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Historia del cine de zombis…


Zombis en los años treinta (foto: DP)
Zombis en los años treinta

¿Por qué has conducido así, idiota? ¡Podríamos habernos matado!
—Peor que eso, monsieur. Podríamos haber sido capturados.
—¿Capturados? ¿Por quién? ¿Por esos hombres con los que hablaste?
—No son hombres, monsieur. Son cuerpos muertos.
—¿Muertos?
—Sí, monsieur… ¡zombis!

JotDown(E.deGorgot) — Este breve diálogo que acaban de leer contiene la primera mención a los zombis en un largometraje de ficción. Hace ya ocho décadas. Ahora están en todas partes: muertos vivientes, infectados, cadáveres andantes, devoradores de cerebros… desde hace unos cuantos años, la literatura, el cómic, la televisión y el cine han encontrado un filón en esta temática.

La carne de zombi vale su peso en oro; no hace mucho hablábamos sobre la manera en que The Walking Dead está arrasando en medio mundo, al igual que algunos largometrajes, enormes éxitos en pantalla grande. Es más, el género zombi no solamente se ha convertido en mercancía de consumo masivo sino que, inesperadamente, también ha llegado a ser un producto cinematográfico respetado.

No siempre fue así. Desde que nació en los años treinta, y por lo menos hasta finales de los cincuenta, las películas de zombis fueron consideradas material únicamente apto para matinées, sesiones festivas en cines repletos de niños y adolescentes descerebrados que buscaban en el cine algunas emociones fuertes con las que empezar bien el sábado, olvidando el desagradable colegio.

O para pases televisivos de serie B también destinados al público juvenil. En los años sesenta el género se volvió más adulto, aunque con frecuencia fue utilizado como vehículo para vender sexo, pero sí hubo algunos directores y guionistas que decidieron empezar a tomarse el género en serio. La aceptación, sin embargo, tardó unas tres décadas más en llegar.

También es interesante comprobar que el actual género zombi se parece bien poco a las películas pioneras de los años treinta, o que su evolución hasta lo que conocemos hoy no se hubiera producido sin la enorme influencia de películas y novelas que, en algunos casos, ni siquiera pertenecían al género de terror, como por ejemplo la ciencia ficción pos-apocalíptica o las historias de infiltraciones alienígenas.

En esta historia de los orígenes del cine zombi hablaremos de muchos de sus elementos más tradicionales: brujería colorista, sangre, racismo, efectos especiales dignos de teatrillo de pueblo, guiones absurdos, peleas ridículas, maquillajes atroces, chicas bonitas… ¡los ingredientes clásicos del género!

Pero también hablaremos, cómo no, de individuos como Bela LugosiEd WoodRichard MathesonGeorge A. Romero… una larga lista de nombres más o menos célebres. Pero basta ya de palabrería y hagamos un poco de historia. ¡Agarren su estaca, vamos a abrir unas cuantas tumbas!

– ¿Qué es un zombi?

No se puede hablar de cine de zombis sin explicar lo que es un zombi. «¿Para qué?», se dirá usted, «si yo ya sé lo que es un zombi». No crea que está tan claro, y cuando empecemos a repasar películas entenderá por qué resulta indispensable esta precisión.

Si usted pregunta a su alrededor, lo más probable es la mayor parte de la gente no le dé una definición correcta del término «zombi» tal y como fue entendido en el cine durante las cuatro primeras décadas de existencia del género. Se limitarán, casi siempre, a equiparar zombi con muerto viviente, y ya está.

Pero eso es algo que solamente hacemos hoy, cuando también hemos llegado a concebir que un vampiro sea capaz de enamorarse. Las viejas temáticas del terror han cambiado mucho con los años y los zombis no son una excepción.

La etimología de la palabra «zombi» es tan compleja que por sí sola merecería un extenso artículo, pero no vamos a entrar a discutirla más de la cuenta; no porque no sea interesante, sino porque sería demasiado largo de contar. Diremos solamente que es un término, o más bien un conjunto de términos, que significa cosas distintas en diversas regiones de África, donde se practicaban religiones animistas. Por ejemplo, puede significar «fetiche», un objeto utilizado en rituales mágicos.

También puede aludir a ciertos espíritus poderosos con quienes se pretende contactar mediante la magia, para que ayuden a los humanos a conseguir determinados fines. En algunas otras regiones, el «Zombi» es la divinidad creadora, esto es, un sinónimo de Dios, Jehová, Alá y demás nombres monoteístas. Como ven, nunca tuvo un significado único.

Y no se preocupen por cómo transcribir la palabra, ya que exploradores, misioneros, estudiosos y literatos europeos llevan siglos sin ponerse de acuerdo al respecto: zumbizombizombie… todas, y ninguna, son correctas. Lo importante en términos cinematográficos es que estos conceptos africanos pasaron a América y allí adquirieron nuevos significados, algunos bastante sorprendentes.

En Brasil, por ejemplo, un «zumbi» era el líder de una comunidad de esclavos emancipados, que utilizaba esa alusión a la divinidad para conferirse autoridad. Más acepciones para el confuso crucigrama.

Lo que realmente nos interesa es Haití. En el culto vudú haitiano, un «zombi» era aquel ser humano cuyo espíritu había sido capturado por un boko o brujo. El boko empleaba la magia negra para, mediante fetiches tales como figuritas con forma humana, extraer el espíritu de una persona viva o recientemente fallecida.  

Después guardaba el espíritu capturado en un cántaro, botella o recipiente similar (¡esto le da todo un nuevo significado a la expresión «alma de cántaro»!) y así podía usarlo en otro tipo de rituales. El robo del espíritu conllevaba una terrible consecuencia: el brujo tomaba el control del cuerpo físico que había albergado ese espíritu antes. Si su víctima era una persona viva, esta persona perdía toda voluntad, viéndose obligada a obedecer al brujo de manera robótica.

La persona, ¡horror!, permanecía consciente, pero no podía comunicarse ni tampoco podía evitar que su cuerpo estuviese manejado por el boko. Pues bien, si se le robaba el alma a un cadáver reciente, el cuerpo físico emergía de la tumba para obedecer a su nuevo amo, aunque en este caso ya no había consciencia en él.

Ni que decir tiene que estas creencias, habituales en la población negra de Haití, combinaban la tradición africana con el trauma del tráfico de esclavos. Ser convertido en zombi era lo peor que podía pasarle a uno porque implicaba convertirse en esclavo para siempre, sin posibilidad de escapar ni siquiera después de la muerte.

Estas dos versiones del zombi, como muerto andante y como ser humano vivo pero desprovisto de voluntad propia, se usaron indistintamente en el cine durante varias décadas. Hoy ya no sucede, pero hubo muchos zombis vivos en el cine. Quizá debería decir que el equivalente actual son los «infectados».

El tétrico vudú haitiano extendió su divertida y chispeante influencia por el Caribe, estableciéndose en el sur de los Estados Unidos, y de manera particular en Louisiana, donde se convirtió en parte importante del folclore de la comunidad negra local.

Obviamente, no todos los negros de Louisiana creían en estas supercherías, ni mucho menos; sin embargo, sí adoptaban las referencias culturales del vudú como propias, de igual manera que un español ateo se ve influido por las referencias culturales cristianas.

Dado que el concepto de zombi estaba íntimamente ligado con la experiencia de la esclavitud, los negros del sur de los Estados Unidos podían compartir y comprender muy bien el trasfondo de aquellas leyendas sobrenaturales. Un buen ejemplo de esto es que, hasta los años cuarenta y cincuenta, muchas canciones de blues mencionaban rituales de magia negra vudú como parte del imaginario asociado a las regiones sureñas donde nació ese estilo musical.

Incluso alguien como Jimi Hendrix, que nació y creció en el lejano norte del país y culturalmente tenía poco que ver con esos ambientes sureños, adoptaba las referencias al vudú como parte de la tradición musical que había asimilado. Digo todo esto para enfatizar el hecho de que, para cuando se convirtió en protagonista de su propio género cinematográfico, el zombi era un concepto ya muy arraigado en la cultura estadounidense.

Teniendo en cuenta que la industria cinematográfica haitiana era muy pobre, por no decir casi inexistente, no resulta extraño que los primeros largometrajes sobre zombis fuesen estadounidenses. Por entonces, tanto los cineastas como el público entendían al instante que la palabra «zombi» estaba íntimamente relacionada con el vudú.

– El nacimiento del género zombi en el cine

El cine de zombis nació, cómo no, en Hollywood. Aunque pocos años antes se había realizado un documental sobre zombis y vudú, el primer largometraje de ficción propiamente dicho fue White Zombie («La zombi blanca»). Estrenado en 1932, estaba protagonizado nada menos que por Bela Lugosi, que interpretaba el papel de un brujo que usa ritos vudú para controlar el cuerpo de una chica.

El legendario actor húngaro estaba viviendo sus mayores momentos de gloria; el año anterior había protagonizado la inmortal adaptación de Dracula por la que pasará a la historia, y tenía un lucrativo contrato con los poderosos estudios Universal. Sin embargo, White Zombie fue una producción independiente rodada sin grandes medios, como proyecto personal del mítico productor Victor Halperin.

En la película encontramos todos los ingredientes clásicos de la mitología vudú, incluyendo a personajes de raza negra que hablaban con acento francés, referencia a la cultura cajún de Louisiana. White Zombie recibió críticas poco entusiastas tras el estreno, pero el tiempo le ha añadido una pátina de nostalgia que le confiere bastante encanto (y que ha servido para dar nombre a alguna banda de rock).

La película es irregular, la verdad, pero contiene alicientes legítimos. No solamente la inmensa presencia del gran Lugosi, sino también una atmósfera muy conseguida en ciertas escenas. La mala recepción crítica no impidió su éxito en los Estados Unidos, y curiosamente también en la Alemania de Hitler, donde la censura le dio el visto bueno sabe Dios por qué.

Seguramente, los paranoicos nazis pensaban que el film demostraba cómo los malvados africanos inferiores podían atacar a una mujer blanca, toda una metáfora de sus demenciales teorías racistas. Sea como fuere, el éxito en Alemania debió de producir sentimientos encontrados al pobre Bela Lugosi, que, como después veremos, no era precisamente el mayor fan del III Reich.

Cuatro años más tarde, en 1936, se rodó la segunda película con temática zombi, titulada Ouanga, aunque también conocida como The Love Wanga. Fue estrenada a pequeña escala y tardó varios años en ser proyectada por todo el país. Contaba la historia de una bruja haitiana que revivía cadáveres para usarlos como herramienta de venganza personal, tras ser despechada por un hombre que la había plantado para casarse con una mujer blanca.

Bastante más olvidable que White Zombie, rara vez la verán nombrada como una referencia básica del género. Eso sí, en ella aparece una actriz importante, Fredi Washington, la misma que en Imitación a la vida había interpretado a una mulata que se hacía pasar por blanca (es posible que les suene más el remake que protagonizó Lana Turner en los años cincuenta).

Fredi Washington era hija de mulatos pero, dado que sus rasgos faciales podían pasar perfectamente por europeos, se la contrataba para papeles que jugaban con esa ambigüedad racial en aquellos años de segregación generalizada.

También en 1936 se estrenó la igualmente prescindible Revolt of the Zombies, otra producción del indomable Victor Halperin, que quiso ambientarla en Camboya por aquello de darle un toque todavía más exótico al asunto. Los protagonistas intentaban destruir una fórmula creada por un sacerdote para convertir a los humanos en zombis.

Esta mezcla de brujería haitiana con científicos locos se convertiría en un recurso muy común en el género, pero, más allá de esa innovación, la película era mediocre.

En 1940 se estrenó Four Shall Die, un film cuyo mayor aliciente es contemplar en acción a Mantan Moreland. El legendario actor empezó como artista de vodevil y se especializó en comedias, particularmente en las race movies, películas destinadas exclusivamente al público negro (sí, así estaban las cosas en América).

