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Falacias…


falacias

JotDown(C.Frabetti) — Aunque se podría pensar que los términos básicos de las matemáticas son precisos e invariables en sus significados, puesto que seguimos utilizando tal como fueron formulados hace milenios el teorema de Pitágoras o los postulados de Euclides, no siempre es así.

De hecho, uno de los aspectos más interesantes e instructivos de la historia de la ciencia es la forma en que se han ido modificando los nombres y/o las definiciones de algunos objetos matemáticos (es muy significativo, en este sentido, que la geometría empezara siendo la «medición de la tierra», como indica su nombre).

En palabras de Martin Gardner: «Por lo general, el proceso es el siguiente: se da a los objetos un nombre x y se los define burdamente, de acuerdo con el uso y la intuición. Luego alguien descubre un objeto excepcional que se ajusta a la definición, pero en el que nadie piensa cuando se llama x a un objeto.

Entonces se propone una definición nueva y más precisa, que abarque o excluya dicho objeto excepcional. La nueva definición permanece vigente mientras no aparezcan nuevas excepciones, en cuyo caso hay que volver a revisar la definición, y este proceso puede continuar indefinidamente» (Mosaicos de Penrose y escotillas cifradas, 1990).

La revisión y resemantización de términos tan aparentemente claros como «número», «curva» o «conjunto» ha ido acompañada de auténticas batallas campales (no siempre metafóricas: baste recordar los furibundos ataques de Kronecker a Cantor); pero, con el tiempo, siempre se acaba llegando a un consenso —aunque nunca definitivo— unánimemente aceptado por la comunidad científica.

Lo cual es relativamente —solo relativamente— sencillo cuando las reglas del juego son establecidas por los propios jugadores, cosa que solo ocurre en el ámbito de las ciencias formales, como las matemáticas. En las ciencias naturales, las reglas las dicta la naturaleza: nuestra función —pasando de autores a lectores, de demiurgos a exégetas— no es establecerlas sino descubrirlas e interpretarlas.

Aun así, el consenso se suele alcanzar con rapidez, al menos desde que hemos afinado nuestras técnicas para interrogar a la naturaleza y obtener respuestas precisas (aunque no siempre las entendamos).

Una falacia matemática (como las famosas «demostraciones» de que 1 = 2) dura lo que se tarda en analizarla, y una falacia científica, lo que se tarda en contrastarla con los datos objetivos (cosa no siempre fácil pero casi siempre posible).

Pero al pasar de las ciencias formales (matemáticas, lógica, informática) y las ciencias naturales (física, química, astronomía, biología, geología) a las ciencias sociales (antropología, economía, sociología, política, lingüística, psicología…) la cosa se complica extraordinariamente, lo que explica —pero no justifica— la prevención de algunos científicos «duros» hacia las ciencias «blandas», prevención que en ocasiones se convierte en descalificación pura y dura (nunca mejor dicho).

No pueden llamarse ciencias, argumentan algunos, disciplinas en las que coexisten visiones contradictorias, en las que las falacias proliferan como hongos y se resisten a ser erradicadas, y donde la ideología prevalece a menudo sobre la razón.

Pensamiento escéptico y falacias lógicas, por Alejandro Vázquez Cárdenas -  Etcétera

Pero quienes descalifican las ciencias «blandas» por la frecuencia y persistencia de sus falacias incurren, a su vez, en una falacia (o metafalacia, si se prefiere) del tipo de las que, como la falacia ad hominem, confunden la acción con el agente o la causa con el efecto.

Y olvidan que una de las principales razones de que las falacias matemáticas sean más fácilmente neutralizables que las falacias retóricas de las ciencias «blandas» (y de la vida real), es que, al contrario que las primeras, las segundas suelen tener la intención de engañar.

El verdadero problema no estriba en la economía o en la política, sino en los economistas y en los políticos de oficio y beneficio, y no es casual que el estudio pionero que Aristóteles dedicó a las falacias se titulara Refutaciones sofísticas.

Una falacia formulada con la intención de engañar es, además, y por definición, una mentira, y, como es bien sabido, las mentiras se dividen en perniciosas, oficiosas, jocosas y piadosas. Las primeras, cuyo principal y más maligno exponente son las calumnias, buscan hacer daño; las segundas persiguen un beneficio material o de otro tipo; las terceras solo pretenden provocar la risa; y las cuartas, bienintencionadas pero no siempre eficaces, intentan paliar un sufrimiento.

