El peligroso (e insustancial) mensaje de una canción…
JotDown(S.Parra) — Empecemos por puntualizar una cosa: me encanta la música, sin banda sonora mi vida sería menos cinematográfica y emocionante. Hay canciones que, casi literalmente, me han salvado la vida. Y científicamente hay muchas ventajas demostradas a propósito de ponerle un poco de música a nuestro cerebro, como explico aquí.
La música es un tipo de droga. No es una droga exógena, es decir, de las que se pueden ingerir bajo prescripción facultativa o escamoteando la legalidad vigente. Es una meta-droga, en el sentido de que es capaz de producir drogas endógenas, es decir, las que sintetiza nuestro propio cuerpo (que hasta nueva orden están a salvo de cualquier regulación burocrática).
Pero la música solo es ruido que suena bien. Y también existen muchos tipos de música. A riesgo de parecer clasista, no es lo mismo Justin Bieber que Dream Theater. Ni siquiera es lo mismo el electrolatino y el blues. Así pues, si diversos tipos de ruido ejercen distintos efectos en nuestro cuerpo (pongamos martillo neumático y pajaritos cantando al amanecer, por ejemplo), de igual modo los distintos tipos de música desencadenan unas u otras sustancias en nuestro cuerpo.
– Todo lo que el ruido musical hace en ti
Si dividimos la música en grandes conjuntos, la música de baile y las marchas orquestales promueven en mayor medida una respuesta de tipo muscular, mientras que otros géneros, como el jazz, desencadenan ante todo respuestas de tipo respiratorio o cardiovascular. La música melódica puede sugerir que el mundo que nos rodea es armonioso, pero el ruido sugiere desorden, incertidumbre y peligro.
Sin embargo, estas divisiones y efectos son toscas si las comparamos con la infinita constelación de notas musicales y los microefectos que producen, tal y como indica el neurólogo Anthony Smith en su libro La mente:
Aparentemente, la música puede: incrementar el metabolismo del organismo, alterar la energía muscular, acelerar la frecuencia respiratoria y convertirla en menos regular, reducir el umbral para diversos estímulos sensoriales, afectar a la presión arterial, y con ello a la circulación sanguínea.
Según un estudio presentado en la Conferencia Anual de la Sociedad Británica de Psicología por Alexandra Lamont y sus colegas de la Universidad de Keele, escuchar tus canciones favoritas cuando practicas un deporte competitivo mejora tu rendimiento.
Algunos de los temas generalmente escogidos en el estudio para estar más motivado mientras se hace ejercicio fueron: Eye of the Tiger, de Survivor (escogida por toda clase de deportistas) y Lose Yourself, de Eminem (más común entre corredores y futbolistas). También tuvieron mucho predicamento temas de Kings of Leon, Florence and the Machine, Pendulum, Blondie, Muse, Rihanna y Black Eyed Peas.
Las cuatro estaciones de Vivaldi resulta idóneo para despertar conexiones en el hemisferio cerebral izquierdo. Los valses de Strauss y las polonesas de Chopin estimulan el pensamiento creativo. El We are the champions de la banda Queen produce euforia. Elvis Presley es ideal para el hipotálamo y sus emociones asociadas. Like a virgin de Madonna induce a la socialización y la simpatía. Como escribo en Ciclistas de sofá:
Si tuviera que escoger un top 10 de canciones para no desfallecer, sin duda en primer lugar estaría el Going to distance de la banda sonora de la película Rocky. Como le pasaba al personaje de Bizcochito en la serie televisiva Ally McBeal, las campanas que inician esta canción son capaces de insuflarte tal energía y seguridad en ti mismo que el propio Bizcochito la empleaba cada vez que debía enfrentarse a un gran desafío como abogado. Es imposible desvincular estas notas musicales con las imágenes de superación personal de Rocky Balboa.
