, pero escuchan: la de los pájaros picabueyes (o bufágidos) que se posan en sus lomos para alimentarse de garrapatas o heridas, y emiten un sonido cuando reconocen la amenaza humana. Gracias a esta alarma sonora, este mamífero en peligro de extinción puede, en muchos casos, elevar su atención y así salvar su vida.

Los paisajes de Varsovia son muy diferentes, pero en el año 1942 Bronisław Geremek también tuvo su salvador particular allí, precisamente en un tranvía, siendo «un niño de diez años demacrado y medio muerto de hambre», tal como rescata la anécdota en su último libro, Europa – Una historia personal (Taurus, 2023) el periodista inglés Timothy Garton Ash.

«Aunque lleva puestos cuatro jerséis, tirita pese al calor de agosto. Todos lo miran con curiosidad. Está seguro de que todos se dan cuenta de que es un niño judío que ha escapado del gueto de Varsovia a través de un boquete del muro. Por suerte nadie lo denuncia y un pasajero polaco lo advierte de que tenga cuidado y no se siente en la zona marcada como «Nur für Deutsche» («Solo alemanes»)».

Geremek no solo sobrevivió, sino que llegó a ser ministro de Polonia y un importante historiador. No obstante, como si su existencia hubiese estado marcada por las vicisitudes del tránsito, a sus setenta y seis años se durmió al volante del coche y se estrelló contra una furgoneta que venía en sentido opuesto, y ya no volvió a abrir los ojos.

Unos años antes, en Nueva York, quien sí los abrió, o quizá habría que decir que se los abrieron, fue Frederick Steiner. Lo relataba en una entrevista, cincuenta y cinco años después, su hijo George, reconocido profesor, crítico y teórico de literatura.

Era 1940, en Europa ya había comenzado la guerra, y el primer ministro francés le pidió «que viajara a Estados Unidos como parte de una delegación comercial para negociar con los alemanes la compra de aviones de caza Grumman». Por ese entonces, el país que iba a visitar era neutral, y en sus calles se mezclaban banqueros, ingenieros y enviados nazis.

Pese a este aparente distanciamiento de la realidad al otro lado del océano, meses después se estrenaría en esa misma ciudad The Great Dictator de Charles Chaplin, adelantada sátira antibelicista.

El film contiene un pasaje, por cierto, donde el comandante Schultz (Reginald Gardiner) le hace una poderosa (y premonitoria si se la traslada a la vida real) advertencia al dictador Hynkel (Chaplin) —trasunto de Hitler—antes de ser arrestado con destino a un campo de concentración:

«Muy bien, pero recuerda mis palabras / Tu causa está condenada al fracaso porque está cimentada en la estúpida, despiadada persecución de gente inocente / Tu política es peor que un crimen / Es un error garrafal».

Por qué debemos escuchar de nuevo el discurso de Chaplin contra el fascismo  : Ethic

El director y actor inglés, sin embargo, confesaría en su autobiografía: «Si hubiera conocido los verdaderos horrores de los campos de concentración alemanes, no hubiera podido hacer El gran dictador, no hubiera podido reírme de la locura homicida de los nazis».

Se encontraba, decíamos, el señor Steiner en un almuerzo en el Wall Street Club, sentado junto a representantes del tesoro público estadounidense, los bancos y la delegación francesa.

«En un momento dado, un camarero le entregó a mi padre una nota escrita que le enviaba un caballero de otra mesa. Mi padre rastreó el comedor con la mirada y vio a los miembros de una delegación nazi con la cruz gamada en la solapa».

Reconoció entre ellos al autor, alguien con quien había hecho negocios hasta 1933, año en que el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán ganara las elecciones federales, con Hitler como canciller, y se convirtiera tres semanas después en un régimen totalitario. Sin intención de tener vínculo alguno, rompió el mensaje en pedazos.

Más tarde fue al baño, y el alemán, que estaba esperándolo allí, lo agarró del brazo y le dijo:

«Más te vale que me escuches, te guste o no. No puedo darte ningún detalle, porque no tengo más información, pero vamos a entrar en Francia cualquier día de estos. Saca a tu familia de allí como sea».

Era uno de los directivos de Siemens, la empresa eléctrica más importante de Europa en aquel momento». A pesar de los recelos, Steiner le hizo caso, y no regresó a Europa con la excusa de que las negociaciones se iban a extender. Su familia aprovechó para subirse a un barco y viajar a su encuentro.

«La reunión en la que se adoptó el plan para la «solución final de la cuestión judía» todavía no había tenido lugar, pero en Polonia ya habían empezado las matanzas, y los de Siemens sabían algo».

«Los de Siemens» seguramente sabían bastante. Tal como novela Éric Vuillard en El orden del día (Tusquets, 2018) otra reunión sí se había llevado a cabo, con fecha y lugar precisos: el 20 de febrero de 1933 en el edificio del Parlamento alemán, en Berlín. Siete años antes de la comida en Nueva York.

Allí, el presidente de la cámara, Hermann Göring, y el propio señor austríaco del bigote, reunieron a los más importantes industriales del país para decirles que «había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un Führer en su empresa».