Y, por supuesto, también hay falacias mixtas. Una falacia jocosa puede convertirse en perniciosa cuando su objetivo no es reírse con sino de alguien. Y en el refranero abundan las falacias joco-piadosas, como «El hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso» o «La suerte de la fea, la guapa la desea».

Pero hay otro tipo de falacia que riza el rizo del engaño y merecería un capítulo aparte (tal vez se lo dedique), y es la que tramposamente designa como falaz un argumento aceptable. No hay que confundir la falacia ad hominem con el argumento ad hominem, y si esa confusión es deliberada, tenemos un nuevo y retorcido tipo de falacia (o metafalacia).

Decir que el político X suele mentir y por tanto hay que dudar de sus palabras es un argumento ad hominem perfectamente válido (en el supuesto de que sea cierto que suele mentir); decir que X es un mentiroso y por tanto lo que ha dicho es falso es una falacia ad hominem (lo que ha dicho X será verdadero o falso según que coincida o no con la realidad, independientemente de quien lo diga); pero si X se defiende de la primera argumentación alegando que es una falacia ad hominem, está dándole otra vuelta de tuerca a la falacia para construir una mentira de segunda generación.

«Me engañaste con la verdad», es la paradójica conclusión de Raimunda en La malquerida, de Jacinto Benavente, al descubrir que su marido y su hija se aman. También se puede engañar, rizando el rizo de la paradoja, con una falsa mentira.

Falacias 2

La publicidad es la más clara muestra de que, como dijo Göbbels, una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. O lo que es peor, en una creencia, una representación mental que se vuelve inmune —o cuando menos muy resistente— al análisis racional. En palabras de Ortega y Gasset, «las ideas se tienen; en las creencias se está».

Según recientes investigaciones neuropsicológicas, el cerebro del mentiroso se va adaptando progresivamente a la mentira. El impacto de la falsedad a nivel neuronal es, al principio, considerable, lo que provoca una reacción adaptativa destinada a tolerar la mentira: el mentiroso no nace, se hace, y se hace mintiendo.

Y un mecanismo similar al de los emisores «entrena» a los receptores de las mentiras para que las acojan cada vez con más naturalidad. De ahí los rezos repetitivos de muchas religiones, especialmente eficaces si se practican en grupo (y de ahí el extraordinario éxito que tuvo en la España nacionalcatólica la famosa Cruzada del Rosario en Familia de los años sesenta del siglo pasado).

A primera vista, la machacona repetición de los eslóganes y los spots publicitarios podría parecer superflua, como podría parecer superfluo rezar el avemaría cincuenta veces seguidas (o incluso irreverente: ¿tan dura de mollera es la Virgen que hay que repetirle cincuenta veces que ruegue por nosotros?); pero, en ambos casos, la repetición es la clave de la consolidación de unos circuitos neuronales destinados a hacernos creer lo increíble y a aceptar lo inaceptable.

La leche es mala para la salud? Cuatro mentiras que te contaron sobre ella

– La mala leche

La mala leche, sí, del mismo modo —y por la misma razón— que decimos la blanca nieve o el ancho mar. Mala, la de vaca (y también las de cabra, oveja, búfala o camella), para la alimentación humana, puesto que no nos convienen ni sus azúcares (el 70 % de la población mundial tiene intolerancia a la lactosa o malabsorción), ni sus proteínas (la caseína inflama el intestino y provoca respuestas inmunitarias) ni sus grasas saturadas.

Pero la poderosa industria láctea no solo hace todo lo posible por ocultar los perjuicios de la leche, como antes ocurrió con el tabaco y el alcohol, sino que, contra toda evidencia, sigue fomentando el mito de los productos lácteos como alimentos saludables, o incluso indispensables.

Mientras el Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos, el Fondo Mundial para la Investigación del Cáncer y otras prestigiosas instituciones relacionan los lácteos con los cánceres de mama y próstata y recomiendan reducir al mínimo su ingesta, las campañas promovidas por la industria del ramo incitan a consumir tres lácteos al día, y a menudo involucran a la infancia en sus maniobras comerciales.

Y compitiendo en vileza con el abuso de menores publicitario, algunos spots rizan el rizo de la perversidad utilizando como reclamo a las propias víctimas.

Recuerdo con especial indignación, en el marco de la campaña «Tres lácteos al día», la imagen de una vaca abrazada por dos bellas señoritas en un prado idílico, lo que equivale a promocionar las corridas mostrando a uno de esos matarifes vestidos de lagarterana a los que llaman toreros (que es como llamar niñero al Sacamantecas) abrazando al toro al que se dispone a torturar y asesinar.  