Sin embargo, tenía tanto carisma que se convirtió también en un habitual del cine de terror; como actor cómico era hilarante, pero si se proponía impactar al público adoptando expresiones terroríficas, lo conseguía con creces. Su talento era polifacético. También de 1940 data la primera comedia de zombis, The Ghost Breakers, un film que ha pasado a la historia gracias a la malintencionada, aunque divertida, equiparación que Bob Hope hacía de los zombis con los seguidores del Partido Demócrata.

Como pueden suponer, se trata de una película entretenida que además contaba con la presencia de otra gran estrella, la bonita Paulette Goddard. El tono de comedia desenfadada se repetiría en 1941 con King of the Zombies; vista hoy, resulta más llamativa por su descarado racismo, habitual en aquel Hollywood, que por su calidad. No es una obra maestra, aunque sí entrañable.

Sobre todo porque podemos ver de nuevo a Mantan Moreland, luciéndose en su ámbito preferido, el cómico, pero manteniendo la misma alucinógena expresión de estar contemplando los Horrores del Otro Lado que ya había empleado en la anterior película. Grandioso actor cuya presencia, desde luego, ¡siempre supone un aliciente extra!

Vistos los ejemplos, podrán ustedes deducir fácilmente que, durante los años treinta, poca gente se tomaba en serio el cine de zombis. Era como el hermano pobre de otros subgéneros del terror. Con el cambio de década no mejoraron las cosas. En los cuarenta, el género de terror sufrió una crisis que lastró la carrera de quienes habían gozado sus momentos de esplendor y ahora pagaban el precio de haber sido encasillados en esos papeles.

Bela Lugosi, por ejemplo, seguía siendo muy famoso, pero nunca consiguió abrirse paso en el cine más convencional, ni siquiera cuando tuvo la gran oportunidad de interpretar un papel en Ninotchka, el clásico de Lubitsch, donde pudo compartir pantalla nada menos que con Greta Garbo.

En aquel film había muchos extranjeros tanto delante como detrás de las cámaras, empezando por el director y la propia Garbo, así que Lugosi no estaba fuera de lugar. Y desde luego demostró que no necesitaba vestirse de vampiro para mantener su enorme presencia escénica. Fue uno de los actores con más carisma de todos los tiempos, esto es un hecho… pero Ninotchka no fue el rescate profesional que él esperaba.

El público continuaba asociando su nombre al conde Drácula, y su cerradísimo acento húngaro no ayudaba a sacudir esos estereotipos. Por si fuera poco, su drogadicción empezó a cerrarle bastantes puertas. Lugosi padecía problemas físicos que venían desde la I Guerra Mundial, en la que se presentó voluntario para luchar en el ejército húngaro, combatiendo valientemente como teniente de infantería y siendo herido en tres ocasiones diferentes.

Su etapa como soldado le dejó como recuerdo dolores crónicos que terminaron derivando en una fuerte adicción a la morfina. Por esto, cuando el terror pasó de moda y Lugosi dejó de ser un imán para la taquilla, los ejecutivos de la Universal consideraron que ya no les convenía tener a un drogadicto en plantilla. Decisión injusta, porque Lugosi no era un yonqui problemático.

Al contrario, era bien conocida su conducta siempre exquisita y su elegancia poco menos que aristocrática (olviden los exabruptos que le hacen pronunciar a su personaje en la película Ed Wood, ¡Lugosi era un caballero!). Pero bueno, los grandes estudios no querían arriesgarse a ver las palabras «morfina» y «metadona» en los titulares.

Cuando se extinguió su contrato con la Universal, Lugosi tuvo que firmar con un estudio mucho más modesto, Monogram, para filmar películas de bajo presupuesto, incluyendo algún que otro retorno al mundo zombi.

En 1942 protagonizó Bowery at Midnight, film de serie B donde interpretaba a un psicólogo que, tras convertirse en jefe criminal y asesinar a algunos de sus propios sicarios, veía cómo estos regresaban convertidos en zombis (por entonces, como ven, los psicólogos no eran considerados como algo muy diferente a los brujos vudú… supongo que hoy deberían ocupar ese lugar los economistas).

No es una gran película, la verdad, pero Lugosi está fantástico en ella. En 1944 protagonizó The Voodoo Man, interpretando a un doctor que se convierte en brujo y utiliza la magia negra para revivir a su esposa fallecida, para lo cual necesita quitarle la vida a otras mujeres.

Pese a su modesta factura, es un film interesante. Lugosi derrocha carisma y la atmósfera visual tiene algunos buenos momentos. No es una obra maestra pero tanto Lugosi como la fotografía e iluminación hacen que merezca la pena. En ella también podemos ver a John Carradine, por entonces especializado en el cine de terror, y metido de lleno en uno de los personajes más absurdos de su trayectoria… que ya es decir.

Mucho más infantil era la comedia Zombies on Broadway, de 1945, que jugaba con la baza comercial de juntar a Lugosi con Boris Karloff, otro actor encasillado en el terror que se las estaba viendo negras para mantener su estatus profesional. Era simplemente un intento de rentabilizar la menguante pero todavía extendida popularidad de ambos actores, que aparecían juntos por primera vez en pantalla. Aunque es una película divertida para los niños, en mi opinión resulta indigna del calibre de ambos iconos. En fin, no fueron años nada buenos para Lugosi.

Además del declive profesional y del empeoramiento de su adicción, estaba seriamente preocupado por el expansionismo alemán que amenazaba con fagocitar su patria, Hungría.

Cuando, en efecto, Hungría fue ocupada por los nazis, el viejo Bela Lugosi ya no podía alistarse para combatir, pero sacó a relucir su condición de laureado veterano de guerra, encabezando una campaña para concienciar al público americano sobre el negro destino que aguardaba a los judíos y disidentes húngaros. Por desgracia, no se equivocó en sus malos augurios.

Para un hombre que había estado dispuesto a dar la vida por su país, aquellos fueron momentos difíciles.

Además de las películas protagonizadas por un Lugosi cuya carrera declinaba rápidamente, en los años cuarenta hubo otros títulos como I walked with a zombie del director Jacques Tourneur, que en 1943 fue despreciada por los críticos aunque, como White Zombie, hoy es vista con mejores ojos a causa de la nostalgia y porque indudablemente contiene buenos momentos, sobre todo desde el punto de vista visual.

Como dato curioso, en ella aparecía cantando nada menos que Sir Lancelot, el gran popularizador del calipso, un estilo musical que tendría bastante éxito en los Estados Unidos.

Es chocante que alguna de sus escenas musicales, dicho sea esto como mérito de la muy conseguida atmósfera del film, ¡terminan resultando extrañamente terroríficas! Kubrick y Hitchcock no fueron los primeros en mezclar música agradable con secuencias de oscuro trasfondo.

La intervención de Sir Lancelot no deja de resultar llamativa porque, como veremos, el otro rey del calipso, Harry Belafonte, tendría también un papel importante, aunque indirecto, en la evolución del cine de zombis.

También en 1943 se estrenó la primera secuela de una película de zombis. Revenge of the Zombies era la continuación de King of the Zombies. El film hablaba de un científico que intenta crear un ejército de zombis para el III Reich. De nuevo aparecía el ubicuo John Carradine, pero era nuestro amigo Mantan Moreland quien se las arreglaba para robar casi cada secuencia en la que aparecía; no por nada el hombre es hoy una leyenda entre los más aficionados al género.

Sea como fuere, cualquier escena compartida por Carradine y Moreland es una joya que merece la pena contemplar. En aquel mismo año se estrenó The Mad Ghoul, un film poco destacable pero que merece ser mencionado porque fue el primero en usar la palabra «ghoul» en su título. Este término procedía de la tradición árabe, en la que al-ghūl denominaba a cierto tipo de espíritu, o demonio, que podía presentarse bajo forma humana o animal.

La literatura anglosajona había adoptado el término gracias a la repercusión de Las mil y una noches, y en los Estados Unidos la palabra se convirtió en sinónimo de criatura amenazante que acecha en lugares solitarios, como caminos o cementerios. ¿Por qué digo todo esto? Pues porque, hasta los años sesenta, el cine estadounidense utilizaba la palabra ghoul (y no «zombi») para referirse a los muertos vivientes que salen de sus tumbas sin la intervención de la magia vudú.

Por lo general, el cine solamente hablaba de zombis cuando su aparición estaba vinculada con el vudú (años treinta y cuarenta) o con ese nuevo tipo de vudú que era la ciencia atómica (años cincuenta y sesenta). Y los muertos vivientes que aparecían por las buenas eran ghouls, así que el moderno género zombi perfectamente podría haber terminado llamándose «género ghoul», lo cual hubiese sido más correcto.

En 1946 se estrenó Valley of the Zombies, en la que curiosamente no había zombis, sino un individuo que usaba ritos vudú sobre sí mismo para retrasar su propia muerte. Dado que necesitaba beber sangre humana con regularidad para mantenerse vivo, hablamos más bien de un vampiro vudú. Film prescindible, aunque contaba con la presencia de la elegante Lorna Gray.

La actriz había acariciado el estrellato durante su etapa en Columbia Pictures, pero nunca logró despegar y, al igual que Lugosi, terminó rodando películas de serie B para los más modestos estudios Monogram. El género de terror servía muchas veces como refugio para intérpretes que habían caído en desgracia a ojos de los grandes estudios.

La verdad es que Valley of the Zombies era demasiado mala para una actriz de su talento, así que no resulta extraño que no quisiera aparecer con el nombre artístico de sus mejores tiempos sino con un seudónimo, Adrian Booth.

El pasar de compartir pantalla con John Wayne a verse encasillada en películas de zombis era un golpe duro, porque en el escalafón cinematográfico los filmes de zombis estaban entre lo más bajo, y casi siempre eran de los peores. Tampoco sorprende que decidiese retirarse de las pantallas unos pocos años después, cuando todavía era joven.

Probablemente aquella retirada le fue bien a su estabilidad mental, ya que conforme escribo estas líneas Lorna Grey sigue viva y está a punto de cumplir los cien años. A su salud.

– Los locos años cincuenta

Si los años treinta fueron los del auge del cine de terror y los cuarenta los de su declive, los cincuenta estuvieron caracterizados por la repentina explosión de la ciencia ficción, cuya imparable fuerza salpicó al género de terror. El subgénero zombi no pudo librarse de esa omnipresente influencia, aunque muchas veces fuese asimilada de manera bastante surrealista. La principal consecuencia de ese influjo fue que en los nuevos guiones, el origen de los zombis cambió.

El vudú era sustituido por la energía atómica o los extraterrestres. En 1952 se estrenó Zombies of the Stratosphere, que, como cabe deducir del título, intentaba explotar el filón de la nueva moda de los platillos volantes. Era básicamente una película de marcianos que usaba la palabra «zombie» para distinguirse de la competencia.

Algo similar sucedía en el film Invisible Invaders, donde los muertos salían de sus tumbas después de que sus cadáveres fuesen ocupados por alienígenas (volvemos a ver a John Carradine).

El travestismo hacia la ciencia ficción continuó con Creature with the Atom Brain, donde un científico del extinto III Reich usaba energía nuclear para resucitar cadáveres que después un gangster reclutaba para que se convirtiesen en sus esbirros, inaugurando la hilarante pero poco continuada tradición del zombi mafioso.

Como se deduce de estos estrambóticos argumentos, no hablamos de filmes particularmente inteligentes, aunque sí demostraban esa evolución del cine zombi hacia temas considerados más actuales, más propios de la ciencia ficción entonces hegemónica.

Más tradicional era Voodoo Island, de 1957, que recuperaba las referencias al control mental mediante muñequitos vudú. Era una película más bien aburrida, pese a contar en el reparto con Boris Karloff y la bonita Beverly Tyler, un antiguo proyecto de starlet de la Metro Goldwyn Mayer que pese a su talento, belleza y elegancia, había terminado en el aparcadero de la serie B, como Lugosi o Lorna Grey.