Hermann Göring - Death, Nazi & Hitler
Hermann Göring

Pero para eso debían liderar los comicios del cercano 5 de marzo. Y para la campaña no tenían un duro. Atentos les escucharon los dueños y representantes de algunas empresas conocidas por todos: Opel, Krupp, Bayer, Agfa, Varta, Allianz, BASF, entre otras. Allí estaba también Wolf-Dietrich von Witzleben, secretario particular de Carl von Siemens.

Y todos ellos se comprometieron con la causa nazi, entregando miles y miles de Reichsmark o marcos imperiales. Lo cual nos enseña que, con frecuencia, mucho antes del aviso urgente, existieron señales o sencillamente una fría planificación que fue moviendo las piezas antes de determinar el jaque.

– Cuando se sabe, pero no se actúa

Menos de dos meses después de que la organización palestina Hamás atacase Israel, el día 7 de octubre, el periódico The New York Times reveló que los oficiales israelíes conocían el plan desde hacía más de un año, pero lo desestimaron por considerarlo de ambiciones desproporcionadas. Demasiado complicado para llevarlo a cabo. En efecto, no se trataban de indicios sospechosos o aislados.

El documento, de unas cuarenta páginas, al que se le dio el nombre en clave «Jericho Wall» (Muro de Jericó) detallaba con gran precisión las distintas acciones que el grupo proyectaba con la intención de realizar un asalto sorpresa idéntico al que, sin encontrar oposición alguna, ejecutaron. Es decir, todo estaba ahí. Salvo la fecha fijada, obviamente. «No está claro si el primer ministro, Benjamín Netanyahu, u otros líderes políticos vieron el documento», explicaba la noticia.

Lo hubieran visto o no, los propios oficiales admitieron, en privado, que si la inteligencia militar —oxímoron donde los haya— hubiese tomado en serio las advertencias y redirigido refuerzos hacia el sur —donde Hamás atacó— Israel podría haber atenuado los ataques o posiblemente incluso evitarlos. En cambio, hasta los recientes permisos de palestinos para trabajar en el país fueron entendidos como una señal de que el grupo terrorista no estaba buscando una guerra.

El resultado de la cadena de fallos, mantenidos en el tiempo, fue el día más letal en la historia del Estado creado hace ahora setenta y cinco años: mil doscientos muertos (además de los cientos de personas secuestradas)

. «La audacia del documento hizo fácil subestimarlo», declararon los inteligentes. «La mentalidad israelí estaba a otra cosa y eso es lo que permitió la matanza. La arrogancia. Ese fue el problema», expresó categórico, por si no estaba claro, el ex primer ministro israelí Ehud Olmert el último día del año.

Volodímir Oleksándrovich Zelenski, presidente de Ucrania de origen judío, podría quizá haber estado dentro del país atacado si a los dieciséis años hubiese llegado allí con el subsidio de educación recibido para estudiar bajo el brazo. Pero eso nunca iba a suceder, sencillamente porque su padre no le permitió ir.

El destino, sin embargo, le tenía reservado ser invadido en su propia tierra, que era una de las quince repúblicas de la Unión Soviética cuando nació. Pero, ya sea por motivos de negligencia, o recursos insuficientes para impedir una agresión a medida que todo indica que se aproxima, él puede, a su vez, hacer su aporte sobre el tema.

The Washington Post's Isabelle Khurshudyan on her first year in Ukraine and  calling Kyiv home — The Village Україна
Isabelle Khurshudyan

Isabelle Khurshudyan, corresponsal de The Washington Post en Kiev, lo entrevista en agosto de 2022 y le empieza preguntando por el momento en que supo que la invasión a gran escala había empezado (en febrero).

El líder ucraniano contesta que la guerra había comenzado en 2014.

O incluso podía llegar a decirse que, de algún modo, lo había hecho hace cientos de años atrás.

La periodista desea indagar más sobre cómo fue para él personalmente, a lo que responde con un «nosotros entendíamos que este día llegaría».

Unas preguntas más tarde le recuerda que el director de la CIA, William J. Burns, le había dicho que los rusos podían intentar un aterrizaje en el aeropuerto de la ciudad de Hostómel, tal cual como finalmente sucedió en el día uno de la ofensiva.

«¿No debería haber habido más fuerzas ucranianas ya allí?», le cuestiona.

Zelenski responde que incluso seis meses o más antes del suceso se sabía que había tropas reuniéndose en territorio de Bielorrusia. Que entrenaban y tenían planes para tomar el aeropuerto de Borýspil (cercano a Kiev). Que algunos de los caminos que estudiaban utilizar eran los mismos por los que habían pasado los nazis en la Segunda Guerra Mundial.

Pero que las de Burns no fueron las primeras señales, sino que les habían llegado otras, de servicios de inteligencia, de colegas, etc. «Cuando se trata de todas las advertencias o señales de ciertos socios, esto es lo que les explico: «Si no tenemos suficientes armas, será difícil que luchemos»», resume.