«Un vasito de vino al día es bueno para el corazón», «La carne es una indispensable fuente de hierro y proteínas», «El cerebro necesita azúcar», «Fumar de uno a cinco cigarrillos al día no es perjudicial para la salud y permite beneficiarse del efecto estimulante de la nicotina», «Existe un amplio consenso entre la comunidad médica y científica, que coincide en apuntar la necesidad de consumir tres lácteos al día en todas las edades, desde la niñez hasta la tercera edad».

Estas y otras afirmaciones absolutamente falaces, auténticos atentados contra la salud pública, no solo no son desmentidas casi nunca con la contundencia que merecen, sino que a menudo reciben un intolerable respaldo institucional.

– Falacias «poéticas»

Las comillas indican un uso irónico, por no decir perverso, del adjetivo. En otro artículo publicado hace unos años en estas mismas páginas («Los poetas malos», 22/08/2019) aludía a la utilización sistemática, por parte de la publicidad y la propaganda política, de los recursos básicos de la poesía: la metáfora, la metonimia, la antonomasia, la hipérbole…

Y en el caso de las falacias publicitarias es especialmente significativo el recurso a la sinécdoque, que consiste en tomar (no por motivos poéticos sino confusionarios) la parte por el todo, el género por la especie, el continente por el contenido…

Al decir, por ejemplo, que el cerebro necesita azúcar en el marco de una campaña publicitaria de la industria azucarera (campaña respaldada en su día por un prestigioso médico y nutricionista de cuyo nombre no quiero acordarme), se juega con la equivocidad del término, pues se suele llamar «azúcares» a los glúcidos en general, mientras que se denomina coloquialmente «azúcar» a la sacarosa o azúcar de mesa.

El cerebro necesita glucosa, no azúcar, y es preferible que la obtenga de los alimentos que la liberan lentamente (por eso es mejor comer las naranjas que beber su zumo), como las frutas enteras y las féculas.

Cuando ingerimos azúcar, o un alimento con un alto índice glucémico, las papilas gustativas envían al cerebro una señal que activa el sistema de recompensa, por lo que se libera dopamina y se refuerza el comportamiento. Cuando este sistema de recompensa se activa reiteradamente, el cerebro se adapta y se refuerza el deseo de consumir cada vez más azúcar.

Y un consumo excesivo se traduce, entre otras cosas, en una ralentización de las funciones cognitivas, así como en déficits de la memoria y la atención.

El cerebro necesita glucosa, pero no azúcar. Y, análogamente, las células necesitan antioxidantes, pero no vino; los huesos necesitan calcio, pero no productos lácteos; y los músculos necesitan proteínas, pero no carne.

Es cierto que en el vino hay flavonoides, que los productos lácteos son ricos en calcio y que en la carne hay alrededor de un 20 % de proteínas; pero estos valiosos nutrientes son regalos envenenados (nunca mejor dicho) cuando van acompañados de sustancias nocivas para la salud, y en el caso de los lácteos las malas compañías del calcio incluso dificultan su correcta asimilación.

Paradójicamente, mientras más leche se consume en la adolescencia, más fracturas óseas se sufren en la edad adulta. Es la venganza póstuma de la vaca lechera.

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Al igual que la publicidad, la propaganda —su hermanastra política— recurre sistemáticamente a falacias en sus tropos, sobre todo a la sinécdoque. Como señalé en otro artículo («Sinécdoques abusivas», 15/04/2022), el clasismo, el machismo y el especismo son las principales canteras de sinécdoques engañosas, pero no las únicas.

Los nacionalismos supremacistas también vienen propiciándolas desde siempre e incorporándolas al discurso propagandístico. Los antiguos romanos llamaban bárbaros a todos los extranjeros, y es tan revelador como indignante que los estadounidenses se consideren los americanos por excelencia y llamen América a su país (y Unamerica al resto del mundo): el imperialismo no ha cambiado mucho en los últimos dos mil años, ni en sus métodos ni en sus expresiones.

En la misma línea, e independientemente de cuál fuera el origen del término, denominar antisemitismo al anti-judaísmo es una solapada manera de ningunear a los árabes, tan semitas como los judíos. En realidad, los verdaderos antisemitas son los sionistas y los verdaderos antiamericanos son los supremacistas estadounidenses.