Por su parte, Karloff interpretaba un papel convencional sin maquillajes raros, pero el público no se acostumbraba a verlo desprovisto de su caracterización como monstruo de Frankenstein, lo que le supuso serios aprietos profesionales.

También en 1957 se estrenó Zombies of Mura Tau, donde una expedición de buscadores de tesoros submarinos se encontraba con los antiguos tripulantes de un barco hundido que retornaban de la muerte. Pese a su original idea de presentar zombis submarinos, no era una película demasiado brillante.

Todavía peor, pero divertida de contemplar, era Voodoo Woman, en la que aparecían algunas mujeres zombi manejadas por (¡sorpresa!) un científico loco que vivía en mitad de la selva africana y que, al parecer, no tenía nada mejor que hacer que mezclar vudú con lo que el cine de serie B entendía como «tecnología punta», esto es, bombillitas, antenas de muelle y demás parafernalia fallera.

Además, como se hacía en otras películas de la época, la ambientación africana incluía un constante tañer de bongos, porque ya sabemos que los africanos se pasan veinticuatro horas al día dándole al tamborcito sin parar. No duermen, ni tienen jaquecas; solo le dan al tambor. La película obtuvo cierta repercusión y un estatus de culto precisamente por su merecida fama de chapucera, pero bien merece la pena recordar a su protagonista, la actriz Marla English.

Su carrera fue rocambolesca: fue descubierta por la Paramount, uno de cuyos empleados la vio ganando un concurso de belleza. Se la consideraba un diamante en bruto gracias a una afortunada combinación de talento y una deslumbrante belleza . Estuvo a punto de triunfar por todo lo alto cuando le ofrecieron compartir pantalla con Spencer Tracy, nada menos, pero no tuvo suerte.

El rodaje iba a realizarse en Europa, y antes de cruzar el charco Marla se vacunó, algo que casi todos los viajeros estadounidenses hacían antes de venir, dado el cochambroso estado en que se hallaba nuestro continente por entonces. Pues bien, la pobre Marla sufrió una reacción adversa a la vacuna: una altísima fiebre la obligó a renunciar al rodaje, porque no viajar de inmediato significaba perder el tren de la película.

En aquellos tiempos los grandes estudios no esperaban a nadie. Se buscó una sustituta a toda prisa (ocupó su lugar la siempre inquietante Claire Trevor). A raíz de ese tropiezo y de algún que otro roce con los directivos, en Paramount decidieron aparcar a su gran promesa. Marla English se vio confinada a la serie B, donde su talento fue desaprovechado una y otra vez en películas cuyos títulos hablan por sí solos (por ejemplo, The She-Creature).

No obstante, los nostálgicos de las modelos glamourosas de los años cincuenta harían bien en echarle un vistazo a su increíblemente sexy catálogo de sesiones fotográficas como pin-up, porque Marla English no tenía mucho que envidiar a toda una Bettie Page.

Como vemos, eran pocas las películas de zombis de cierta calidad. A nadie en su sano juicio se le ocurría considerar la posibilidad de que el cine de zombis se convirtiese en un género respetable. En 1957 eran básicamente un relleno barato al que los pequeños estudios recurrían de vez en cuando para ofrecer algo de variedad en mitad de la fiebre cinematográfica de los marcianos y la energía atómica.

Pero lo peor estaba por llegar. Fue hacia el final de la década cuando el cine zombi empezó a sumergirse en el más absoluto desmadre, una espiral de psicodelia que iba a generar productos deliciosamente aberrantes.

La británica The woman eater, de 1958, fue la primera película de zombis que usó abiertamente el reclamo del sexo (lo cual, como ya veremos, sería cada vez más común en el cine de terror a partir de los sesenta). En el argumento teníamos al científico loco de rigor que convertía a mujeres en zombis sin voluntad propia.

Hasta aquí, nada nuevo. Pero, las convertía en zombis, ¿para qué? Pues para alimentar a un extraño árbol carnívoro que al parecer solamente podía obtener las proteínas del desayuno de mujeres jóvenes e invariablemente bien formadas (sí, un árbol carnívoro heterosexual, ¿qué pasa?).

El estupidísimo argumento era una excusa como otra cualquiera para que desfilasen actrices curvilíneas por la pantalla. Aunque lo mejor de todo, como podrán comprobar, es la extraña planta protagonista, una increíble combinación entre geranio, teleñeco de Barrio Sésamo y Alien el Octavo Pasajero en versión maceta.

Si una planta es capaz de robarle la secuencia a mujeres tan despampanantes como las que aparecen en este film, y desde luego se las roba, lo siento mucho por La pequeña tienda de los horrores, pero aquí estamos hablando sin duda de la Planta Más Carismática De La Historia del Cine.

Siguiendo con el despiporre generalizado de finales de los cincuenta, en 1959 se estrenó Teenage Zombies, que tampoco es una obra que hubiese firmado con orgullo Kurosawa. Las andanzas de dos parejas de adolescentes que combaten a un puñado de muertos vivientes alcanzaban tan altas cotas de cretinez como quieran o puedan ustedes imaginar.

Prescindible, excepto porque contiene alguna de las escenas de peleas más absurdas, incomprensibles e hilarantes de todos los tiempos. Hay una secuencia en concreto, hacia el final del film, que no importa las veces que la vea, siempre me provoca un aluvión de carcajadas. Por sí sola, esa pelea ya justifica el visionado. ¡Eso sí es sentido de la épica y no lo de Ben Hur!

Y ya que nos encontramos en las grandes alturas cinematográficas, también en 1959 irrumpía en los altares del cine zombi nada menos que el único e incomparable Ed Wood. En realidad el año anterior ya había rodado una película sobre zombis, Night of the ghouls, que como podrán suponer era bastante cutre. Pero eso se quedó en nada comparada con su nueva gran hazaña.

Me refiero, cómo no, a la inconmensurable Plan 9 from Outer Space, tan mala que hacía que el resto de películas de zombis de aquella década parecieran superproducciones. Incluso su propia Night of the ghouls se antojaba medianamente digna (es un decir) en comparación.

El absurdo batiburrillo de subgéneros, los infinitos errores de producción y la presencia de Tor JohnsonVampira o El Asombroso Criswell han convertido Plan 9 from Outer Space en justificado objeto de culto. Además, como bien sabemos, fue la última película en la que apareció el gran Bela Lugosi, por entonces tristemente sometido al completo ostracismo de la industria, arruinado por la falta de trabajo y aprisionado por aquella drogadicción que llevaba arrastrando desde hacía décadas.

De hecho Bela murió durante el rodaje y ni siquiera pudo terminar de interpretar su papel, que fue completado por un imitador que se cubría el rostro con la capa para que «no se notase» (no, qué va). No hace falta decir que esta indescriptible aberración en forma de película es ahora un hito cultural cuyos fans se multiplicaron el día en que Tim Burton decidió dedicarle su genial, aunque no 100% verídico, largometraje Ed Wood.

Como se ve, los años cincuenta aportaron al género zombi mucha locura pero poco avance. Más allá de transformar ocasionalmente a los zombis y ghouls en extraterrestres, o de sustituir la magia negra por desvaríos pseudocientíficos para adaptarse a la moda de la ciencia ficción, hubo pocas cosas nuevas. Fueron películas más difíciles de tomar en serio que las producidas en los años treinta e incluso los cuarenta.

Eso sí, los desvaríos de los cincuenta serían superados con creces en la siguiente década. La primera mitad de los años sesenta iba a proporcionarnos una impresionante sucesión de fascinantes bodrios cuya sola existencia consigue que uno ame apasionadamente el mero hecho de estar vivo. Pero antes de sumergirnos de lleno en el Gran Despiporre de 1961-66, tomémonos un respiro, hagamos un paréntesis y reunamos fuerzas para las aberraciones que están por venir.

Bela Lugosi comandando a la "zombi blanca" en la película que inauguró el género.
El gran Bela Lugosi comandando a la «zombi blanca» en la película que inauguró el género.

– El last man standing y los primeros hitos del cine apocalíptico

No se extrañen si vamos a conceder mucha importancia a algunas obras que no son de zombis. Es porque la tienen. Me atrevería a decir que desde los años cuarenta y hasta la revolución que supuso la película Night of the Living Dead en 1968, los largometrajes y novelas que más hicieron por la evolución del género, ¡no contenían un solo zombi!

Por ejemplo, hoy nos resulta muy familiar el concepto «Apocalipsis zombi», pero lo cierto es que esa idea nació como la fusión del género tradicional de los zombis vudú y los ghouls con la ciencia ficción posapocalíptica. Dicho de manera simple: sin el género posapocalíptico no podría entenderse el género zombi moderno.

La influencia viene de antiguo. Ya en el siglo XIX se publicaban novelas posapocalípticas con historias muy similares a las que vemos hoy en el cine. Una de las primeras fue Le dernier homme (1805), del francés Jean Baptiste Cousin de Grainville, donde se describe una plaga de esterilidad que amenaza con extinguir la raza humana, mientras los protagonistas intentan encontrar a la última mujer fértil. ¿Les suena? Efectivamente, una premisa casi idéntica servía de base a la película Hijos de los hombres.

En 1826 Mary Shelley publicaba otra novela con el mismo título en inglés, The Last Man, que describía las desventuras del único superviviente de una pandemia, situada en el entonces lejano siglo XXI. Incluso mayor influencia tuvo The Purple Cloud, del escritor británico M. P. Shield.

Publicada en 1901, narraba las aventuras de un hombre que, tras regresar de un viaje por el Ártico, descubre que una nube tóxica ha exterminado al resto de la humanidad. Creyéndose completamente solo en el mundo, pierde la cabeza durante años y llega a quemar ciudades enteras cual Nerón, en pleno acceso de megalomanía. La novela contiene escenas y pasajes muy similares a los que todos hemos visto en varios largometrajes.

Los libros que acabamos de mencionar hablaban de cataclismos que eliminaban a casi toda la raza humana, con frecuencia dejando un único superviviente, por lo que el género es a veces conocido como last man standing, «el último hombre en pie». En los años cincuenta del siglo XX se publicaron otras dos novelas que son probablemente las que más influyeron sobre el nacimiento del moderno género zombi, porque a esos cataclismos añadían un elemento nuevo: la amenaza mutante.

Ambos libros fueron publicados el mismo año, 1954, y ambos serían llevados al cine con distinta suerte. Fueron el último escalón antes del nacimiento del género zombi en su versión moderna. En estas dos novelas la pandemia no solamente acababa con los humanos sino que los transformaba en monstruos, y por tanto los supervivientes, además de hacer frente a la soledad y la falta de recursos, también debían cuidarse de sus antiguos congéneres, ahora convertidos en depredadores.

I Am Legend, de Richard Matheson, tenía ciertos paralelismos con The Purple Cloud. Narraba las aventuras del único superviviente a una epidemia que ha convertido a todos los demás humanos en una especie de vampiros. Su primera adaptación cinematográfica, de 1964, pasó sin pena ni gloria, pero la novela tuvo una influencia fundamental sobre el cine de zombis al inspirar directamente la primera película moderna del género, Night of the Living Dead (más adelante volveremos sobre ello).

Igualmente fundamental fue la novela The Invasion of the Body Snatchers, de Jack Finney. Fue adaptada al cine muy rápidamente, en 1956, por el director Don Siegel. El protagonista de aquel legendario film intenta abortar los brotes iniciales de una soterrada invasión alienígena. Los invasores, mediante unas extrañas vainas vegetales, matan a los humanos y los sustituyen por copias idénticas.

Curiosamente, ese argumento parecía recoger el terror tradicional asociado a los ritos vudú mejor que cualquier película de zombis de aquella misma época, porque mostraba con hábil crudeza psicológica el proceso por el que los seres humanos se transformaban en títeres sin voluntad propia. Aquellos clones alienígenas eran en todo, excepto en las causas de su conversión, como una nueva versión de los antiguos zombis que aterraban a los esclavos.