Para después agregar:

«No puedes decirme simplemente, «Escucha, deberías empezar a preparar a la gente ahora y decirles que necesitan guardar dinero, tener reservas de comida». Si hubiésemos comunicado eso —y es lo que algunos querían, no diré quiénes— entonces hubiera estado perdiendo siete mil millones de dólares al mes desde octubre pasado, y al momento en que los rusos atacaron, les habría llevado tres días apropiarse de nosotros. […] Si sembrásemos el caos entre la población antes de la invasión, los rusos nos aniquilarían. Porque durante el caos, la gente huye del país».

Sentada en esa oficina presidencial, la enviada del medio estadounidense, que llegó hasta allí recorriendo pasillos oscuros con sacos de arena alineados en prevención de posibles ataques del país vecino, mantiene la determinación ligada al cumplimiento del oficio, y se resiste a dejar de averiguar en qué medida se sabía del peligro que acechaba, y por eso insiste: «¿Entonces creía, personalmente, que una guerra a gran escala estaba por venir?».

Zelenski, por lo tanto, amplía su defensa: «Mira, ¿cómo puedes creer esto? ¿Que torturarían a la gente y que ese sería su objetivo? Nadie creyó que sería de esta manera. Y nadie lo sabía. Y ahora todo el mundo dice te advertimos, pero nos advirtieron con frases generales. Cuando pedimos especificidad —de dónde vendrían, cuánta gente y demás— todos tenían tanta información como nosotros.

Y cuando dije, «OK, si vendrán por aquí y habrá una lucha intensa aquí, ¿podemos conseguir armas para detenerlos?». No las recibimos. ¿Para qué necesitaba todas estas advertencias? ¿Para qué necesitaba volver loca a nuestra sociedad?».

Es difícil dejar de lado el paralelismo que se revela en las dos guerras más recientes de mayor impacto mediático: por un lado, Israel subestima desde su soberbia y poderío armamentístico y militar un ataque palestino, y por ende no toma acciones. Por el otro, Ucrania lamenta poseer armas aún de los tiempos soviéticos, y a falta de unas mejores, se queda igual de inmóvil.

si te avisan del peligro
Un grupo de mujeres cava zanjas antitanques cerca de Moscú. Octubre, 1941.

Aquellos caminos en dirección a la antigua Unión Soviética a los que hacía referencia Zelenski, atravesados por el ejército alemán a partir de junio de 1941, no solo forman parte de un conocimiento general o de la historia aprendida en las escuelas de esas latitudes. Contra esos mismos invasores seguramente tuvo que enfrentarse de un modo u otro su abuelo Semyón, quien fuera soldado de infantería y alcanzara el rango de coronel en el Ejército Rojo.

Pero antes de que se produjera esa incursión, configurada dentro de lo que se conoció como Operación Barbarroja, hubo alguien que bien podría ostentar el récord en cuanto a desoír todos los avisos posibles de amenaza. Se trató, ni más ni menos, que del propio líder de aquel territorio de bandera roja con hoz, martillo y estrella en su cantón: Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Stalin.

Cierto es que el 23 de agosto de 1939 se había firmado, en Moscú, el Tratado de no Agresión entre Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), o Pacto Ribbentrop-Mólotov (el cual era, en la práctica, un reparto de la Europa Oriental y central, fijando los límites de las influencias de ambos países).

Pero no menos verdadero fue que, menos de un año después, concretamente el 31 de julio de 1940, los nazis aprobaron el mencionado plan de ocupación, dado que nunca habían renunciado a su plan de expansión hacia el este, y tenían como objetivo primordial asegurarse el petróleo y los productos alimenticios de tan vasto territorio.

Stalin, claro está, tenía sus sospechas. Por ejemplo, del gobierno británico de Winston Churchill, del cual pensaba que pretendía inducir a Hitler para que atacara su país.

Sin embargo, como explica el historiador inglés Antony Beevor en su libro La Segunda Guerra Mundial (Ediciones de Pasado y Presente, 2012) durante el 1941 Stalin ya había ignorado no solo las advertencias procedentes de Reino Unido acerca de los preparativos de invasión, sino también «las informaciones detalladas de sus propios servicios de inteligencia […] a menudo con el pretexto de que los agentes destacados en el extranjero habían sido corrompidos por las influencias foráneas».

Y eso es solo el principio. Hitler, a primeros de año, le escribe una carta asegurándole que «las tropas alemanas estaban siendo trasladadas al este únicamente con el fin de ponerlas fuera del alcance de los bombardeos británicos». La acepta. Por si acaso, conscientes del número creciente de grupos de la Wehrmacht (fuerzas armadas unificadas alemanas desde 1935 a 1945), elaboran un plan de contingencias donde «se analizaba la posibilidad de llevar a cabo un ataque preventivo para frustrar los preparativos alemanes».

Pero todo queda ahí. Richard Sorge, su agente más eficaz, le confirma también el peligro desde la embajada alemana en Tokio. Informe rechazado. Desde la propia Berlín, la embajada soviética comienza a su vez a inquietarse con la información que tienen entre manos: ciento cuarenta divisiones de ese país se distribuían a lo largo de la frontera de la URSS.

A estos soldados se les repartiría, tenían pruebas, un diccionario ruso de bolsillo, «de modo que supieran decir «¡Manos arriba!», «¿Eres comunista?», «¡Voy a disparar!»». Frases que, empero, pocos de ellos habrán pronunciado, teniendo en cuenta el grado de violencia del ataque. «El ruso es un adversario muy duro», cita Beevor a un soldado alemán. «No tomamos casi ningún prisionero, sino que los fusilamos a todos».

