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¡Pinchemos la burbuja del español! …


Ilustración Pablo Amargo burbuja del español

Una economía saneada y potente que genere ciencia de vanguardia y aumente la presencia diplomática del área hispánica es la única manera realista de fortalecer la posición internacional del español y hacerlo más atractivo para los hablantes de otras lenguas. Lo demás, es vender humo.

JotDown(D.F.Vítores) — Desde que en 2022 se celebrara a bombo y platillo el quinto centenario de la muerte del autor de la primera gramática de la lengua castellana, ya no hay discurso institucional que se precie que no vaya acompañado de su particular toque Nebrija.

Su famosa frase «la lengua es compañera del imperio» se ha convertido en un mantra omnipresente en todos esos foros que han brotado últimamente como hongos para subirse al carro del español y diseccionar el estado de nuestro querido idioma.

Desde el Observatorio Global del Español hasta el Observatorio Nebrija, pasando por la Oficina del Español en Madrid o el Valle de la Lengua en La Rioja (sí, también existe), parece que observamos tanto el español que a veces da la sensación de que estamos intentando extraer recursos de un pozo ya agotado.

La pregunta es inevitable: ¿de verdad necesitamos tantos centros para observar lo mismo? Probablemente no, sobre todo si consideramos que los expertos que trabajan para ellos suelen ser siempre los mismos y que ya hay instituciones con solera, como el Instituto Cervantes o la RAE, dedicadas desde hace tiempo a esta labor. 

Supone, en cualquier caso, una duplicación de esfuerzos que bien podrían destinarse a mejorar algunos de los indicadores que hoy menoscaban el estatus internacional del español. Al fin y al cabo, Nebrija sigue estando de rabiosa actualidad y la importancia de una lengua guarda todavía una relación directa con el poder económico, político, tecnológico y militar de los países que la hablan.

Desgraciadamente, esto no es una buena noticia para el español. Pero pasemos revista a algunos de los ámbitos más relevantes en los que esta lengua intenta abrirse camino para ver cuál es su situación real.

El principal, porque acaba influyendo en todos los demás, es sin duda el económico. Casos como el de Argentina, con una inflación descontrolada, un déficit fiscal casi endémico y donde la depreciación de la moneda ha sido un desafío permanente no son el mejor escaparate a la hora de exportar el idioma español.

Y ello por no hablar de Venezuela, donde, a todo lo anterior, hay que sumar una pésima gestión de los recursos que ha llevado a sus ciudadanos al absurdo de no poder comprar gasolina, a pesar de ser un país exportador de petróleo. Los casos abundan y son bien conocidos.

A los problemas económicos hay que añadir otros de índole política y social.

Cuando se habla de la difusión del español, con frecuencia se pasan por alto fenómenos como la corrupción, la delincuencia o la falta de respeto a los derechos humanos que reinan en buena parte de los países hispanohablantes por considerarlos asuntos extralingüísticos, pero tan importantes son estos para su promoción como la buena voluntad que se pone desde algunas instituciones creadas para tal fin. 

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El hecho de que dieciséis de los veinte países de habla hispana presenten deficiencias importantes en cuestiones tan básicas como el pluralismo político y los procesos electorales, el funcionamiento del gobierno, la participación y la cultura políticas, así como las libertades civiles o la integridad física de las personas, supone un lastre considerable en el diseño de cualquier política de promoción del español a escala nacional y los invalida como interlocutores válidos para los pocos países del área hispánica que sí cumplen estos requisitos democráticos a la hora de intentar diseñar cualquier política mínimamente consensuada. 

Sorprendentemente, estos datos tan negativos para la consolidación del español en el ámbito internacional no suelen tenerse en cuenta en casi ninguno de los estudios oficiales dedicados a analizar la posición de esta lengua en el mundo. Si se incluyen, es siempre de pasada o quedan rápidamente eclipsados por un dato mucho más llamativo: el de la demografía.

Pero incluso esta última, que hasta fechas recientes había sido un valor seguro para convencernos de la pujanza sin paliativos del español, también parece hacer aguas últimamente. Las cifras hablan por sí mismas: en los últimos 75 años, la comunidad hispanohablante creció un 300 %, mientras que, para los próximos 75, las predicciones más optimistas hablan de un 15 %.

Hay que buscar, por tanto, nuevas fórmulas para impulsar el crecimiento del español. Y a ello no ayuda la lectura en clave triunfalista de unos datos que, si se mira la letra pequeña, no dejan mucho lugar para el optimismo.

El dato tradicionalmente positivo de la demografía puede, de hecho, haber enmascarado el impacto real de muchas de las políticas públicas relativas a la promoción del español: ¿ha aumentado el número de alumnos porque las cosas se han hecho bien o es simplemente un reflejo del crecimiento demográfico mundial? 

Triunfalismo es también lo que se percibe en la interpretación de los datos que llegan de Estados Unidos. Algo por otra parte comprensible, pues sus casi 60 millones de hablantes lo convierten en el segundo país hispanohablante del mundo, solo por detrás de México. A ello hay que añadir el extraordinario dinamismo de la economía hispana, cuyo ritmo de crecimiento duplica la media nacional.

Si consideráramos a esta comunidad como un país independiente, su economía sería, de hecho, la quinta más grande del planeta, por delante de la británica, la india y la francesa. Algo, en principio, muy beneficioso para el español, pues más del 95 % de los hispanohablantes estadounidenses tienen este origen.

Hasta aquí, todo bien, pero, desbrozando un poco el terreno, descubriremos que este no es tan fértil para el español como cabría suponer a primera vista, empezando por el número de hablantes. Es cierto que el censo estadounidense contabiliza más de 42 millones de hispanos que hablan español en casa, pero, de ahí a pensar que todos ellos son nativos, es mucho suponer, pues este registro no evalúa su grado de competencia en este idioma.