Además cabe citar un detalle muy importante: la película describía una epidemia de crecimiento exponencial, desde sus inadvertidos síntomas iniciales, cuando el protagonista ni siquiera entiende a qué se estaba enfrentando, hasta el momento en que ya queda claro que el mundo entero corre peligro.

Esta espiral creciente tan característica ha sido imitada bastantes veces en el género zombi actual, por ejemplo en la novela World War Z. En fin, The Invasion of the Body Snatchers es una obra maestra absoluta de la ciencia ficción y el terror. Además tiene la rara virtud de que su segunda adaptación cinematográfica, de 1978, tiene una calidad comparable a la primera.

Si no es considerada como la primera película moderna de zombis se debe a su temática extraterrestre, pero si nos fijamos en su estructura narrativa, la verdad es que casi podemos decir que es el episodio cero de The Walking Dead.

Si en 1956 The Invasion of the Body Snatchers fue un importantísimo precedente, 1959 fue el año definitivo de la explosión del subgénero posapocalíptico en la ficción audiovisual. En el periodo de apenas unos meses se produjeron varias aportaciones clave, importantísimas. Una en la televisión, con el estreno de la inolvidable serie The Twilight Zone, de la que ya hablamos en la revista. 

Algún que otro episodio especulaba acerca del destino de los supervivientes a un cataclismo global (en la serie, no lo olvidemos, colaboró como guionista el propio Richard Matheson). En cine se estrenaron dos películas posapocalípiticas paradigmáticas.

Una fue On the Beach, ambicioso drama del que hablamos en el artículo sobre cine atómico; además de un reparto de relumbrón, contenía algunas de las primeras secuencias convincentes de un mundo completamente devastado, además de explorar las consecuencias psicológicas que el inminente fin del mundo tenía sobre la población.

Tanto o más influyente, aunque por desgracia poco recordada hoy, fue The World, the Flesh and the Devil, piedra angular de buena parte del cine posapocalíptico moderno. No se sienta mal si nunca ha oído hablar de ella, porque fue un gran fracaso de taquilla en Estados Unidos y en España ni siquiera llegó a estrenarse.

Su olvido resulta paradójico, dada la enorme cantidad de veces que ha sido imitada y copiada por otras películas bastante más famosas, incluyendo algún gran éxito de taquilla rodado en España. Es difícil de explicar por qué nadie habla de este film. Es una buena película con muy buenos momentos, que fue pionera y revolucionaria en muchos aspectos.

Tampoco puede decirse que tuviese un reparto desconocido, más bien al contrario. Por ejemplo, su protagonista era Harry Belafonte, el «rey del Calipso», que tanto en lo musical como en lo cinematográfico estaba en su punto álgido de popularidad. Le acompañaban Mel Ferrer, que también era bastante famoso pese a su labor de eterno secundario, y la malograda actriz de origen sueco Inger Stevens.

Antigua bailarina de cabaret, Stevens era una belleza de manual que además poseía uno de los mayores talentos en bruto de su generación. La mayor parte de espectadores la recuerdan porque años más tarde protagonizó junto a Clint Eastwood Hang’ En High, película que rodó un par de años antes de suicidarse mediante la ingesta de barbitúricos. The World, the Flesh and the Devil se centraba en la dificultad de entablar relaciones sanas entre los supervivientes de un cataclismo global.

Si bien el guion es irregular, cabe insistir en que, desde una perspectiva puramente visual y cinematográfica, la situaría sin dudarlo entre las grandes obras de la ciencia ficción. Las secuencias en blanco y negro de una Nueva York completamente vacía, que fueron rodadas aprovechando las horas más tempranas de un domingo, resultan tan espectaculares que siguen impresionando hoy, más de cinco décadas después.

Ni que decir tiene que han sido imitadas por filmes como El último hombre vivo28 días despuésI Am Legend o incluso Abre los ojos de Amenábar, cuya secuencia de la Gran Vía despoblada es muy parecida a la de Times Square que podemos ver en aquella antigua película. Una lástima que no se la reivindique lo suficiente.

I Am LegendThe Invasion of the Body Snatchers o The World, the Flesh and the Devil no eran historias de muertos vivientes, pero fueron más importantes para la evolución del género que las mediocres producciones de zombis que se estrenaban en aquellos mismos años.

La ciencia ficción apocalíptica aportó unos ingredientes que nada tenían que ver con el vudú, pero sí con la representación de un mundo arrasado por la catástrofe, así como la agónica lucha de los supervivientes por mantenerse no solamente vivos, sino también cuerdos, y unidos en el intento de recrear algo similar a un residuo de civilización. Ingredientes, claro, sin los que no entenderíamos películas y series de años más reciente.

– El Gran Desmadre de los años sesenta (1960-1968)

Volviendo al género zombi propiamente dicho, nos habíamos quedado a finales de los años cincuenta, periodo decadente marcado por artefactos tan delirantes como Plan 9 From Outer Space. Pues bien, aunque parezca mentira, la primera mitad de los sesenta iba a ofrecer productos todavía más salidos de madre. Aquellos años sí que fueron la auténtica Guerra Mundial Z. Es cierto que hubo algunos intentos de hacer películas respetables… pero cuando se rodaban bodrios, eran más bodrios y peores bodrios que nunca.

Hasta 1961, todos los largometrajes sobre zombis habían sido estadounidenses, salvo alguna excepción británica, como aquella del árbol caníbal heterosexual del que hablábamos en el anterior episodio. Pues bien, a partir de 1961 hubo varios países que se subieron al carro, convirtiendo el desmadre zombi en un fenómeno verdaderamente internacional.

Entre las primeras en aportar su granito de arena (y de salero) estuvieron las dos principales industrias cinematográficas de habla hispana: México y, cómo no, España. El film mexicano Santo contra los zombies, estrenado en 1961, era la tercera de muchas películas protagonizadas por el célebre luchador.

Los grandes alicientes de aquel delicioso sinsentido eran los combates de lucha libre, claro, pero también la tecnología «punta» (los consabidos muelles, antenas y bombillas) y las cómicas peleas con musculosos zombis vestidos de Peter Pan.

Cualquiera que haya visto largometrajes de Santo, que por cierto fueron bastante populares en nuestro país, puede hacerse una idea de hasta qué cotas de desfachatez llega este despropósito. Quien no haya visto ninguno quizá debería concederle una oportunidad, porque dudo mucho que se aburra entre tanto disparate. Eso sí, no esperen algo como Casablanca.

En cuanto a España, en aquel mismo año Jesús Franco estrenó Gritos en la noche, película muy influida por el tenebrismo gótico europeo, que fue despreciada por los críticos pero alcanzó bastante repercusión internacional bajo el título de The Awful Dr. Orloff.

Eso sí, el astuto Franco (el director) montó dos versiones distintas: una con escenas picantes, destinada a países con manga ancha, y otra mucho más recatada para superar la censura católica del otro Franco (el dictador). Gritos en la noche pretendía ser más seria que Santo contra los zombies, y efectivamente lo era, aunque para eso tampoco hacía falta mucho.

Si México y España se habían adherido con entusiasmo a la Guerra Mundial Z, no podía ser menos la otra gran cinematografía latina del planeta, también especializada en exprimir cada filón comercial hasta la más lacerante agonía.

Hablo, cómo no, de Italia. En 1964 hicieron su primera aportación, llamada Il castello dei morti vivi, aunque sea más conocida por su título internacional Castle of the Living Dead. Contaba como protagonista nada menos que con Cristopher Lee, aunque lo más chocante es ver por ahí a un Donald Sutherland caracterizado en varios papeles secundarios que, sabiendo de su inmensa fama posterior, parecen casi una broma.

Lógicamente este film se rodó antes de que Sutherland alcanzase el estrellato, aunque el actor siempre ha tenido bastante humor para estas cosas y nunca renegó de sus inicios; siendo ya un intérprete respetado, seguía prestándose a cameos estrafalarios solo por diversión (si no lo creen, vean su única aparición, de cinco gloriosos segundos, en la película Kentucky Fried Movie, interpretando al Camarero Patoso). 

Il castello dei morti vivi era surrealista a más no poder, con secuencias que parecían salidas de los descartes de Martes y Trece (¡esas caóticas peleas de espadachines!) y un Cristopher Lee que, aunque cuando hacía gala de su elegancia característica podía enriquecer cualquier película de terror con su sola presencia… bueno, digamos que aquí los italianos fueron capaces de despojarle de todo su carisma, lo cual constituye un logro impresionante.

Continuando con las fuerzas del Eje, también los alemanes tenían algo que decir en la nueva moda del zombi internacional, pero lo hicieron con un film algo más interesante. Der Chef wünscht keine Zeugen («El jefe no quiere testigos») adoptaba un tono conspiranoico en la onda de la obra del escritor Robert A. Heinlein.

Describe cómo los extraterrestres se infiltran en la Tierra ocupando los cadáveres de los recién fallecidos, que reviven y se suman a un complot para acabar con los humanos todavía vivos.

Aunque lo más divertido es el nombre que le dieron en la versión internacional; no sé si los responsables fueron los distribuidores estadounidenses y británicos, o los propios alemanes en un inédito alarde de sarcasmo autocrítico, pero el nuevo título parecía casi un lema de la Wehrmacht durante la II Guerra Mundial: No Survivors, Please («Sin supervivientes, por favor»).

Con ese título y viniendo de Alemania, es poco probable que la película fuese un gran éxito en países como Polonia.

Cruzando el charco, la industria estadounidense del zombi empezó a utilizar un nuevo reclamo: mostrar piel femenina en pantalla. El Código Hayes, sistema de censura moral imperante desde 1930, empezó a verse agujereado por lagunas legales que las productoras aprovechaban para colar secuencias de contenido carnal, violento o de lenguaje fuerte en los momentos más insospechados de cualquier película.

El sexo, particularmente, se convirtió en un gran reclamo de taquilla tanto en Estados Unidos como en Europa. No solamente habían empezado a proliferar los nudies, «documentales» sobre nudismo, o el sexploitation al estilo Russ Meyer, sino que también los géneros cinematográficos convencionales empezaron a usar el desnudo para atraer a más espectadores adultos.

En los cines había, pues, dos tipos de películas de terror: las tradicionales, destinadas a público infantil y juvenil, y las que añadían un componente erótico. En el género que nos ocupa se recurrió con profusión al sexo y quienes se desnudaban eran casi exclusivamente las actrices.

Pero eso sucedía en el terror; en otros géneros sí había piel masculina en cantidad. Si las mujeres no son lo suyo, no desespere, porque en otras películas de la misma época, como las del género «péplum», no escaseaba la exhibición de señores musculosos en taparrabos. Suit yourself.

Estados Unidos inició la nueva década con The Dead One, estrenada en 1961. Aunque goza del honor de ser la primera película de zombis en color, no tiene mucho más mérito que ese. Retornaba a la tradición vudú de Louisiana, pero solamente como excusa para ofrecer emociones exóticas típicamente sureñas, como la música jazz. Ah, y chicas bailando la danza del vientre, que naturalmente es algo que todos asociamos con Nueva Orleans.

Todo ello aderezado con un hilarante zombi que recuerda al Michael Jackson de los últimos años. Durante 1962 y 1963 no hubo apenas producción de cine zombi en Norteamérica, pero eso era la calma que precedía a la tormenta, porque en 1964 se produjo una súbita explosión con casi una decena de títulos que, más o menos, podríamos encajar en el género.

Sirva como ilustración que un mismo director, el infatigable Del Tenney, se las arregló para estrenar tres películas de zombis en 1964. Una, la más digna de las tres —que tampoco es mucho decir— era The Course of the Living Corpse, la historia de un cataléptico que, tras ser enterrado vivo por su codiciosa familia, regresa para vengarse fingiendo ser un muerto viviente.

Una película no particularmente memorable, la verdad, pero que merece ser mencionada porque su actor protagonista era nada menos que un debutante Roy Scheider. Sí, el mismo de Tiburón French Connection. Como podemos ver, todo el mundo tiene un pasado… aunque hay que decir que Scheider estuvo brillante en su papel, sobre todo en la impactante secuencia final. Él es con mucho lo mejor de la película y no es de extrañar que terminase siendo fichado para menesteres más importantes.