A esa altura de los hechos, la situación casi se asemejaba más a un sketch donde el protagonista no ve aquello que es obvio y uno está tentado de gritarle para lograr su reacción, que a una serie de avisos reales de un asalto inminente dentro del contexto de una guerra mundial. Pero no abandonen sus butacas, que «lo mejor» está por llegar. 

Friedrich Werner Graf von der Schulenburg | Stolpersteine in Berlin
Friedrich von der Schulenberg 

Friedrich von der Schulenberg era el embajador alemán en Moscú en ese entonces. De ideas contrarias al régimen que dominaba su país, sería ejecutado por participar en la conjura que tuvo lugar tres años después para asesinar a Hitler. Con lo cual no extraña tanto que comunicara a las autoridades rusas lo que estaba a punto de suceder.

Sin embargo, cuando la información alcanzó al señor del bigote llegado hasta la capital desde una pequeña ciudad georgiana, su postura siguió inamovible: «¡La desinformación ha llegado ya a nivel de los embajadores!», exclamó. No queriendo reconocer de ninguna manera la situación, Stalin se convenció a sí mismo de que lo único que pretendían los alemanes era presionarlo para que hiciera más concesiones en la firma de un nuevo pacto.

En la semana anterior a la invasión, los barcos alemanes se retiraron de los puertos soviéticos y el personal de la embajada moscovita fue evacuado. Pero esto tampoco constituyó una señal suficiente para promover un cambio. El 21 de junio, noche previa al inicio oficial de la ofensiva, el vicedirector del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) le comunicó que «se habían producido no menos de «treinta y nueve incursiones aéreas sobre la frontera estatal de la URSS»».

Después de «más de ochenta avisos claros de la invasión» —de hecho probablemente más de cien— el gran dictador empezó a inquietarse. Aun así, todavía tuvo tiempo para ordenar que fusilasen «por ser culpable de desinformación» a un desertor alemán, ex comunista, que había cruzado las líneas para advertir del ataque. Stalin puso entonces a las baterías antiaéreas que rodeaban Moscú en estado de alerta, les dijo que «estuvieran preparados, pero que no respondieran al fuego».

Luego se fue a dormir. Pero a las 04:45 le despertaron. Se había producido un bombardeo sobre la base naval de Sebastopol. En una reunión en el Kremlin del máximo órgano de poder (el Politburó) una hora después, «Stalin siguió negándose a creer que Hitler supiera nada del ataque».

Al parecer, creía que se trataba de una provocación de los generales alemanes. Viacheslav Mólotov, el mismo ministro de Asuntos Exteriores que había firmado el famoso Pacto dos años atrás, fue finalmente el encargado, después de mantener una conversación con el propio embajador Schulenberg, de transmitir a su líder la confirmación de que los dos estados se encontraban en estado de guerra.

Entre las purgas que se habían realizado con anterioridad en el Ejército Rojo (que dejó oficiales sin experiencia de mando al frente de divisiones y de cuerpos enteros de la milicia) y lo desprevenidos que se encontraban aquel día 22, es fácil imaginar lo fácil que fue para la Wehrmacht superar la línea defensiva de la frontera soviética a lo largo de un frente de mil ochocientos kilómetros de extensión.

Puntos clave sin armamento pesado de ningún tipo, tanques inoperativos y hasta la aviación en tierra y dispuesta en fila como un blanco perfecto son solo algunos ejemplos del grado de falta de previsión ante la ofensiva. «Ante el caos de las comunicaciones, los mandos quedaron paralizados o bien por falta de instrucciones o bien por recibir órdenes de contraatacar que no tenían relación alguna con la situación reinante sobre el terreno», amplía Beevor.

Al mediodía, Molotov leyó por la radio un comunicado escrito por Stalin, haciendo pública la invasión.

La reacción de la gente, que lo escuchó en las calles por medio de megáfonos y que nada sabía de la inoperancia gubernamental, fue variada: a muchos se les despertó el sentido patriótico (siendo que ellos mismos detestaban al régimen nazi y por ende despreciaban la firma de ese tratado) y formaron largas colas en los centros de reclutamiento, y a otros tantos lo que se les despertó fue el espanto, y corrieron a comprar comida enlatada y a retirar dinero de los bancos. Justo un escenario similar al que quería evitar Zelenski.

Pero aquel mundo no era el de hoy, y si bien ese día de verano también fue el inicio del fin del Tercer Reich debido a una mezcla de error de cálculo, ambición desmedida y odio desenfrenado, la gran mayoría de soviéticos no pudo huir a ninguna parte, y tuvo que hacer frente como pudo, por convicción, obligación o desesperación, a la mayor ofensiva militar en la historia, con un saldo de millones de muertos. Ironía del destino, si puede decirse, que tampoco nunca hubiera sido mayor, seguramente, la falta de prevención.

Daños tras un bombardeo nazi en Londres. (DP) peligro
Daños tras un bombardeo nazi en Londres.