En este sentido (y solo en este sentido), hay que negar «el Holocausto»: hay que negar el artículo determinado y la H mayúscula, porque, por desgracia, la brutal matanza de judíos perpetrada por el nazismo no es el único holocausto masivo de la historia, ni siquiera de la historia reciente.

Incluso si nos limitáramos al sentido original del término —total destrucción por el fuego de las víctimas sacrificiales—, hay otros candidatos contemporáneos al macabro título. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki carbonizaron instantáneamente a más de 100 000 personas, y otras tantas fueron consumidas a fuego lento por la radiactividad.

En el bombardeo de Dresde, en el que durante tres días las aviaciones británica y estadounidense arrojaron sobre la ciudad 4000 toneladas de bombas y artefactos incendiarios, se desencadenó una tormenta de fuego que abrasó a unas 140 000 personas.

Durante la guerra de Vietnam, unas 380 000 toneladas de bombas de napalm —junto con otros 6 000 000 de toneladas de explosivos lanzados por las fuerzas estadounidenses— exterminaron a más de un millón de personas y redujeron a cenizas poblaciones enteras…

De acuerdo con la nomenclatura tradicional, podríamos denominar falacia ad antonomasiam ad maiusculam la que pretende convertir un caso particular equiparable a otros similares en algo único o superlativo. Una falacia muy propia de quienes se consideran el pueblo elegido.

Opinión / La falacia y noticias falsas, un peligro para la democracia - UAR

– Pseudo-falacias

Como apuntaba también se puede engañar, rizando el rizo de la falsedad, con una falacia aparente.

La reductio ad Hitlerum argumentum ad nazium, en su acepción primera, es una falacia propiamente dicha, concretamente una falacia ad hominem: si Hitler y sus seguidores hacían o decían algo, ese algo ha de ser necesariamente malo. Esta burda falacia tiene que ver con la demonización en su sentido más literal: Hitler es el demonio y el demonio no puede hacer nada bueno (así, entre otras sandeces, algunos detractores del vegetarianismo suelen aducir que Hitler era vegetariano).

Otra falacia «hitleriana» afín a la anterior es la absurda idea (relacionada con la ley de Godwin) de que el mero hecho de establecer una comparación con Hitler o con el nazismo desautoriza a quien lo hace.

Bien es cierto que a menudo se abusa de los adjetivos «nazi» y «fascista» para descalificar a los adversarios ideológicos, como cuando se llama «feminazis» a las feministas que no se ciñen a lo que la lógica patriarcal considera políticamente correcto; pero pretender que nada ni nadie es comparable al nazismo es, de nuevo, una forma de demonización y una falacia ad antonomasiam (como el Holocausto con mayúscula e igualmente útil para la narrativa sionista).

El lanzamiento de bombas atómicas sobre ciudades densamente pobladas no es menos atroz que los asesinatos masivos de los campos de exterminio. Y el prolongado genocidio del pueblo palestino hace que sea plenamente adecuado llamar sionazis a sus verdugos.

Igual que otros argumentos ad hominem, la reductio ad Hitlerum es a menudo una falacia, pero también puede ser una seudofalacia doblemente engañosa.

Investigaciones con datos cualitativos y cuantitativos

– Falacias cuantitativas y cualitativas

Tanto la publicidad comercial como la propaganda política engañan no solo con las palabras, sino también con las cifras.

Obsesionado con los números desde mi más tierna infancia, en su día me preocupó y ocupó más de lo necesario el eslogan de una conocida marca de jabón de tocador (Lux, que significa luz y suena a lujo) que afirmaba que era el que usaban «9 estrellas de cada 10». ¿Se refería el anuncio a todas las estrellas del mundo o solo a las italianas?

¿Cómo habían comprobado que 9 de cada 10 usaban aquel jabón? ¿De qué manera y según qué criterios una mujer —era un anuncio claramente femenino— se convertía en una estrella? Un eslogan impreciso pese a —o precisamente por— su aparente precisión cuantitativa, valga el trabalenguas.

Y sin embargo eficaz, al parecer, pues muchos años después se recurre a la misma fórmula en los spots publicitarios de Colgate, «el dentífrico que recomiendan 9 de cada 10 dentistas». ¿Se refiere el anuncio a los dentistas de todo el mundo o solo a los cuarenta mil colegiados españoles? ¿Cuántos profesionales —y cuáles— han sido entrevistados para llegar a esa conclusión? Y si la inmensa mayoría de los dentistas recomiendan ese dentífrico, ¿cómo es que su cuota de mercado en España es de solo el 40 %?