El mismo director rodó también The Horror of Party Beach, cuyo título da buenas pistas sobre su contenido: música juvenil y cómo no, chicas en bikini. Como pretexto argumental para mostrar jovencitas, playa y rock & roll, teníamos la historia de un marinero ahogado que resucita por el efecto de unos residuos radioactivos y emerge del fondo oceánico convertido en una temible «Ghoulish Atomic Beast», como decía la campaña publicitaria.

O, traducido para la mejor comprensión de ustedes, convertido en una especie de merluza mutante. Convertir un zombi en pescado, he aquí un giro original. Si ya hemos mencionado a Roy Scheider, esta otra película también tenía extrañas conexiones con Tiburón, porque alguna secuencia playera de The Horror of Party Beach recuerda bastante (y salvando las infinitas distancias) a la obra maestra de Steven Spielberg.

Francamente, creo se trata de algo completamente casual, porque dudo mucho que Spielberg encontrase algún tipo de inspiración en este bodrio… aunque nunca se sabe. Estaría bien preguntárselo, la verdad.

El frenético año 1964 del supervitaminado Del Tenney terminó con su obra magna definitiva, titulada simplemente Zombies, aunque más conocida como Zombie Bloodbath o I eat your skin. Con toda seguridad es mi favorita de las tres. Es una película terrible, sí, pero debería ser un film de culto por unos niveles de surrealismo que hacen que Salvador Dalí parezca el estirado secretario de una notaría.

Ambientada en el Caribe y centrada en el vudú tradicional, está repleta de momentos tan hilarantes como unas escenas habladas en «español», con muchas comillas, que verdaderamente no tienen precio. Los actores, evidentemente anglosajones, tenían serios problemas para pronunciar nuestro idioma de manera medianamente digna, y el resultado, claro, ¡es fantástico! (¡Esas canciones en «castellano»!).

Aunque quizá lo mejor es que en Zombies tenemos al brujo vudú más molón de todos los tiempos: rostro pintado, bombín, una pluma en la boca y el toque de glamour definitivo, gafas de sol con cortinillas (yeeeah!). Podría haber formado una banda con George Clinton Bootsy Collins sin problemas.

Véanlo y díganme que su carisma no le pega cuarenta mil patadas a cualquier villano del Hollywood actual. Dejando aparte a nuestro brujo funky favorito, la película fue concebida como vehículo para lucimiento de la entonces esposa del director.

Porque el infatigable Del Tenney no solamente tuvo tiempo de producir tres Obras Maestras (ejem) del cine zombi en un único año, sino que en ese mismo periodo se casó con Heather Hewitt, modelo de Playboy y protagonista de este film. A eso se le llama exprimir el tiempo… menudo campeón.

Y por fin llega la película con el título más largo de este artículo y de todos los artículos sobre cine que servidor de ustedes haya podido escribir hasta hoy. Hablo de The Incredibly Strange Creatures Who Stopped Living and Became Mixed-Up Zombies!!? (los signos de interrogación y exclamación finales bien podría haberlos puesto yo, pero no, ¡pertenecen al propio título!). La película está ambientada en una feria donde la pitonisa utiliza brujería hipnótica para convertir al protagonista en un zombi asesino.

¿Qué encontramos aquí? A ver si les suena: música juvenil, bailarinas exóticas con poca ropa, y unos zombis cuya caracterización es tan increíblemente cutre que resulta fascinante de contemplar. En fin, un típico batiburrillo de la época destinado a atraer a un público facilón. Y a quienes amamos esta clase de esperpentos, otro público facilón.

Crucemos el Atlántico de nuevo. La británica The Earth Dies Screaming narraba la invasión de unos robots extraterrestres que aniquilan a los humanos para después resucitarlos convertidos en agresivos zombis. Aunque el argumento suene a típica tontería de su tiempo, lo cierto es que el planteamiento no era malo. De hecho, el film comenzaba con el espectacular descarrilamiento de un tren (¡a lo cafre!) y diversas muertes súbitas sin explicación, que captan el interés de inmediato.

He de decir que el inicio de Fast Forward (aquella fallida serie estadounidense de ciencia ficción) me recordó bastante a esto. Sin embargo, tras el demoledor inicio, el ritmo se ralentizaba bastante. Eso se uno a que los robots tenían un aspecto ridículo por culpa del escaso presupuesto, aunque admito que los muertos vivientes resultan bastante efectivos en alguna que otra secuencia. No es una obra maestra, ni mucho menos, pero tiene algún momento a rescatar.

Incluso diría que contiene cierta dosis de inteligencia cinematográfica, que ya es decir en un film semejante. Siempre he pensado que con los debidos retoques daría para un interesante remake. En todo caso es un precedente barato pero entrañable de la fusión del género zombi con el apocalíptico, así que cumplió su papel histórico. Otra aportación británica, aunque más estrambótica, fue Monstrosity, conocida también por el título The Atomic Brain.

Narra la historia de una malvada anciana que quiere trasplantar su propio cerebro al cuerpo de alguna jovencita (agraciada, a poder ser) para así alargar su propia vida. Marjorie Eaton interpretaba a la anciana villana; aunque era una actriz muy respetable, ni siquiera su presencia conseguía evitar el desastre.

Muy cómicas son de hecho las secuencias en que la pobre Eaton, completamente perdida en mitad de este engendro de guión, hacía como que examinaba atentamente los turgentes cuerpos de las candidatas a receptoras de su cerebro, secuencias que parecían salidas de alguna retorcida película porno. Ah, los años sesenta, cuando a nadie le importaba un carajo lo que estaba filmando.

En 1965 llegó otra nutrida remesa de subproductos estadounidenses. Se estrenó Creature of the Walking Dead, muy probablemente la película con el peor tráiler de todos los tiempos (¡Impresionante! Además, si se fijan, los sonidos de fondo parecen grabados en un bar donde estén moviendo cajas de tercios). Narra la historia de un científico loco que busca la fuente de la eterna juventud y que, naturalmente, necesita unas cuantas chicas vírgenes para conseguir sus fines.

Porque lo del análisis genético y los radicales libres no estaba muy en boga por entonces, parece ser. En fin, una película desastrosa que usaba lo de las «vírgenes» como el típico reclamo sexual que casi se había convertido en la norma. Pero esto no es nada, amigos. Más chocante todavía era Monsters Crash the Pajama Party —sí, ha leído bien, el título es «Los monstruos irrumpen en la fiesta de pijamas»— vehículo asombrosamente gratuito para mostrar jovencitas gritando mientras corretean en camisón.

Pero no prejuzguemos a la ligera. Si usted cree que este engendro no contiene nada de interés está completamente equivocado. Lo mejor del film era un revolucionario concepto, obra de un Genio, de un Visionario, de un Auténtico Creador, un Artista que iba más allá, mucho más allá de cuanto alcanzábamos a ver los mortales.

El autor del guion decidió que el científico loco de la película se dedicaría a secuestrar humanos para resucitarlos en forma de… ¡gorilas! Sí, ¡¡gorilas zombi!! Hay ocurrencias que sencillamente no pueden ser superadas. Para colmo, durante algunas proyecciones en salas de cine, algunos tipos disfrazados de gorila aparecían entre el público como efecto especial de la casa, aunque generalmente eran tomados a cachondeo.

Les advierto: la visión de este tráiler les cambiará el concepto que tienen del Arte, de la Cultura, e incluso de la vida misma. Porque esto no es un tráiler; es una Revelación.

Hablando de conceptos inmejorables y hazañas grandiosas, veamos en qué andaba metido Ed Wood, que aquel mismo año retornaba al género zombi con Orgy of the Dead. Pero no, no esperen otro Plan 9 From Outer Space. Esto era un film de puro sexplotaition cuyo principal objetivo era mostrar una retahíla de mujeres bailando con las tetas al aire. Porque literalmente es eso lo que se muestra durante buena parte del metraje con el débil pretexto de escenificar ceremonias vudú.

De hecho apenas hay diferencia entre Orgy of the Dead y una filmación fetichista filmada con pin-ups en aquella misma época. Baste decir que las chicas que aparecían en el film ni siquiera eran actrices de verdad, sino strippers que Ed Wood había ido reclutando en salas de espectáculos.

El pobre Ed se había resignado a que el morbo sexual era ya la única forma que le quedaba para atraer espectadores, así que concibió este engendro de mala gana, como adaptación de un relato propio, y ni siquiera se molestó en dirigirlo en persona. También tenemos la triste presencia de un Criswell que al parecer no había escarmentado con Plan 9 from Outer Space, aunque en su descargo podemos decir que le resultaba razonable suponer que Wood no sería capaz de rodar algo todavía peor que Plan 9 (et voilà!).

Y bien, Orgy of the Dead es una de las más infumables películas en la historia del cine de zombis, aunque si es usted varón heterosexual difícilmente quedará decepcionado. Salvo, claro está, que busque algún atisbo de argumento, de inteligencia, de coherencia, o del más remoto conato de asomo de sucedáneo de intento de demostrar algún respeto hacia el arte cinematográfico. Pero bueno, si lo que quiere es recrearse la vista, a nadie le amarga un dulce.

En fin, ya vemos que los estadounidenses continuaban sin estar especialmente inspirados en 1965, pero, ¿y los italianos? Pues bien, se dio la paradoja de que mientras los americanos trataban de mostrar la mayor cantidad posible de tetas y culos en pantalla, en Italia, ¡hacían todo lo contrario! Vivir para ver. 

5 tombe per un medium era una digna, aunque algo aburrida, imitación del terror gótico al estilo de la Hammer inglesa, productora que se había puesto de moda en Europa y convenció a algunos productores de que merecía la pena intentarlo con el cine de terror serio. Aunque más conseguido que Il castello dei morti vivi, este film italiano también se centraba en un castillo donde habitaban fantasmas y cadáveres, y además contaba con una gran baza interpretativa: la actriz británica Barbara Steele.

Especializada en el terror, Steele fue una estrella habitual del género durante aquellos años, y solía enriquecer sus películas gracias a una intensa presencia y a aquella mirada inquietante que la hacían idónea para papeles de malvada, poseída, etc. Como una versión femenina de Cristopher Lee, vamos, aunque hoy se la recuerde menos. 5 tombe per un medium no es genial, pero al menos era una aproximación adulta al género que contaba con unos medios adecuados y un resultado digno.

En 1966, siguiendo una línea similar, los británicos contraatacaron con Plague of the Zombies —producción, esta sí, de la auténtica Hammer—, donde se describía una plaga que convierte a los humanos en zombis. El argumento rescataba los rituales vudú más tradicionales, aunque curiosamente no los situaba en el Caribe ni en Estados Unidos, sino en Cornualles, al sudoeste de Inglaterra. La verdad es que el resultado era muy curioso y recordaba un poco a las películas de los años treinta, al menos por su temática.

También británica era The Frozen Dead, protagonizada por un desganado Dana Andrews a quien casi puedo imaginar volviendo a casa después de cada día de rodaje, sentándose ante la tele con ojos vidriosos, bebiendo licor y preguntándose cómo demonios había llegado a trabajar en un bodrio tan descomunal.

La película narra las maniobras de un científico que pretende resucitar a unos cuantos criminales nazis que permanecen congelados desde el final de la II Guerra Mundial. Mala, pero muy efectiva para un público infantil y juvenil, porque pese a su factura chapucera contenía detalles inquietantes (y más para la época), siempre combinados con otros bastante risibles.

1968 fue el año en que el género zombi cambió para siempre con Night of the Living Dead del director George A. Romero, pero hablaremos de ello en el siguiente capítulo. Entretanto seguían apareciendo películas infames de las que tenemos que hacernos cargo.

La estadounidense The Astro-Zombies mostraba al típico científico loco que se dedica a matar gente para después usar sus cadáveres, generando poderosos zombis en plan monstruo de Frankenstein, todo ello aderezado con apabullantes efectos especiales como manchas de ketchup y efectos sonoros más propios de diez años atrás a cuando se rodó.