– El caso Trotski

Ni ironía, ni paradoja, en cambio, es que el fundador en la práctica del Ejército Rojo sí haya avisado tanto de la amenaza nazi, como del propio peligro de la conducción del gobierno estalinista. Lo curioso es que Lev Davídovich Bronstein, recordado para la historia como Trotski, no haya sido igual de cuidadoso con su persona.

Cuenta Joshua Rubenstein en su biografía León Trotsky – Una vida revolucionaria (Ediciones Península, 2013, traducción de Ricardo García Pérez) que el revolucionario ruso, de origen judío como Steiner y Zelenski, desconfiaba de Hitler, y dudaba si Stalin sería un adversario fiable del nazismo.

Tan pronto como en marzo de 1933, Trotski se puso en contacto con los miembros del Politburó, para decirles que el líder soviético —que lo había expulsado del país— estaba llevando la Unión al colapso. Quería, a pesar del rechazo que se le profesaba en aquellas tierras, intentar ayudar de algún modo. «Considero mi obligación —cita Rubenstein— hacer una tentativa más de apelar al sentido de la responsabilidad de quienes rigen el gobierno soviético en la actualidad». Nunca nadie le respondió.

En su exilio, Trotski mantenía una actividad frenética escribiendo libros, artículos, cartas, y manteniendo contacto con personalidades de todo el mundo. Por este motivo quiso abandonar su primer destino, Turquía, debido a que deseaba acercarse más a la relevancia de lo que sucedía en el centro de Europa.

Pasó a Francia en el mismo 1933 del comunicado al Politburó, donde llegó a estar casi dos años, pero la presión de militantes y autoridades de derechas le hicieron buscar a la desesperada asilo en otra parte, ya que temía que lo deportasen a la colonia insular francesa de Madagascar. Noruega, donde un gobierno socialdemócrata acababa de asumir el poder, fue el país que, tras muchas solicitudes, terminó concediéndole un visado.

Sin embargo, la residencia de Trotski y su esposa Sedova en el pueblito de Norderhov (hoy parte del municipio de Ringerike), a unos cincuenta kilómetros al norte de Oslo, no duró demasiado. Resultó que al año siguiente (1936) comenzó en Moscú el primero de los tres denominados «juicios ejemplares».

Allí, además de acusar a políticos rusos de alta traición, conspiración y tentativa de asesinato de Stalin, se declaraba que el propio Trotski se encontraba en el núcleo de la trama terrorista (ayudado por su hijo Lev, también exiliado, en París). El cargo principal, en cualquier caso, era la responsabilidad del grupo en el asesinato de Serguéi Kírov, otro popular político bolchevique, dos años antes.

Las autoridades soviéticas fueron entonces las que comenzaron a presionar a sus homólogas nórdicas para que dejaran de darle asilo.

El partido local fascista Nasjonal Samling se sumó a las críticas, y de hecho no solo fueron críticas, sino que llegaron a ingresar en la casa donde se alojaba, robando algunos documentos que luego serían utilizados como «evidencia» en su contra por el gobierno local.

Poco después, ocho policías llamaron a su puerta para informarle de que las condiciones para permanecer en el país habían cambiado, y lo conminaban a vivir básicamente como el más pacífico de los habitantes escandinavos, cosa que Trotski, de más está decir, rechazó de plano. 

La pareja fue puesta en arresto domiciliario durante ciento ocho días, custodiada por dos decenas de uniformados, sin poder recibir correo ni periódicos, y pudiendo salir para un paseo solo dos horas al día. Finalmente, en diciembre se les obligó a abandonar el frío nórdico a bordo de un buque petrolero. 

Trygve Lie, quien luego fuera primer secretario general de Naciones Unidas, era el ministro de Justicia noruego por ese entonces, y el que ordenó el confinamiento arbitrario para el matrimonio. En un momento dado, también fue blanco de estas palabras, proféticas, del propio Trotski:

«Es su primer acto de rendición al nazismo en su propio país. Lo pagará. Se creen ustedes a salvo y con libertad para mercadear a su antojo con un exiliado político. Pero se acerca el día, ¡recuerde esto!, se acerca el día en que los nazis les expulsarán de su propio país».

En efecto, cuatro años más tarde, los nazis lo ocuparon, y Lie, junto a otros ministros y hasta el rey Haakon VII, tuvieron que dejar atrás su tierra natal… en barco.

Trotski, alejado de la Unión Soviética que había logrado establecer junto con Lenin, se ocupó a su vez de anticipar el peligro nazi y genocidio realizado por el régimen del Tercer Reich durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial.

Luego de tener lugar «la noche de los cristales rotos» (o Kristallnacht, término alemán con el cual también se la conoce), una serie de linchamientos y ataques combinados contra los ciudadanos judíos en Alemania y Austria ante la mirada pasiva de las autoridades de esos países, en el transcurso del 9 al 10 de noviembre de 1938, el político soviético escribió en La burguesía judía y la lucha revolucionaria:

«El número de países que expulsa judíos aumenta sin cesar. El número de países capaz de acogerlos disminuye. No es muy difícil imaginar lo que aguarda a los judíos con el mero estallido de la futura guerra mundial. Pero, aun sin guerra, el próximo paso de la reacción mundial significa casi con certeza el exterminio físico de los judíos».