Por ello la música tiene tanto poder a la hora de modificar nuestros niveles hormonales, incluso hasta el punto de incrementar sustancias importantes del sistema inmunitario. La música suave y sosegada, el Musak, por ejemplo, produce más cantidad de esta sustancia que el jazz, y por supuesto que el silencio, según un estudio de Charnetski y Brennan de 1998. El ruido puede hacer descender esa sustancia.
También hay estudios que sugieren cómo la música nos cura. Según el doctor en biología de Harvard Robert Trivers en su libro La insensatez de los necios:
Hay dos experimentos recientes que se destacan por encima de los demás. Cuando se inyectan 500 células cancerosas a ratones que han sufrido estrés causado por ruidos nocturnos, se comprueba que el avance del cáncer es mucho más lento si se les hace escuchar música melodiosa durante cinco horas todas las mañanas. Podemos citar un experimento igualmente notable, esta vez con seres humanos. Se le hizo escuchar música de Bach (escrita en una tonalidad mayor) a un grupo de personas que hacían un tratamiento fisioterapéutico para los bronquios (tenían que aspirar un medicamento, respirar y toser). Se comprobó entonces que ese grupo se recuperaba con mucha mayor rapidez que otro, tratado con el mismo método pero sin música.
– Sintonizando el corazón
La música tiene especial facilidad para conmover a nuestro corazón. De hecho, puede sincronizarse de forma muy precisa con él, como explica Gail Gadwin en su libro El corazón. Según la notación musical italiana llamada tempo giusto (el tiempo justo), que es un compás uniforme de entre 66 y 76 en el metrónomo, estamos sintonizando el ritmo de un corazón sano.
Pero lo que verdaderamente emociona son los altibajos en el tempo. El ruido marrón, una sinfonía de una sola nota, resulta aburrida para nuestro cerebro, y finalmente desesperante. La música debe ser ruido rosa, tal y como escribe Jorge Wagensberg en La rebelión de las formas:
Es el gozo de la música: resolver la autoafinidad; un tenso conflicto entre lo que se puede predecir y la sorpresa. Si la correlación en el tiempo es demasiado baja, la predicción requiere un trabajo infinito, por lo que el cerebro se ve insuficiente y se deprime. El ruido blanco (totalmente aleatorio) primero desespera y luego aburre.
Si la correlación es demasiado alta, la predicción requiere un trabajo nulo, con lo que el cerebro se ve innecesario y se ofende.
Cuando la psicóloga Paula Niedenthal, de la Universidad de Indiana, necesitaba que los sujetos de sus experimentos se sintieran felices, seleccionaban piezas de Vivaldi y Mozart. Cuando necesitaba que se sintieran tristes, escogía a Mahler o Rachmaninov.
Por ejemplo, el intervalo tonal que constituye la base del himno a la alegría que incluyo Beethoven en su novena sinfonía expresan placer o felicidad universales. Este intervalo tonal también se emplea en La traviata de Verdi, en El oro del Rin de Wagner o en la Sinfonía de los salmos de Stravinsky.
– Comunicarse cantando
La música es una forma de comunicación de baja intensidad, en el sentido de que el receptor es el que interpreta la música y llena de significado e información lo que en esencia es solamente un puñado de notas musicales (en ocasiones acompañado de una letra simplona y/o repetitiva, como un mantra).
Pero tanto la música como el canto transmiten emociones. Como demostraron desde la Universidad de Tromso los psicólogos Hella Oelman y Bruno Loeng, existe una suerte de gramática tonal universal: individuos de distintas épocas y culturas experimentan una gama compartida de reacciones emocionales a intervalos musicales concretos.
Cantar también modifica el cerebro, en particular el lóbulo temporal derecho, y se liberan endorfinas, particularmente oxitocina, lo que se traduce en sensaciones profundas de felicidad, unión y amor. Es decir, propician la comunicación.
Es lo que propone Tania de Jong, una firme defensora de los efectos terapéuticos de cantar y fundadora de Creativity Australia, un programa orientado a personas de 9 a 90 años edad. Tania considera que esta forma de relacionarse con los demás permite que personas de distintos credos, culturas y orígenes logren conectar mejor. Explica su modelo en su charla TED Cómo cantar juntos cambia el cerebro.