Esta película tiene el aliciente de contar con dos iconos de la serie B, John Carradine y Tura Satana, pero no solamente era cutre sino que fallaba en el tono: su supuesta sofisticación y las risibles ínfulas científicas no hacen más que volverla todavía más ridícula de lo que debería ser.

En fin, baste decir que los momentos más inquietantes son aquellos en que la banda sonora nos tortura con penetrantes sirenas y zumbidos a volumen inhumano, como lo de Cristopher Nolan en Interstellar, pero sin presupuesto para contratar a compositores grandilocuentes.

Con todo, aunque The Astro-Zombies es mala y lenta, es entretenida gracias a la profusión de detalles risibles en el argumento, y sobre todo gracias a sus falleros efectos especiales. Igualmente cutre era Mad Doctor of Blood Island, cuyo título prácticamente resume la película: un científico loco acantonado en una isla se dedica a crearse una corte de zombis.

Dirigida por el filipino Eddie Romero (nada que ver con nuestro querido George), era un gazpacho característico del género, aunque se añadía un nuevo reclamo barato de cara a taquilla: el gore. Por lo demás, estaban las bailarinas exóticas de rigor, y la actriz Angelique Pettyjohn, que apareció en algún episodio de Star Trek, pero que era más conocida por otras razones; en sus filmes solía tener como cláusula contractual el lucir escote de las maneras más peregrinas imaginables.

Pero veamos el tráiler, que no tiene desperdicio gracias a la psicótica voz del narrador. ¡Esa risa inicial! ¡Ese acento! ¡Esa pasión por el noble trabajo de crear Terror ante un micrófono! Nunca me cansaría de escucharlo… Mad! Mad! Mad!

Como vemos, en los años sesenta el cine zombi siguió dos tendencias opuestas. Por un lado, sobre todo en Europa, una aproximación más seria influida por la moda del revival del terror gótico de la productora Hammer, aunque solían ser películas donde aparecían más bien pocos zombis. Por otro lado, un feliz despliegue de actrices en trapos menores y la inclusión de temáticas juveniles, reclamos sensacionalistas baratos, y disfraces de gorila.

Pero en ninguno de esos casos escapaban las películas de los lugares comunes del subgénero: podían ser películas mejores o peores, pero siempre previsibles. Y el género quizá no hubiese salido de ahí si en 1968 no se hubiese estrenado una película revolucionaria que básicamente marcó el punto de inflexión entre el cine de zombis tradicional y el cine de zombis moderno. Hablo, claro, de Night of the Living Dead.

Maria Elena Arpón en "La noche del terror ciego", de Armando de Ossorio, 1973. (Imagen: Plata Films)
Maria Elena Arpón en La noche del terror ciego, de Armando de Ossorio, 1973.

Los años setenta y España. No, no todo eran misas y Seiscientos. Muchos de ustedes ya sabrán que durante aquella década nuestro país fue un prolífico productor de terror cinematográfico de serie B. Es más, mucha de esa producción obtuvo una notable repercusión a nivel internacional.

Cuando en tiempos más recientes se ha producido un auge del cine español de terror, ha habido comentaristas que lo han hecho notar con sorpresa, tanto aquí como fuera, pero en realidad no estábamos asistiendo a un fenómeno nuevo, sino al revival de una antigua tradición que creíamos olvidada y que continuaba viva en nuestro subconsciente.

En España, todos hemos crecido viendo las pinturas de Goya; es algo que llevamos en el ADN. Y en el subgénero que nos ocupa, España se abrió el mercado exterior en 1971-72, e inmediatamente después sobrevino un periodo (1973-1975) en que el ritmo de producción de cine zombi en nuestro país alumbró más títulos relevantes que ninguna otra industria del planeta durante aquellos mismos años, incluida la estadounidense. Fue el Trienio de los Castizombis.

En este episodio vamos a hablar fundamentalmente de cine español de los setenta. Pero antes, recordarán, íbamos siguiendo un orden cronológico y da la casualidad de que nos quedamos en vísperas de un acontecimiento central en el desarrollo del subgénero. Hablo, cómo no, de la película de zombis más importante de todos los tiempos.

– Night of the Living Dead (1968)

En mis historias, los zombis nunca se apoderan completamente del mundo, porque necesito que continúe habiendo humanos. Los humanos son los que más me desagradan; ellos son los que de verdad causan los problemas.

A mediados de los años sesenta, el joven estadounidense George A. Romero era un ignoto aspirante a cineasta cuya exigua carrera se reducía a un puñado de cortometrajes publicitarios y poca cosa más. Gran aficionado a la ciencia ficción y el terror, estaba deseoso de rodar un largometraje, pero siendo un completo desconocido no le quedaba otra que embarcarse en una aventura independiente. Carecía de dinero, recursos o apoyo de la industria, pero el empeño lo llevaría a dirigir uno de los grandes clásicos del cine de terror de todos los tiempos.

Romero había escrito un relato inspirado en la novela I Am Legend de Richard Matheson. Estaba tan, tan directamente inspirado, que el propio Romero no se corta en calificarlo como «plagio». Este relato se convertiría en la base de su primera película cuando desarrolló un guión a partir del mismo, junto a su amigo John A. Russo.

Sin embargo, yo no sería tan expeditivo a la hora de hablar de plagio. Romero copió la idea de Matheson, sin duda, pero creo que, más que un plagio como tal, lo que  estaba intentando crear era una precuela que abordase algunos matices que Matheson había pasado por alto en su propia novela, al hablar de una epidemia que transformaba a los seres humanos en monstruos:

Para mí, I Am Legend trataba sobre la revolución. Y si vas contar algo sobre la revolución deberías empezar por describir sus inicios. La narración de Matheson comienza con un único superviviente, cuando todos los demás humanos del mundo ya se han convertido en vampiros. Yo me dije que teníamos que refinar aquella idea, que teníamos que empezar la historia por el principio.

Pero no podía usar vampiros porque Matheson ya los había usado, así que decidí incluir algo que supusiera un cambio radical respecto a su novela. (…) ¿Qué tal si los muertos dejaban de estar muertos?

Fue así, para evitarse una posible acusación de plagio de la que él mismo se sentía culpable, como Romero sustituyó los vampiros de Matheson por muertos vivientes. Decidido a narrar en pantalla los primeros momentos de un cataclismo global protagonizado por cadáveres que retornaban de la tumba, estaba concibiendo la primera fusión realmente seria entre el subgénero zombi y la ciencia ficción apocalíptica.

En otras palabras: estaba creando el moderno cine de zombis tal como lo conocemos hoy. Night of the Living Dead terminó siendo una obra a medio camino entre el terror y la ciencia ficción, como lo habían sido The Invasion of the Body Snatchers Village of the Damned, por citar dos ejemplos famosos.

El enfoque que iba a utilizar en su historia era sociológico; quería mostrar al público no solamente un puñado de muertos que caminaban y devoraban cerebros, sino la manera en que su aparición cambiaba las relaciones entre los seres humanos, y cómo los choques de personalidades se convertían en un problema añadido al de la amenaza zombi.

Ese enfoque es exactamente el mismo que han seguido empleando productos más recientes como 28 días después The Walking Dead, pero entonces constituía una novedad en el género zombi, aunque se había podido ver en otras películas de terror-ciencia ficción, caso de Los pájaros de Alfred Hitchcock.

Estas películas se caracterizan, a nivel argumental, en que lo mollar reside en la reacción de las personas más que en la propia amenaza: Night of the Living Dead podría haber sustituido los muertos por animales, por extraterrestres o por invasores nazis, y el conjunto apenas hubiese cambiado. Sin embargo Romero fue el primero que describió un cataclismo protagonizado por muertos vivientes.

Él inventó el Apocalipsis Zombi y productos como The Walking Dead son poco menos que una larga extensión de aquel film de 1968. Sin embargo, entonces nadie estaba preparado para la llegada de una película semejante y creo que ni el propio Romero era consciente de hasta qué punto iba a romper esquemas. Todo lo que sucedió a raíz de su estreno es el mejor ejemplo.

La película podía engañar (y engañó) a sus primeros distribuidores, porque el argumento empezaba de manera bastante convencional: una pareja de hermanos visita un cementerio para rendir homenaje a un familiar difunto y se ve repentinamente atacada por lo que, suponemos, es un muerto que ha salido de su tumba.

Después de perder a su hermano —esto es un pequeño spoiler pero tranquilos, es que sucede apenas iniciado el metraje—, la chica busca refugio en una casa de campo donde se reunirá con otras personas que también están huyendo de los muertos vivientes. A través de la radio y la televisión descubren que el alzamiento de los cadáveres es un fenómeno generalizado que se está produciendo en todo el país.

Como vemos, la primera parte de Night of The Living Dead no necesariamente se distinguía mucho de otras películas de terror o ciencia ficción de serie B que ya se hubiesen visto por entonces. Parecía no tener grandes pretensiones y además su estilo era definitivamente retro porque, aun siendo de 1968, sin duda imitaba el estilo de los años cincuenta.

Con una narración que comenzaba de forma tan convencional y con un tráiler virtualmente idéntico al de otras películas de terror de la época, resulta comprensible que los dueños del cine de Pittsburgh donde se estrenó creyeran que aquello era un material genérico como otro cualquiera.

Dudo que algún responsable se hubiese molestado en verla entera antes de estrenarla, o de lo contrario no la hubiesen proyectado un sábado por la mañana para un público formado casi en su totalidad por niños y adolescentes.

Piensen que en aquel momento no existía la calificación por edades en los Estados Unidos —se implantaría unos meses después—, y recordemos que el Código Hays de censura, todavía vigente pero visiblemente obsoleto y discutido por toda la industria, ya apenas se aplicaba en la práctica.

Como en Night of The Living Dead no se mostraban tetas, que era el factor que básicamente decidía si un film de terror era aceptable para el público infantil o no, tuvieron la ocurrencia genial de estrenarla en plena matiné. Por entonces el terror cinematográfico era algo tan estrambótico, casi siempre tan estúpido, que no resultaba difícil de digerir ni siquiera para los niños, que lo veían como un entretenimiento no demasiado diferente de la ciencia ficción.

Así pues, muchos chavales compraron felices su entrada y durante los primeros minutos del film se lo pasaron en grande, porque en ese tramo inicial la película parecía en efecto algo idéntico a otras cosas que hubiesen visto ya, con torpes muertos vivientes que perseguían a los protagonistas de manera que podría calificarse incluso de cómica.

Pero no, aquella no era una película como otra cualquiera. Conforme avanzaba el metraje, la historia se tornaba más y más escabrosa. No debido a un excesivo gore, sino por un suspense claustrofóbico que iba creciendo en intensidad. Aún más: el tono seco y descarnado que Night of The Living Dead alcanzaba en su parte final era algo insólito en aquellos tiempos.

Sabemos por testimonios que durante el estreno se fue haciendo el silencio en la sala. El tono tétrico de la película resultaba cada vez más difícil de soportar para el público infantil, hasta el punto en que, durante los momentos de clímax, los pobres chiquillos se echaban a llorar sin consuelo, gritaban como descosidos, o se quedaban completamente paralizados de horror en sus asientos.

Incluso los adolescentes, generalmente ansiosos de emociones fuertes, terminaron petrificados ante el tenebroso espectáculo que estaban viendo sus ojos. No seré muy explícito para no reventar el argumento a quien no la haya visto, pero diré que hay secuencias, y especialmente pienso en una en concreto, que resulta difícil creer que se hubiesen rodado en 1968. No porque fuese sangrienta o demasiado gráfica, sino sencillamente porque mostraba una situación concreta por entonces impensable en una película así.

Los adultos de la sala no daban crédito a sus ojos. No, en Night of The Living Dead no había sexo, pero sumergía al público en simas de oscuridad que pocas veces se había visto en la gran pantalla (insisto, ¡era 1968!), y el festival de horror psicológico era cualquier cosa menos adecuado para la infancia. Era, de hecho, la película de zombis más adulta y más dura que se había estrenado jamás… y estaba siendo proyectada ante escolares.