Llegados a este punto, y antes de dedicarnos a su último exilio, esa etapa donde podríamos aseverar que no tomó las suficientes precauciones para protegerse, a pesar de haber estado advirtiendo incansablemente del peligro que corrían las vidas de los demás, dígase que no era que Trotski viviera despreocupado.

Ya en su paso por el pueblo de Barbizon, cerca de París, las medidas de seguridad eran extremas, tal como podemos saber gracias al relato que recoge Rubenstein de un izquierdista británico que lo visitó en 1934:

«Conducido a medianoche hasta una estación de París, subido a un tren pero sin decirme cuál es el destino, bajado del tren siguiendo las instrucciones recibidas en determinado momento, reconocido por un camarada armado que tenía una descripción nuestra recibida por telégrafo, trasladados dando un rodeo para despistarnos en un trayecto adicional, aceptados después de diversos obstáculos y, finalmente, recibidos de todo corazón y efusivamente por el propio León Trotski».

José Stalin: La figura más influyente de la URSS
Stalin

Por otro lado, la persecución y exterminio de su familia por parte del gobierno soviético (con Stalin como principal instigador) no podía dejarle ninguna duda de que él era el verdadero objetivo: sus dos hijas y los dos hijos murieron por causas directas o indirectas relacionadas con el dictador, su primera esposa, un hermano mayor, una hermana menor, una sobrina, tres sobrinos y tres yernos fueron fusilados; y otras sobrinas y sobrinos y un nieto fueron encarcelados y exiliados; además, se desconoce cuál fue el destino de dos nietos suyos (de su hija Nina) y de su nieto (de su hijo Lev).

Al principio, el cruzar el océano en el buque pareció también transportarlo a una nueva realidad. Recibidos por el presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, los Trotski fueron alojados por el pintor Diego Rivera y su mujer, Frida Kahlo, en su casa de Coyoacán, en Ciudad de México.

Vivieron con ellos más de dos años, y luego se trasladaron a una casa a unas pocas calles de allí, en abril de 1939. En el período que siguió, Trotski intentó obtener una visa, que al final se le denegó, para ir a declarar en Estados Unidos en un comité, un evento que quería aprovechar para exponer las actividades del NKVD en contra suyo y de sus seguidores, y de paso, protestar por la intención de reprimir al Partido Comunista de aquel país.

El movimiento frustrado solo sirvió para alimentar enemistades: desde el Kremlin, primero lo etiquetaban como un agente del imperialismo occidental, más tarde, con el ascenso de Hitler al poder, lo asociaron al fascismo, y por último, al conocerse la posibilidad de colaboración con la comisión estadounidense, los estalinistas mexicanos «empezaron a difundir el rumor de que Trotski iba a divulgar información sobre las actividades comunistas en América Latina».

En otras palabras, si antes querían expulsarlo del país por extranjero indeseable, a partir de ese momento solo buscaron liquidarlo. Y se pusieron manos a la obra para conseguirlo.

Alrededor de las cuatro de la madrugada del 24 de mayo de 1940, veinticinco hombres provistos de un verdadero arsenal, ingresaron al complejo donde vivía después de reducir (sin disparar un solo tiro) a la unidad de cinco policías que debía proteger la vivienda, y con la colaboración de uno de sus guardaespaldas, estadounidense.

Una vez dentro, realizaron un ataque de unos quince minutos de duración que incluyó bombas incendiarias y más de trescientas balas disparadas por ráfagas automáticas, para luego huir en los dos coches del propio Trotski. Pese al ensañamiento, el único herido —leve— a causa del asalto fue su nieto, Seva, ya que una bala que atravesó el colchón, del que se había tirado para buscar refugio, le rozó el tobillo.

La policía, una vez conocido el suceso, sospechó que «él mismo había urdido el ataque para contrarrestar las presiones a que se veía sometido para abandonar el país». 

No fue, a decir verdad, que Trotski no entendiera que querían atentar contra su vida luego de que enviasen trescientas balas en su dirección. Muy al contrario, las medidas de seguridad dentro de la casa aumentaron, y menos de un mes después «en el inventario de armas había una escopeta, una ametralladora Thompson y varios rifles y pistolas, incluido un Colt de calibre 38 para Trotski y una pistola automática para Sedova.

Cinco días después, pensaron en solicitar permiso para disponer de más armas: doce granadas de mano, cuatro rifles automáticos, dos ametralladoras, cuatro máscaras de gas y veinte cohetes».

Monte y Sylvia Ageloff después de su arresto

Pero hasta un escudo antimisiles hubiera sido inservible si lo que se hace es abrirle la puerta al asesino con toda la confianza. Trotski siempre había tenido ayudantes tales como mecanógrafas, traductoras o investigadoras. Una de ellas, Ruth Ageloff, de Estados Unidos, incluso recibía visitas de su hermana, Sylvia… y de su novio belga.

Un tal Frank Jacson, que ni era su nombre verdadero ni tampoco lo era el que le había dado a ella, Jacques Mornard. Y no solo eso: de belga, no tenía nada. Ramón Mercader había nacido un poco más al sur, en Barcelona. Hijo de una familia de la burguesía, luchó contra Franco en la guerra civil. Pero para cuando conoció a Sylvia ya era un agente de la NKVD que, sin embargo, nunca había pisado la Unión Soviética. 