Así es la música. Como una droga (o más concretamente una estimuladora de drogas endógenas). En consecuencia, vuestro reproductor de mp3 será como vuestro inductor anímico. Algo así como un botiquín con toda clase de drogas que os administraréis vía auditiva y que moldearán vuestra mente y, por extensión, la realidad que os rodea. Pero cuidado con lo que dijo Woody Allen: «Cuando escucho a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia».
– Letras peligrosas como una droga dura
Dicho lo cual, también debo señalar que la letra de la mayoría de las canciones que se han compuesto en la historia de la música son una bobada. Y, también, peligrosas como una droga dura. Muy peligrosas como los aforismos perogrullescos de Paulo Coelho. Peligrosas como cualquier cosa muy estúpida y huera que la gente comparte por Facebook como si fuera la quintaesencia de lo profundo, lo esclarecedor, lo reflexivo.
Probablemente hay algo de boutade en esta afirmación, pero no tanto como parece si echamos mano de la bibliografía científica disponible al respecto.
– La música es poderosa en ti
No quiero que jamás se prohíba la música. En Irán, por ejemplo, solo está autorizada la música tradicional y algunos cantantes masculinos sentimentales. Todo lo demás forma parte de una contracultura casi invisible. El rock y, sobre todo el rap iraní, está terminantemente prohibido en el país.
En su libro Smart, Frédéric Martel entrevista a uno de estos músicos subterráneos, Rasul, batería de una de estas bandas underground, y explica así a lo que se arriesga si les pillan tocando en un garaje o una sala improvisada: «A que me destruyan la batería y a dos días de cárcel; en algunos casos graves, a setenta y cuatro latigazos».
Yo no quiero prohibir la música, ni siquiera la ramplona, pero queda patente que muchos otros sí quieren hacerlo.
Esto nos ofrece la primera pista del presunto poder de la música: puede hacerte pensar o sentir cosas de un mundo muy intenso. Woody Allen, en Misterioso asesinato en Manhattan, decía: «Cuando escucho a Wagner durante más de media hora me entran ganas de invadir Polonia». En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer escribía: «En la música todos los sentimientos vuelven a su estado puro y el mundo no es sino música hecha realidad».
Los músicos iraníes, a pesar de los riesgos, continúan porfiando en expresarse y polarizar (o despolarizar) las mentes de quienes les escuchen, tal y como señala Martel:
El fenómeno mp3 y iTunes ha abolido prácticamente, si no legalmente, la censura sobre la música en Irán […] Miles de jóvenes iraníes exiliados en Tehrangeles, antimulás, nerds, apasionados por el mundo digital o empleados de startups, inventan en tiempo real software para desactivar las argucias de la censura de su país de origen. Nunca les faltan ideas y están dispuestos a echarle todas las horas del mundo.
No es un fenómeno nuevo. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, el rock estaba prohibido en Londres. Así que los agentes contraculturales se trasladaban a plataformas extramuros de los límites marítimos del país para emitir rock desde allí, inundando de ondas hercianas el puritanismo british.
La música es tan importante a la hora de hacernos sentir cosas que ha existido desde tiempos inmemoriales. Es una práctica exclusiva de la especie humana (porque no hay evidencia de que a ningún otro animal le guste la música), y el artefacto más antiguo que ha llegado hasta nosotros es precisamente un instrumento musical, una flauta de cuarenta mil años de antigüedad.
– Do re mi, sí (letra, NO)
La música es tan poderosamente irracional, tan profundamente instintiva, que incluso existen innumerables casos en los que esta ha sido compuesta bajo los efectos de los estupefacientes. Muchos genios del jazz, como Miles Davis, eran adictos a los opiáceos. A love Supreme de John Coltrane tuvo como fuente de inspiración un episodio próximo a la sobredosis.