El escándalo provocado por la exposición de los niños a un material tan escabroso le proporcionó una enorme publicidad al film. Hubo muchos espectadores adultos que sintieron curiosidad y descubrieron que, pese al humilde presupuesto con que se había rodado, era una película en verdad escalofriante. Había sido planteada de manera muy inteligente.

Romero había acertado jugando la baza del suspense psicológico, pero también fue hábil al despojar la película de relleno innecesario: no había romances, ni desvaríos aventureros, ni héroes inverosímiles, ni reclamos fáciles como el sexo gratuito tan de moda por entonces.

Se había quedado solamente con aquellos elementos capaces de generar tensión, ambientando la película en una atmósfera de amenaza global muy en la línea de La guerra de los mundos.

Otro detalle importante era la animalización de los muertos vivientes, que ya no eran esclavos de una voluntad ajena ni producto de la magia, sino sencillamente cuerpos muertos desprovistos de inteligencia, que parecían tener el único propósito de alimentarse con la carne de los vivos.

Despojarlos de cualquier característica humana y de la influencia de algún mago o científico malvado ayudaba a hacerlos todavía más terroríficos, porque se convertían en una amenaza que no tenía sentido.

Gracias a todo ello y pese a sus limitaciones monetarias o técnicas, el film conseguía condensar la angustia de los protagonistas para conducir al espectador por una espiral de tensión en cuyo tramo final, insisto, había algunas secuencias tremebundas que, no importa las veces que usted las vea, siempre le resultarán impactantes.

Night of The Living Dead se estrenó en el resto del país con mucho éxito y también obtuvo una enorme repercusión internacional. El mundo descubrió una película de insólita crudeza que marcaba el momento en que de verdad el género zombi había llegado a su madurez.

Fue la película más importante en la historia del cine zombi, aunque curiosamente la palabra «zombi» no se mencionaba ni una sola vez en ella. Es más, ni siquiera el propio George Romero pensaba que había dirigido una película de «zombis», ya que no había magia vudú de por medio, y él, como buen aficionado al terror, tenía una visión bastante tradicional sobre el asunto de las denominaciones.

La suya era una película sobre ghouls —palabra que sí aparece mencionada en el guion—, surgidos por el probable efecto de la contaminación atómica. Sin embargo, la palabra «zombi» terminó volviéndose tan popular y se asoció de tal manera con su cine que incluso el propio Romero se vio forzado a adoptarlo como propio.

Pero bueno, más allá de todas estas precisiones terminológicas, lo que todo el mundo asume como cierto es que hubo un antes y un después de Night of the Living Dead. Esto es así, simple y llanamente. Hoy en día ya no se produce film o serie televisiva de zombis que no sea su deudora directa.

Su influencia es universal e inevitable, porque Night of the Living Dead fue el Quijote de las películas de zombis. Es cierto que durante los años inmediatamente posteriores a su estreno apenas tuvo imitadoras. Hoy produce extrañeza pensarlo, pero es que su influencia tardó años en asentarse.

Durante casi toda la década de los setenta, buena parte del cine zombi permaneció anclado en patrones tradicionales, y hasta las contadas excepciones a esta regla parecen hoy más anticuadas que el propio film de Romero. Sin embargo, a partir de los años ochenta el espíritu romeriano se metió en todas partes por motivos varios (entre ellos el mercado videográfico).

Y ahí, en todas partes, es en donde permanece esa influencia hasta hoy, incluso se ve esa influencia en aquellas obras de zombis —cinematográficas, literarias, lo que sea— que intentan no parecerse a ella… pero que siempre se parecerán.

– Entre tanto, en el género zombi…

Mientras Night of the Living Dead daba la vuelta al mundo impresionando a espectadores de toda condición, poca cosa más pasó en el cine zombi. Durante 1969 y 1970 no hubo hitos de interés a nivel internacional, salvo algunas películas que trataban el asuntoi de manera tangencial y con escaso interés. En 1971 sí hubo noticias. Hablo, como es natural, de The Omega Man, la segunda adaptación cinematográfica de la novela I Am Legend, que esta vez venía con el respaldo de Hollywood y protagonizada por todo un Charlton Heston.

Se podría alegar que no es exactamente un film de zombis porque aparecen unos mutantes cuya naturaleza no está demasiado clara, pero en todos los aspectos formales podemos considerarla como tal. Para mí, después de Night of The Living Dead, fue la segunda película de zombis moderna, proporcionando un contexto escenográfico e iconográfico que también ha sido muy imitado (ella, a su vez, había imitado a otras que mencionamos en el capítulo anterior).

Varias de sus secuencias ayudaron a sentar un precedente para las películas de zombis de décadas posteriores. En su día ya hablamos de esta película en un artículo al efecto, así que aquí no nos extenderemos mucho más. Diremos solamente que ha envejecido mal: puedo confesarles que de pequeño era una de mis películas favoritas, pero que me decepcionó bastante al revisitarla de adulto.

Sin embargo, pasada esa decepción, todavía me divierte repasar varias de sus secuencias más célebres. Como poco, la idea de transformar a los vampiros de la novela en una especie de secta de mutantes con gafas de sol, antorchas y fobias tecnológicas resultaba original y estéticamente atrayente.

Si echaban de menos la ración habitual de bodrios, no se preocupen: en 1972 se estrenó otro film estadounidense con el sonoro título de Asylum of Satan, que tan pronto trataba de emular la iconografía de The Omega Man —incluyendo, ¡oh, coincidencia!, una secta de encapuchados aficionados a las antorchas—, como intentaba copiar el estilo del terror europeo, considerado más chic por los americanos. Pero en fin, ni aunque hubiesen intentado copiar Ciudadano Kane.

Es tan, tan mala que no solamente recuerda a lo peor de los locos años sesenta, sino que incluso su tráiler parece una parodia hecha a propósito. Un desastre de dimensiones cataclísmicas.

Todavía peor, aunque parezca absolutamente increíble, era Blood of Ghastly Horror. No en vano hablamos de un largometraje que, agárrense, ¡estaba hecho a base de retales! El infatigable talento creador del cineasta Al Adamson debía de andar corto de recursos, porque combinó el material nuevo con metraje sobrante de una película anterior (Psycho A-Go-Go, 1965), que también había dirigido él.

Todo con un encomiable espíritu ahorrador en la mejor tradición de Ed Wood. ¿El resultado? Pues el resultado hace que Ed Wood parezca Yasujiro Ozu. Todo se antojaba rodado por un amateur, con actores de cuarta, diálogos para mentecatos y alguna secuencia de acción cuyo confuso montaje era digno de los momentos más caóticamente cocainómanos de Mad Max: Fury Road.

La verdad es que Blood of Ghastly Horror es un artefacto infumable que no sirve ni para reírse pero que, ¡sorpresa!, cuenta con la presencia siempre inquietante, aunque bastante descorazonadora dadas las circunstancias, de un envejecido John Carradine que no merecía verse envuelto en semejante basura para sobrevivir.

Vayamos a Italia. En 1972 se estrenó L’etrusco uccide ancora, cuyo poco sugerente título italiano fue refinado en la versión internacional y transformado en el más romeriano The Dead Are Alive.

Aunque en España, claro, nos caracterizamos por bautizar todo lo que viene del extranjero de la forma más rebuscada e inverosímil posible, y aquí la película se llamó El Dios de la muerte asesina otra vez. Eso es tener estilo. Como podrán comprobar, es muy García Márquez lo de incluir «muerte» y «asesina» en la misma frase («Cien años de aislada soledad», «El coronel no tiene quien le escriba y le redacte»… en fin).

Volviendo a lo cinematográfico, L’etrusco uccide ancora era una película formalmente correcta pero muy aburrida, aunque desgraciadamente no da para siesta, por culpa de unos psicóticos arrebatos musicales a volumen atroz que harían las delicias de Christopher Nolan en pleno subidón de azúcar.

Eso sí, para los coleccionistas de curiosidades, tenemos que mencionar la presencia del actor John Marley. Si no les suena su nombre, él interpretaba al productor Jack Woltz en El Padrino. Sí, era el tipo que aparecía con una cabeza de caballo entre las sábanas.

Pero descuiden, podemos afirmar sin temor a exagerar que L’etrusco uccide ancora es ligeramente, solo ligeramente, más prescindible que la obra maestra de Coppola. Aunque no le restemos los méritos que sí tiene, porque hay una cosa verdaderamente genial: su cochambroso tráiler, un impresionante minuto de delirante maravillosidad a medio camino entre cabecera de soap opera televisiva y vaporoso anuncio de colonia. Lloremos todos ante la contemplación de tanta grandeza:

La Spanish Invasion en el terror zombi setentero

Ha llegado el momento. Hablemos de zombis españoles (¡castizombis!). Entre los años 1971 y 1975 se produjo un verdadero aluvión de títulos autóctonos, suceso que se engloba dentro de una racha de productividad de la que los españoles, la verdad, no acostumbramos a presumir demasiado.

A menudo nos limitamos a recordar el inmenso impacto que el genial cortometraje televisivo La cabina produjo en el público internacional por entonces, pero lo cierto es que durante los años setenta España fue una de las grandes potencias del terror. En cuanto al cine zombi, concretamente, estuvo cerca de convertirse en una auténtica meca.

Lógicamente, la calidad del producto patrio era desigual, porque seguimos hablando de cine barato hecho con prisas y para un público cuya exigencia de calidad era cercana a cero, pero incluso en aquellas circunstancias España proporcionó al mundo un puñado de títulos que continúan siendo recordados por los más refinados connaisseurs de otros países. Sí, amigos, en la enciclopedia del cine zombi España escribió una página destacada.

¿Cuál era el estilo español? Hubo un poco de todo, pero en general podría decirse que condensaba las características más básicas del terror cinematográfico europeo de la época. Esto es, un enfoque serio frente al estilo estadounidense (que solía primar más el puro entretenimiento para adolescentes), cierta estilización, un enfoque fundamentalmente psicológico con, tendencia al horror gótico, y la ocasional adición de un suave componente erótico.

Como en el resto del mundo, la influencia de George A. Romero era recogida de manera todavía superficial, en los casos en que la había, porque no siempre era así.

Vayamos al origen del boom. Entre 1971 y 1972 hubo tres filmes nacionales, relativamente ambiciosos, que intentaron y consiguieron aprovechar la apertura del mercado exterior al terror español. Uno fue Necrophagus, también conocido como Graveyard of Horror The Butcher of Binbrook.

La temática del film es bastante típica, ya que tenemos al científico loco de rigor haciendo diabluras, y poco hay para destacar excepto la presencia del siempre inquietante Víctor Israel. El director del film, Miguel Madrid, artesano especializado en terror, se marcó un tanto gracias a su repercusión en el extranjero, pero lo cierto es que la película es bastante mala.

Muchísimo más recomendable era Horror Express (Pánico en el Transiberiano), una coproducción hispano-británica que contaba con un espectacular reparto: Peter CushingCristopher Lee y Telly Savallas. En la parte femenina había además algunas caras conocidas del star system nacional como Silvia Tortosa o la alemana españolizada Helga Liné.

La película imitaba sin disimulo el estilo de la productora inglesa Hammer, como puede deducirse de la presencia de quienes fueron sus dos grandes estrellas, y tenía un considerable aire retro en la línea de ese terror elegante y de época que los británicos habían hecho tan bien.

El argumento, además, se salía un tanto de la norma; hablaba de un antiguo cadáver rescatado del hielo en una cueva de Manchuria, que despertaba para causar el terror entre los viajeros del famoso tren de lujo. Una buena película, dirigida con muy buen pulso por Eugenio Martín (quien firmó bajo el seudónimo Gene Martin) y un ejemplo perfecto de cine de género ejecutado con dignidad e inteligencia, maximizando hábilmente los recursos disponibles y sacando buen partido a sus tres actores principales.