Huelga señalar que la imprecisión publicitaria es un mal menor en un ámbito en el que menudean las mentiras flagrantes. Como las de Coca-Cola, que en una de sus campañas llegó a afirmar, para minimizar los perjuicios de una bebida azucarada, que bastaba con reírse durante un minuto y medio para quemar las calorías de una botella.

Y si de la publicidad pasamos a la propaganda política, el uso falaz de las cifras es tan frecuente y escandaloso que solo el anaritmetismo supino de la mayoría de la población lo hace posible. Cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid afirma sin despeinarse que, gracias a sus rebajas fiscales, cada madrileño se ahorra 557 euros al año, nos está contando su versión personal del consabido chiste sobre las estadísticas: «Si yo me como dos pollos y tú ninguno, nos hemos comido un pollo cada uno».

Las falacias cuantitativas tienen su contrapunto —y su complemento— en las cualitativas, en las que se incurre, por ejemplo, cuando se alerta, sin cuantificarlo, sobre un supuesto peligro que en realidad es irrelevante.

Así, los fundamentalistas religiosos contrarios al preservativo suelen decir que su utilización no elimina por completo el riesgo de embarazo o de transmisión del VIH, sin aclarar que ese riesgo, con un uso correcto de un condón en buen estado, no es mayor que el de que, yendo por la calle, te caiga en la cabeza algo más contundente que un excremento de paloma: un trozo de cornisa, una maceta, una teja arrastrada por el viento, un meteorito, un suicida…

Lisa Simpson en un episodio de Los Simpson. Imagen Fox. Falacias (y 4)

Aunque «mentira» y «falacia» a menudo se consideren sinónimos, la primera falsea los datos, mientras que la segunda falsea los argumentos; eso significa, entre otras diferencias, que para desenmascarar una mentira hay que conocer los datos reales, lo cual no es necesario, en principio, para desmontar una falacia, puesto que su falsedad es intrínseca, reside en su estructura misma (luego volveré sobre este punto).

Como he dicho en más de una ocasión, el posible interés de mis artículos estriba, sobre todo, en las aportaciones de mis amables lectoras/es, y esta breve serie no es una excepción.

Si alguien se tomara la molestia de leer los más de trescientos comentarios suscitados por las entregas anteriores, encontraría no pocos ejemplos de las falacias más conocidas (ad hominemad verecundiam, ad consequentiam…) y de otras que no lo son tanto, pero que también merecen un nombre en latín, como las falacias ad qualitatemad maiusculam o ad determinatum.

Y, junto con las falacias (algunas de ellas mías: es muy difícil evitarlas por completo cuando se argumenta apresuradamente), mis pacientes lectoras/es vislumbrarían algo aún más interesante: los mecanismos psicológicos que nos inducen a caer en ellas, ya sea por activa, formulándolas, o por pasiva, concediéndoles un crédito que no merecen.

La última falacia antes mencionada, que, ateniéndome a la terminología tradicional, he denominado ad determinatum, me parece, por su índole minimalista y solapada, especialmente interesante. La descubrí (tomé conciencia de ella, quiero decir), hace muchos años, en un restaurante más pretencioso que meritorio en el que el chef iba recitando la carta anteponiendo un artículo determinado a cada plato: el ajoblanco con dados de melón, la menestra de verduras…

¿Por qué el pomposo e innecesario artículo? Para singularizar el producto, para subrayar sus supuesta excelencia: la nuestra no es una menestra más, es «la menestra».

15 falacias muy comunes al usar datos

En la entrega anterior aludía al agravio comparativo que supone llamar «el Holocausto», con artículo determinado y H mayúscula, a la brutal masacre perpetrada por los nazis a mediados del siglo XX, y ahora quisiera llamar la atención sobre otro artículo abusivo que ha desempeñado un papel determinante en la cultura contemporánea: el que los psicoanalistas anteponen al término «inconsciente».

Una cosa es decir que gran parte de nuestros procesos mentales son inconscientes —algo que la neuropsicología ha demostrado de forma concluyente— y otra muy distinta hablar de «el inconsciente» como si fuera algo definido y articulado (estructurado como un lenguaje, según Lacan).

Ni el revoltijo de verduras de aquel pretencioso restaurante de mi juventud era «la menestra», ni la maraña de procesos mentales que se desarrollan al margen de la consciencia es «el inconsciente», por más que se haya generalizado el uso del término precedido por su abusivo artículo.