El ritmo de la música punk se aceleró de forma perceptible cuando las anfetaminas se convirtieron en la droga predilecta de la escena musical, sobre todo en el Reino Unido. The Stooges o New York Dolls le daban más a la heroína, y quizá por eso tocaban a un ritmo más lento. The Grateful Dead insistía en tocar en directo bajo los efectos del LSD. Y tal como escribe Zoe Cormier en su libro La ciencia del placer:
El reggae se compone con resina de marihuana, y cuanto más cannabis se consume más lento es el ritmo, como se evidencia en el espectacular cambio de tempo experimentado por Bob Marley & The Wailers cuando se incorporó Lee Perry.
Sin embargo, las letras parecen tener un estatus superior, cuando en realidad tienen el mismo: son igualmente irracionales, pero aún más peligrosas porque precisamente no parecen irracionales.
La música es capaz de saltarse nuestras barreras lógicas, agitando las entrañas de la misma forma que lo haría un enamoramiento o la muerte de un ser querido. Ninguna otra actividad humana estimula tantas zonas del cerebro, ni el lenguaje, ni el deporte, ni el cine, tal y como escribe Oliver Sacks en su imprescindible volumen sobre el tema, Musicofilia, «a los anatomistas les resultaría difícil identificar el cerebro de un artista, un escritor o un matemático, pero podrían reconocer el cerebro de un músico al instante».
Pareciera que la música conecta de forma inaudita las partes más antiguas y modernas de nuestro cerebro. Por ejemplo, en 2008, el catedrático Aniruddh Patel, del Instituto de Neurología de San Diego, descubrió que, al escuchar música, el ritmo de las señales eléctricas que atraviesa las neuronas alcanza un nivel de sincronía inédito, tal y como publicó en la revista Nature.
Pero si las notas musicales son capaces de encauzar tus sentimientos, las letras de las canciones llegan mucho más allá. La razón de ello no es neurobiológica, sino social: consideramos que las palabras pueden ofrecer ideas, argumentos, historias. Pero ¿cuál es la calidad intrínseca de estas letras si les arrebatamos el ornamento musical?
Por ejemplo, Guerra y Paz ofrece muchas letras que forman oraciones, ideas. Incluso lo hace El código da Vinci.
Hay ensayos de trescientas páginas que pueden ofrecer ideas más complejas, conceptos que nunca habían pasado por nuestra mente, matizaciones que permitirán que recalibremos nuestras opiniones más arraigadas e incluso los sentimientos asociados a los mismos. Porque solo así podremos aplicar lo que dijo Clovis Andersen: «Uno no sabe nada hasta que no sabe por qué lo sabe».
Pero si transcribimos la letra de cualquier canción apenas llenaremos media cuartilla. De hecho, la mayoría de letras se basan en repeticiones de párrafos, y el llamado estribillo acostumbra a ser una reiteración machacante que recuerda a lo que podemos oír en una secta, lo que puede escribir un gurú vitriólico, lo que podemos leer en un grimorio para invocar un súcubo.
Y en este punto estriba la peligrosidad de las letras de las canciones: obran como manipuladoras de mentes con la síntesis y la superficialidad de un mensaje de galleta de la suerte de restaurante chino, a la vez que han adquirido el estatus de una novela o un ensayo repleto de ideas complejas llenas de matizaciones, aclaraciones, fuentes contrastadas y demás exigencias intelectuales.
O dicho de otro modo: en vez de tirar horas y horas para documentar y escribir este artículo, con el propósito de que algún lector pueda replantearse lo que creía cierto, ¿debería haber escrito una tonada del tipo «la letra de tu canción es peligrosa, solo escucha tu corazón, oh, oh, oh»?
O mejor: debería haber escrito una tonada que dijera más o menos lo que creo que la mayoría de mis oyentes considerarán cierto, una idea universal que cualquiera podrá fácilmente hacer suya.
– La canción no es para ti (aunque lo parezca)
La mayoría de letristas no son personas particularmente cultas, y en muchas ocasiones ni siquiera son inteligentes. Carecen de formación académica específica sobre el asunto del que están opinando (no nos engañemos, la mayoría de veces acerca de algún problema amoroso).