Poco a poco, Mercader fue realizando «pequeños favores a los Trotski y sus amigos utilizando su coche para hacer recados o llevar personas al aeropuerto». A pesar del elevado nivel de alerta que existía en la casa desde el ataque, Trotski rechazaba algunos de los protocolos de seguridad dispuestos por sus guardias.

Así, el infiltrado entraba al recinto sin ser cacheado en ningún momento. Sacando provecho del trato amistoso, le pidió «que revisara un artículo que había escrito sobre la evolución política en Francia». Trotski accedió, pero también expresó luego a su esposa sentirse decepcionado por el escrito. 

Mercader regresó a visitarle a los pocos días, en teoría para revisar juntos el texto. Con traje y abrigo. En agosto. Pero el que pudiera ser en ese momento uno de los hombres más amenazados del mundo lo hizo pasar igual. No solo a su casa, sino hasta su estudio, y allí se sentó cómodamente en su silla.

No fue difícil, por lo tanto, para el sujeto que tiempo después fuera nombrado «Héroe de la Unión Soviética» asestar el golpe que sería fatal, con un piolet, en la cabeza de Trotski. A pesar de la violencia del acto, quien fuera uno de los organizadores de la Revolución de Octubre a tantos kilómetros de allí, se reincorporó y se abalanzó sobre Mercader, hiriéndolo.

Cuando así los encontraron Sedova y los guardias, que habían acudido al oír el alarido, le dijo a ella, todavía consciente: «Creo que esta vez lo han conseguido».

– Cuando se vive en peligro

Lo de Margarete Buber-Neumann —nacida con el apellido Thüring en Potsdam, Alemania, en 1901— bien merecería un artículo aparte. Su libro Prisionera de Stalin y Hitler (Galaxia Gutenberg, 2005), que ya desde el título puede darnos una idea del calvario que tuvo que vivir, contiene tal cantidad de personajes e historias que se lee como una novela.

Pero, lejos de ser una ficción, es un testimonio de lectura imprescindible no solo para asombrarse del afán de supervivencia de un ser humano, sino también para tratar de asimilar, en caso de ser posible, el nivel de atrocidades deliberadas que puede llegar a cometer la misma humanidad.

Margarete Buber-Neumann 

En sus años de encierro, Grete recibió más de una vez advertencias o pequeñas ayudas para que su situación no empeorase aún más.

No obstante, su relato contiene una anécdota, de un aviso emitido por ella misma, que deviene muy apropiado en este escrito: era probablemente el año 1939 —no especifica— y se encontraba en el «campo de trabajo y reeducación» (un eufemismo utilizado de manera oficial para sustituir de concentración o gulag) de Karagandá, en la estepa de lo que hoy es Kazajistán.

Cientos de kilómetros desprovistos de árboles o matorrales, con hileras de montañas en el horizonte, destinados a los prisioneros víctimas de la Gran Purga (la misma de la limpieza de los líderes del Ejército Rojo) que ayudó a consolidar en el poder a Stalin.

La mayoría eran miembros del Partido Comunista Soviético—pero también del alemán, como Buber-Neumann— y socialistas, anarquistas, profesionales, campesinos y minorías.

Aunque algunos habían sido acusados y sentenciados por no ser fieles al partido (como en el caso de los activistas «trostkistas»), en realidad era incontable el número de los reclusos sin tener ningún tipo de evidencia en su contra o por ser sospechosos de. Grete había conseguido lo que llama su primer trabajo —en contraposición a los que les eran impuestos y en condiciones miserables— como aprendiz de estadística en la oficina de un taller de reparaciones, junto a otros presos.

Allí debía llevar, con precisión, la contabilidad del trabajo efectuado día a día por los tractores, de las horas de trabajo perdido y sus causas. Un día comenzó a hablar con un obrero ruso —el saber el idioma le fue fundamental tanto para sobrevivir como para ayudar a muchos—, antiguo conductor de locomotoras, quien a medida que fueron entrando en confianza le empezó a revelar sus ideas políticas.

«Me habló con entusiasmo de un movimiento de resistencia en el país, que no esperaban más que la guerra con Alemania, pues su última y única esperanza era Hitler. Me quedé sorprendida y repliqué con toda la fuerza de mi convicción: «Pero ¡eso sería cambiar un caballo tuerto por otro ciego! ¿Sabes lo que significa Hitler? Eso sería reemplazar una dictadura por otra»». Nótese, por cierto, que ya un obrero de la fragua de un taller del campo de concentración en Siberia daba por hecha, unos dos años antes, la invasión nazi que el líder soviético se empeñó en negar.

Debido a la firma del Pacto Ribbentrop-Mólotov, Buber-Neumann fue entregada por la NKVD a la policía secreta oficial de la Alemania nazi, la Gestapo, en 1940, quien la destinó al campo de concentración de Ravensbrück, situado unos noventa kilómetros al norte de Berlín. Así, cambió condiciones de vida de abandono por un régimen militar estricto hasta la extenuación en su propia tierra.