Una primera explicación del éxito de un concepto tan poco sólido como el de «el inconsciente» hay que buscarla en los sesgos cognitivos.

El propio Freud dijo que el psicoanálisis es, ante todo, la forma en la que los psicoanalistas se ganan la vida, y sin un «ello» que nos hable al oído en su arcano idioma por mediación de los sueños y las asociaciones libres, su labor interpretativa no tiene fundamento; y para quien se tumba en el diván es más fácil asumir la «herida narcisista» de ser manipulado por un oscuro Mr. Hyde —o Mr. Id— que la idea de albergar en su mente un caos informe; por lo tanto, unos y otros —analistas y analizados— se refugian en el denominado «sesgo de confirmación», que consiste en dar por válidos los argumentos favorables a los propios intereses, por endebles que sean, e ignorar los contrarios a ellos, por sólidos que resulten.

Pero ¿por qué este fenómeno ha trascendido el ámbito del psicoanálisis y «el inconsciente» se ha convertido en un tópico ampliamente aceptado? No es una pregunta retórica ni capciosa, e invito a mis amables lectoras/es a buscar una respuesta. O varias.

Falacias - SALAMANCArtv AL DÍA - Noticias de Salamanca

– Disonancia ludo-narrativa  

Decía Oscar Wilde que la vida imita al arte. Y, nos guste o no, los videojuegos se han convertido en una de las manifestaciones artísticas más difundidas y características de nuestro tiempo, y por ende más imitadas a nivel conductual.

La expresión de reciente cuño «disonancia ludonarrativa» hace referencia a la frecuente desarmonía entre los elementos narrativos de un videojuego y sus elementos lúdicos (entre la historia y la «jugabilidad», en la jerga del sector). Es habitual, por ejemplo, que al exponer el argumento de un juego se hable de generosa solidaridad o abnegado heroísmo, cuando de hecho se trata de abrirse camino a cualquier precio y —nunca mejor dicho— caiga quien caiga.

Y en el vertiginoso juego de la vida, la piadosa narrativa de la moral cristiano-burguesa coexiste con la feroz competitividad capitalista, que nos empuja a acumular puntos (básicamente -aunque no solo- en forma de dinero) y a dejar atrás a los demás en la desenfrenada carrera por «subir de nivel».

Los psicólogos llaman «disonancia cognitiva» a la desarmonía entre la interiorización de las enseñanzas evangélicas u otros sistemas éticos y la conducta individualista y poco solidaria típica de una sociedad hipermercantilizada; pero tal vez sea más adecuada la expresión «disonancia ludonarrativa», pues el conflicto no se produce tanto a nivel meramente cognitivo —entre unas ideas y otras— como entre la teoría —nuestros supuestos principios— y una práctica inconsecuente que rara vez se cuestiona o tan siquiera se analiza.

La paradoja de la carne – Cultura Vegana

– La paradoja de la carne

La desarmonía entre los valores éticos y la conducta suele generar una tensión que se intenta aliviar de distintas maneras. Una contradicción muy frecuente y que ha despertado el interés de los investigadores es la de quienes tratan con cariño a sus mascotas a la vez que comen carne procedente de la tortura y la muerte de animales con la misma consciencia y capacidad de sufrimiento que sus perros o gatos.

Este conflicto moral —que algunos psicólogos denominan «paradoja de la carne»— se intenta evitar a menudo con lo que se conoce como «ignorancia deliberada» (o, en términos coloquiales, «mirar hacia otro lado»); pero esta estrategia elusiva resulta cada vez más difícil, dada la creciente información que aparece en las redes —y también en algunos medios, pese a los poderosos intereses en contra— sobre las atrocidades éticas, ecológicas y sanitarias de la industria cárnica.

Decía Paul McCartney que si las paredes de los mataderos fueran de cristal todos seríamos vegetarianos: una visión excesivamente optimista, por desgracia, pues las paredes de los mataderos —y de las infames granjas industriales— son cada vez menos opacas, y sin embargo el anti-especismo sigue siendo una postura minoritaria (tan es así que el corrector automático de mi ordenador subraya en rojo el término «anti-especismo»).

¿Cómo es posible que alguien que se horrorizaría si viera retorcerle el pescuezo a un perro, desollarlo, eviscerarlo, trocearlo y asarlo en una barbacoa, pueda hacérselo —o propiciar que otros lo hagan por él— a un ternero, a un cordero o a un cerdo? Y esta sí que es una pregunta retórica.

nuestras charlas nocturnas.

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