No ha bregado con la suficiente documentación. Sencillamente aportan su visión de las cosas en función de su experiencia personal (inducción imperfecta, es decir, que no puede volverse universal) o lo que ha aprendido en la llamada universidad de la calle, que es como no decir nada (la forma más segura de acumular conocimiento válido, epistemológicamente hablando, es a través del método científico o similar, y este debe ser objeto de escrutinio de otros especialistas en publicaciones revisadas por pares).
Es decir: las ideas que aportan las canciones suelen ser teorías puramente especulativas presentadas como verdades establecidas, analogías forzadas cuando no absurdas, retórica que suena bien pero cuyo significado es ambiguo. ¿Cómo sabemos que lo vertido en una canción es conocimiento contrastado? Sencillamente no lo sabemos. Y no hay forma de acceder a las bases de la lógica y de la ciencia que subyacen a esas afirmaciones.
Lo que te diga una canción acerca de cómo te debes sentir tras una ruptura amorosa es posible que no sea lo más adecuado, solo es lo que opina el tipo que lo ha escrito (o ni siquiera eso). Solo son palabras vagas que sirven para todo. Palabras que hacemos nuestras, como si la canción estuviera escrita justo para nuestra situación, para nosotros, como si el letrista nos conociera perfectamente.
Una sensación, o más bien sesgo cognitivo, que también aparece cuando visionamos determinadas películas o leemos determinados libros, sobre todo si están llenos de versos poéticos. En la música, sin embargo, el efecto es más poderoso porque está acompañado de tres factores que lo refuerzan:
– Melodía: consolida las oraciones porque tienen la extensión que melódicamente deben tener.
– Rima: obra como cantos de sirena que inciden en nuestras emociones hasta el punto de que si suena bien parece más cierto que si suena mal (es decir, no rima).
– Repetición: robustece el mensaje, sobre todo si es repetido en un estribillo multitudinario (sesgo endogrupal), como las repeticiones tribales acompañadas del tam-tam.
Estos factores, además, facilitan que los mensajes musicales se queden grabados mucho mejor en nuestra memoria. En un experimento realizado por David Rubin, un profesor de la Universidad de Duke, sometió a un grupo de estudiantes universitarios a un ejercicio de memorización.
Quienes debían escribir la letra de The Star-Spangled Bennett recordaban menos palabras si lo hacían sin música que si lo hacían con música. Añadamos a todo eso los llantos, los lamentos, los gruñidos, los arrullos, las risas, las quejas, los aullidos, las aclamaciones, los aplausos, los gritos y otras tantos añadidos acústicos y reclamos que impactan directamente en nuestros sistema límbico, una región de nuestro cerebro implicada en nuestras emociones.
La razón de que las canciones infantiles sean melódicas es que a los niños les cuesta mucho menos memorizarlas. En las postrimerías de nuestra vida, cuando el alzhéimer hace estragos, las canciones de nuestra juventud son las que más fácilmente persisten. Esa es la magia de la música, y precisamente debido a su extraordinario poder debemos tener precaución con su mensaje.
Evitar convencernos de que sus afirmaciones son más sólidas sencillamente porque están construidas sobre cimientos melódicos. Como diría el tío de Spiderman: «todo poder conlleva una gran responsabilidad». La letra, a rebufo del hype de Star Wars: Force Awakens, es como la Fuerza. Puede usarse para el bien o convertirte en un sith. Así de peligrosa puede ser la letra de una canción.
– Somos tontos y por eso nos gustan las tontunas
No hay que mirar todo con una lupa, pero tampoco olvidar que nuestros ojos (y el de los cantantes que nos encandilan) están desenfocados como si sufrieran presbicia.
El cambio de paradigma que supuso el desarrollo del método científico, allá por el siglo XVII, fue el admitir que el ser humano era tonto y, en consecuencia, solía enamorarse de las ideas más tontas, siempre y cuando se ajustaran a sus prejuicios. Los hechos que sencillamente no encajan, se olvidan o se reinterpretan.