«En el verano de 1942 las SS desplegaron una intensa actividad constructiva. Al otro lado del muro había grandes talleres de moderna edificación en los que se disponía de puestos de trabajo para varios miles de esclavas. En el costado opuesto la empresa Siemens & Halske levantaba barracones a toda prisa».

Sí, «… los de Siemens sabían algo», que decía George Steiner. Por si fuera poco, aquellos barracones no solo eran construidos por los propios prisioneros, sino que también luego algunos trabajaron allí —incluida Grete— del modo en que lo hacían los operarios de la empresa en libertad… pero como esclavos.

Buber-Neumann no tenía en mente hacer perdurar sus vivencias llevándolas al papel hasta que conoció en Ravensbrück a Milena Jesenská, una periodista checa que quizá les suene si están familiarizados con la obra de su compatriota Franz Kafka. Novios de 1920 a 1922, para ella eran las Cartas a Milena. Se hicieron amigas íntimas.

Milena, que también era escritora, escuchaba atentamente los relatos de la reclusión en Siberia de Grete con idea de escribirlos algún día, al recuperar la libertad, pero nunca cumplió su sueño porque su salud, que ya era frágil, se deterioró en el campo y murió en 1944 a causa de una infección renal. Su compañera le prometió que lo haría por ella, y materializó la obra.

En 1914 Kafka, «el más importante narrador en lengua alemana de nuestro siglo», según observó Buber-Neumann, no conocía todavía a Milena (la conoció, de hecho, por una carta de ella, pidiéndole autorización para traducir al checo su relato El Fogonero).

Tampoco Praga era parte de la República Checa que hoy conocemos, sino del Imperio austrohúngaro. Pero guerras ha habido siempre, y el 28 de julio —otra vez, en verano— había dado comienzo la denominada Primera Guerra Mundial, con el intento de la superpotencia de invadir Serbia.

Solo cinco días después, y a pesar de que la ciudad de Bohemia se encontraba, igual que hoy, a escasos trescientos kilómetros de distancia de la frontera alemana, el autor de La metamorfosis, en otro ejemplo histórico de reacción en claro contraste con el nivel de peligro, escribiría allí, en su diario personal, estas llamativas palabras: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Esta tarde, escuela de natación». 

Epílogo

Anschluss: anexión de Austria por la Alemania nazi - 12 de marzo de 1938 -  Zenda
Anschluss

¿Y qué pasa si no hay ningún aviso? ¿Qué pasa si uno no tiene, como Geremek, alguien que nos diga dónde no debemos sentarnos, o qué camino evitar, o alguien que nos agarre por el brazo para hacernos reaccionar a tiempo como a Steiner? 

Escribe Vuillard que justo antes de realizarse lo que se conoce como Anschluss (la anexión de Austria por parte de Alemania en marzo de 1938) «se produjeron más de mil setecientos suicidios en una sola semana». Personas que fueron superadas por la desesperación de saber qué podía pasarles, en qué se podía convertir su vida bajo el dominio nazi. Lo que habían visto o escuchado hasta ese momento les bastó para entender que lo que venía era todavía peor.

Siendo que no podemos fiarnos siempre de la ayuda de un otro que nos advierta del peligro, quizá la memoria —la misma que hace reconocer el cazador al picabuey— ese instrumento que hoy cuesta ejercitar ante la llegada continua de información y de miles de hechos instantáneos y efímeros, tenga que ser en definitiva la encargada natural de ese rol en nosotros.

La memoria no solo como cúmulo de recuerdos personales y colectivos, sino como manera de entender que «lo pasado» nunca es un pasado cerrado y sellado para siempre. Lo pasado llega hasta hoy y llegará hasta mañana y, por lo tanto, puede repetirse. Una memoria, bien preservada y en constante nutrición, que encienda, avizora, una luz de alerta ante la amenaza de olvido.

En su libro La traducción del mundo – Las conferencias Weidenfeld 2022 (Alfaguara, 2023) el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez ejemplifica su sensación personal de tiempo continuo con una anécdota. Al mismo tiempo que sus hijas gemelas intentaban superar un nacimiento difícil, visitó a un doctor que le enseñó dos fragmentos humanos distintos entre sí, pero ambos pertenecientes a líderes políticos asesinados en su país, con treinta y cuatro años de diferencia.

«Después de visitar repetidas veces —relata Vásquez— a mi amigo médico, después de sostener en mis manos el cráneo de Uribe y la vértebra de Gaitán, yo solía llegar a la clínica donde mis hijas prematuras se recuperaban, y las enfermeras me permitían sacarlas de sus incubadoras y ponérmelas sobre el pecho.

En esos momentos, no lograba apartar una emoción compleja: en mis manos habían estado los restos humanos de las víctimas de la violencia colombiana, y ahora estaban los cuerpos vivos de dos niñas que luchaban (la terca biología) por seguir viviendo. Las preguntas eran: ¿cómo marcarían las violencias del pasado sus vidas futuras? ¿Cómo protegerlas de esa violencia? Entonces sentía vivamente que el pasado, como escribió Faulkner en Réquiem por una monja, no está muerto: ni siquiera es pasado».

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