Otros estudios que sí lo hacen muestran, sin embargo, que solo el 55 % de los hispanos declara hablar español muy bien, lo cual reduce considerablemente la cifra de hablantes nativos, a unos 34 millones, concretamente. Pero, de nuevo: ¿podemos considerar nativos a los que dicen hablar muy bien la lengua?

Pinchar la burbuja - Disidentia

El asunto de las cifras no es baladí. Si estas fallan, falla todo lo demás, pues son las que sustentan gran parte de las apuestas estratégicas de crecimiento del español en este país, especialmente aquellas diseñadas con unos datos económicos de trazos gruesos. En este sentido, conviene recordar algo que, por otra parte, debería resultar obvio: el hecho de que la economía hispana crezca el doble que la media estadounidense no quiere decir que el español lo haga en la misma medida.

Del mismo modo, tampoco puede asimilarse la pujanza económica de esta comunidad, el doble de la española en términos absolutos y más de un tercio de la del área hispánica en su conjunto, al PIB generado en esta última. 

Con unos embajadores tan pobres del idioma, es normal que el español no acabe de consolidar la plaza de privilegio que cabría asignarle en los organismos internacionales por peso demográfico, número de países en los que es oficial y legado cultural y científico que porta a sus espaldas.

Aunque es una de las seis lenguas oficiales de Naciones Unidas, su uso como idioma de trabajo es prácticamente inexistente en esta organización y, en cualquier caso, está muy por detrás del francés, lengua de trabajo sí reconocida como tal que, a pesar de contar con un contingente de hablantes nativos muy inferior al del español, todavía rentabiliza su posición como antigua lengua franca de la diplomacia. Salvando las distancias, algo parecido ocurre en la Unión Europea.

Ni la mayor proyección internacional del español ni la extensa comunidad de hablantes de la que hace gala el español fuera de las fronteras comunitarias parecen ser argumentos suficientes para convencer a los burócratas europeos de situar a esta lengua por encima, no ya del alemán o del italiano, sino del polaco, que cuenta con el mismo número de hablantes que el español.

Todo ello en nombre de un multilingüismo entendido desde la oficialidad que, sin embargo, deja fuera a 60 lenguas regionales y minoritarias, al tiempo que abraza en su funcionamiento la consolidación gradual de una lengua franca, el inglés, que hoy solo habla como nativa el 1 % de sus habitantes.

Algo, por otra parte, comprensible, pues sería absurdo renunciar a una herramienta de comunicación tan extendida a nivel internacional en aras de unos derechos lingüísticos que con frecuencia tienen más que ver con la promoción económica y política de ciertas comunidades bilingües que con una necesidad comunicativa propiamente dicha.

En este sentido, habría que valorar en qué medida la reactivación en el plano nacional de un debate ya cerrado en el ámbito comunitario como es el de dotar de carácter oficial al resto de las lenguas regionales y comunitarias de la UE puede haber contribuido a erosionar aún más la ya malograda posición del español en esta organización. Porque, no nos engañemos, si España no se preocupa de cuidar el español en Europa, nadie más lo hará.

El no hacerlo arroja su saldo negativo en cuestiones como la exclusión de este idioma como lengua de procedimiento de la Oficina Europea de Patentes o, como ha ocurrido en más de una ocasión, en la no contabilización como hispanohablantes de catalanes, vascos o gallegos, quedando así el español por detrás incluso del polaco en términos demográficos.

Estas actitudes comunitarias restan asimismo vigor a otras iniciativas más internacionales, como el intento reciente de hacer del castellano una lengua oficial del Tribunal Internacional de Justicia de la Haya, junto al inglés y el francés.

Trivia sobre el idioma español o castellano

Pero si de estrategias absurdas se trata, ninguna parece tan fallida como la de intentar hacer del español una lengua de la ciencia. La cantidad de fondos y neuronas que se han invertido en librar esta batalla perdida de antemano contra el inglés contrasta fuertemente con la escasez de recursos destinados a la retención de talento y a la creación de centros de investigación de prestigio dentro del área hispánica.

Por qué no se dedica todo este esfuerzo a hacer buena ciencia y dejar que ella sola promocione el español y a los científicos hispanohablantes que la producen es un enigma cada vez más difícil de resolver.

Y más teniendo en cuenta que, dentro de poco, no tendrá sentido hablar de lengua de publicación científica, pues el día en que cada científico escriba en su propia lengua y una herramienta informática sea la que traduzca sus artículos de manera impecable está a la vuelta de la esquina, si es que no la hemos doblado ya.

El desarrollo de estas potentes herramientas informáticas de nuevo cuño tendrá, de hecho, repercusiones de amplio alcance en instituciones creadas ex profeso para la difusión y la supervisión del español, como son el Instituto Cervantes o la Real academia, que deberán reajustar sus objetivos si quieren seguir siendo instrumentos eficaces en los terrenos diplomático y normativo. 

Cerrar los ojos ahora solo servirá para lamentarse más tarde.

Pero mantenerlos abiertos tampoco sale gratis. Implica iniciar un debate incómodo dentro del área hispánica y aclarar, de una vez por todas, de qué estamos hablando cuando hablamos de promocionar y dar esplendor al español: ¿se trata de extender el uso de este idioma en regiones que aún le son ajenas o, más bien, de liderar como país una suerte de representación cultural del área hispánica en el ámbito internacional?

Las estrategias para uno u otro fin deberían ser radicalmente diferentes.

nuestras charlas nocturnas.

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