Por esa razón, se borró de un plumazo todo el conocimiento pretendidamente acumulado por pensadores y filósofos durante milenios, se evitó la falacia de autoridad (eso es verdad porque lo dijo Aristóteles), y se empezó a construir el conocimiento desde cero de una forma totalmente revolucionaria: a partir de ahora nada es verdad si no se nos muestra cómo se ha alcanzando esa verdad y los mecanismos que subyacen a la misma; y además esa verdad debe estar expuesta al escrutinio ajeno, y en el momento que alguien encuentre el más mínimo error, la verdad deberá desautorizarse.
Es decir, por primera vez el conocimiento ya no era lo que decía una persona, sino el producto de la crítica de determinadas afirmaciones. El conocimiento era resultado de la colaboración entre mentes que buscaban los tres pies al gato a lo que tú decías. Y este no es un método exclusivamente científico, sino que puede extrapolarse a muchas otras áreas del saber.
La letras de las canciones, sin embargo, está arraigada aún a todos los vicios que conseguimos superar hace cuatrocientos años: afirmaciones sin pruebas, falacia de autoridad, mensajes crípticos difícilmente cuestionables, etc.
Coged cualquier canción de amor. La que sea. Puede que vierta verdades universales que suenan estupendamente bien y que puede aplicarse a mucha gente. Porque son consejos de libro de autoayuda disfrazados de conjuros musicales que invaden nuestro sistema límbico.
Porque son oraciones religiosas que enardecen el fervor numinoso, las del Santo Pentagrama, que hace proselitismo y premia el asentamiento, la fosilización, la transmisión de memes vía nota musical, el así seré, así seguiré, nunca cambiaré. Las letras de las canciones son de una simpleza rayana en el insulto, en muchas ocasiones, pero nuestro cerebro se encarga de llenarlas de significado.
En realidad hacemos nosotros el esfuerzo, no los letristas o los intérpretes. Como si fuera el placebo que se experimenta al tratarnos con homeopatía.
Ahora agarrad, por ejemplo, un ensayo sobre el amor escrito por Ortega y Gasset o Erich Fromm. Aunque tales ensayos no son particularmente científicos, sí que son exhaustivos, y pueden contraargumentarse convenientemente. Como apunta Steven Johnson en su libro Cultura basura, cerebros privilegiados al criticar los debates de televisión como forma de adquirir conocimiento:
Los ensayos complicados y que tienen un desarrollo secuencial (en que cada premisa está basada en la anterior y en que una idea puede necesitar todo un capítulo para ser convenientemente desarrollada), no están hechos para ser expresados en un intenso programa de debate.
Llegados a este punto, debería causar rubor que esgrimiéramos canciones como bandera de cualquier idea. Las canciones son gritos. Palabras de aliento del entrenador de fútbol. Frases reconfortantes de tu mejor amigo para pasar lo mejor posible tu última ruptura amorosa. Síntesis de psicólogo de bar que quizá te eviten pagar a un profesional.
Y eso es mucho, no me malinterpretéis, porque como ya dije la música es importante en mi vida. Pero es solo eso. No deberíamos atribuirle virtudes de las que carece. Es decir: la música no transmite información fidedigna, porque su objetivo es la persuasión y el placer estético, no la persecución de la verdad.
Ripios publicitarios, mensajes para estampar en una camiseta, eslóganes rimados, canciones de verano, las tan en boga batallas verbales de raperos… son lo que son.
Construcciones artificiosas para generar emociones (y generar emociones, per se, no es ni bueno ni malo, ni elevado ni fangoso, porque también la telenovela Cristal generaba emociones a tutiplén). Un discurso zombi perfectamente adornado de pirotécnica. Una paremiología simplificada, un dogma, un meme musical.
Todo eso es la música. Y precisamente por ello me encanta la música. Porque a todos nos gusta vivir en nuestra propia película. Con banda sonora incluida.
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