Hoy es considerada un pequeño clásico y personalmente creo que un remake sería muy interesante, algo en plan «Walking Dead en un tren en marcha».

También interesante, aunque bastante más serie B, es La noche del terror ciego, de Armando de Ossorio. No necesariamente era tan buena como Casablanca, la verdad, pero tenía sus alicientes. Para empezar poseía unas atmósferas bastante conseguidas, especialmente durante aquellas secuencias ambientadas en ruinas y castillos, lo cual llamaba la atención del público extranjero, muy particularmente del estadounidense (¡Castillos auténticos! ¡Ruinas de verdad! ¡Oh, Europa!).

Aunque lo mejor sin duda eran sus originalísimos zombis, unos aterradores monjes templarios que, con toda probabilidad, eran los muertos vivientes más cool que el público podía recordar por entonces.

La película contenía además detalles de erotismo softcore, incluida alguna suave secuencia lésbica (¡en una película española de 1971!), pensados ex profeso para aprovechar el considerable morbo sexual de María Elena Arpón, una bella y efectiva actriz a la que algunos quizá recuerden porque, entre 1969 y 1973 ,apareció en un considerable número de largometrajes de terror y suspense.

Mucha gente la ha olvidado, pero Maria Elena fue todo un icono de la serie B de su tiempo, incluso más allá de nuestras fronteras. La noche del terror ciego tuvo un buen recibimiento comercial y produjo varias secuelas que, desgraciadamente, fueron cada vez a peor en cuanto a calidad e interés.

Una de las características peculiares de aquel cine español de terror era la superabundancia de rostros femeninos en los repartos. El caso de María Elena Arpón no era único y la nutrida presencia de starlets españolas en estos filmes era una señal de que, con Franco todavía en el poder, el público anhelaba ya lo que más tarde sería conocido como «destape».

Eran los años en que los más osados viajaban a Perpignan para comprobar que en el extranjero las películas mostraban mucha más carne, como deja entrever Lo verde empieza en los Pirineos, aquel título de Vicente Escrivá que hacía referencia al atraso que la cultura española sufría en cuestiones de sexo. Así pues, incluir en el reparto a varias actrices conocidas para solaz del público masculino era un gancho comercial habitual.

Sin embargo, podrán suponer que este reclamo sexual era muchísimo más recatado que el ofrecido por el cine foráneo. No dejen que la cantidad de actrices en aquellas películas les engañe: el terror español de aquel periodo no era un mero vehículo para el erotismo, aunque a veces contuviese escenas picantes. Al contrario.

Más allá de que apareciesen mujeres habituales en las portadas de las revistas, y más allá de alguna teta ocasional, eran películas que, mejor o peor, intentaban un auténtico ejercicio de género con cierta dignidad. La producción española se estaba ganando un público internacional y para mantenerlo no podía competir en términos de sexo, porque había ciertas cosas que en España sencillamente no se podía rodar.

Eran películas cuyo débil erotismo estaba dirigido más que nada al consumo interno, que se conformaba con cualquier cosa en ese aspecto, mientras que de cara al espectador extranjero, el terror español buscaba competir en términos puramente de género. Esto, curiosamente, puedo ser uno de los motivos por el que la serie B española consiguió hacerse con un mercado y consiguió también que algunos, por ahí fuera, la sigan recordando con cariño en pleno siglo XXI.

Un ejemplo de lo dicho: La orgía de los muertos, dirigida por el prolífico José Luis Merino, incluía algún desvarío sexual bastante atrevido para la época, como era una breve pero osada secuencia de necrofilia. Sin embargo, sus puntuales concesiones al erotismo retorcido o su provocativo título eran lo de menos, porque básicamente la película intentaba imitar el estilo Hammer y, aunque lo hacía de forma más digna que entretenida, actualmente es un objeto de culto muy apreciado.

Baste decir que su versión internacional The Hanging Woman ha sido distribuida nada menos que por Troma, cosa que no hubiese sucedido de ser una mera película de terror erótico. Además, La orgía de los muertos nos sirve para introducir en nuestro relato al legendario actor Jacinto Molina, esto es, Paul Naschy, quien probablemente era lo mejor de aquel film.

Naschy también protagonizó El espanto surge de la tumba, producto flojo donde lo más llamativo era el extensísimo reparto femenino destinado una vez más a atraer al público nacional.

Aparecían la ya mencionada Helga Liné, la lánguida Emma Cohen, la elegante Betsabé Ruiz, la argentina Cristina Suriani —hoy olvidada pero entonces habitual de las revistas del corazón españolas— o una María José Cantudo de veintiún añitos que destacaba por su exótica belleza mucho antes de que Martes y 13 la convirtiesen en objeto habitual de chanza. Veámosla en acción y podrán comprobar que el erotismo de los últimos estertores del franquismo era más bien timorato:

El infatigable Paul Naschy apareció también en La rebelión de las muertas, cuyo confuso menú temático combinaba orientalismo indio, vudú caribeño y satanismo sui generis de manera tan pretenciosa como soporífera. Por entonces no era raro que algunos directores y productores intentasen encasquetar ínfulas a lo Jean Luc Godard incluso en una puñetera película de puñeteros zombis.

Eso sí, admito que contiene momentos que producen desasosiego no tanto por lo terrorífico sino por lo inexplicablemente delirante, como aquellas extrañas secuencias en que algunos personajes estrambóticos miran fijamente a la cámara. Otra película que seguía un estilo similar y por tanto terminó resultando otro ambicioso pero plúmbeo ejercicio de supuesto refinamiento era El pantano de los cuervos.

Fue dirigida por Manuel Caño, el Max Power del séptimo arte, cuyo seudónimo internacional era nada menos que Michael Cannon (¡eso sí es un puto apodo molón!). La película modernizaba la figura del científico loco y la verdad es que sus actores principales, como Ramiro Oliveros o la expresiva Marcia Bichette, no hacían un mal trabajo, pero no vean El pantano de los cuervos después de comer porque a esas horas es más fulminante que los documentales sobre ballenas.

Ya vemos que Paul Naschy trabajaba como el que más, pero no siempre obtenía la recompensa que merecía. Experimentó los peores sinsabores de la industria cuando después de escribir un guion basado en un relato de Bécquer, cometió el error de ceder los derechos a la productora Bulnes. ¿Lección? La de siempre en el mundo del arte y la vida en general: no firmen nada sin leerlo bien antes, y sobre todo no regalen una buena idea sin asegurarse antes los derechos.

Paul Naschy estaba ilusionado con un proyecto personal concebido para aprovechar el tirón de La noche del terror ciego y el estilo de Armando de Ossorio, pero en cuanto la productora fue propietaria del guion no solamente empezaron a cambiarlo para disgusto del amigo Molina, sino que ¡le impidieron a él actuar en la película!

Las riendas del proyecto fueron a parar a manos del experimentado director británico John Gilling, que contó con un reparto nacional que casi parece un tópico: Carmen Sevilla (sí, la del Telecupón), Adolfo Marsillach, Emma Cohen, Mónica RandallTony Isbert… en fin, todo más español que un tipo con un palillo en la boca compartiendo su sapiencia sobre la necesidad de regular el tráfico sin rotondas mientras pliega el periódico deportivo.

Así pues, Naschy se quedó sin su película. Eso sí, consiguió figurar en los créditos como coguionista gracias a una decisión judicial, porque los productores ni siquiera se habían molestado en considerar la idea de citarlo como autor de la idea. Puñales volando, amigos. That’s show business.

En cuanto a Armando de Ossorio, retornaba en 1973 con El ataque de los muertos sin ojos, secuela de su exitosa La noche del terror ciego. Estaba protagonizada por Fernando Sancho, a quien muchos recordarán por sus apariciones en numerosos eurowesterns, y por una Esperanza Roy que no hacía olvidar el toque de clase de la ausente Maria Elena Arpón.

Para ser sincero, esta secuela era bastante menos interesante que su predecesora, pero tenía el aliciente de devolvernos a los carismáticos templarios zombis. La idea funcionaba tan bien que Ossorio dirigió otras dos secuelas en los siguientes dos años, en las que siguieron desfilando starlets españolas de la época. El barco maldito (1974) era la tercera película de la saga y contaba en el reparto con Bárbara Rey y Blanca Estrada. Bastante olvidable.

La cuarta y última entrega, La noche de las gaviotas (1975) también usaba el reclamo de las actrices guapas: María Kosty y Sandra Mozarowsky, cuya corta vida bien merece un comentario. Mozarowsky, que era hija de una española y un diplomático ruso, se convirtió en sex symbol cuando todavía era una quinceañera.

Esa cualidad de lolita y la exótica combinación de genes mediterráneos con genes eslavos hizo que algunos la apodaran «la Ornella Muti española» (Muti, hija de madre rusa y padre italiano, también se había convertido en sex symbol siendo una adolescente). Aquel apodo auguraba una carrera tan rampante como la de Muti, pero por lo que más se recuerda hoy a la pobre Sandra es por las escabrosas circunstancias de su temprana muerte.

Falleció al caer por el balcón de su casa cuando tenía solamente dieciocho años de edad. Al parecer estaba embarazada. Nunca se supo exactamente qué había pasado, pero quienes la conocían afirmaban que era muy improbable la hipótesis del suicidio y pronto se extendieron los rumores sobre un posible asesinato en el que habría estado implicado el propio servicio secreto. ¿Por qué?

Las habladurías relacionaban a la jovencísima actriz con la más alta instancia del Estado, la corona. Este rumor corrió de boca en boca durante años hasta ser recogido por diversos autores, caso de Andrew Morton en su libro Ladies of Spain.

Volviendo a asuntos más agradables, en 1974 Jorge Grau dirigió No profanar el sueño de los muertos. Por entonces el terror español era un producto fácilmente exportable y de hecho esta película tenía clara vocación internacional desde el mismo inicio, ya que estaba ambientada en Manchester y tenía un reparto mixto hispano-anglosajón que contaba con el estadounidense Arthur Kennedy y la española Cristina Galbó, una refinada actriz especializada en el terror que se hizo cierto nombre con títulos similares.

Concebida casi en tono de ciencia ficción, era un producto digno donde quizá era más prometedor el planteamiento que el resultado final, no demasiado entretenido. Con todo, una obra digna. Otro director que repitió género zombi fue nuestro amigo Manuel Caño, alter ego del superhéroe Michael Cannon, que estrenó Vudú sangriento.

Era una película nefasta que, todo sea dicho, contenía detalles tan hilarantes como la música africana menos africana de la historia. Para ser un país que está tan cerca de África, en España no terminamos de captarle el punto. En su heterogéneo reparto figuraban elementos tan dispares como Aldo SambrellEva León o ¡Alfredo Mayo! (sí, el héroe de Raza, la epopeya nacional cuyo guion se basaba en una idea del propio dictador Franco).

Aldo Sambrell también merece un comentario aparte. Nacido en Vallecas, su verdadero nombre era Alfredo Sánchez Brell; fue futbolista del Rayo Vallecano y del Alcoyano, antes de italianizar su nombre para participar como actor secundario en los cinco mejores spaghetti westerns de todos los tiempos.

Esto es, aquellos cinco que dirigió Sergio LeonePor un puñado de dólaresLa muerte tenía un precioEl bueno, el feo y el maloHasta que llegó su hora Agáchate, maldito. Que yo sepa, este carismático actor es una de las poquísimas personas que apareció en todos ellos. Seguramente no mucha gente recuerda ya a Aldo Sambrell, pero como podemos comprobar, ¡el tipo tiene un mejor currículum que el del 90% de las estrellas de Hollywood actuales!

Esta racha de productividad y prestigio del cine zombi español y del terror patrio en general se apagó a partir de 1975. Sí, los monstruosos zombis españoles retornaron a la cripta para ofrecerle al Generalísimo la grata compañía que sin duda merecía. Esto marcó el final de una era breve pero intensa y, vuelvo a insistir, todavía recordada por los estudiosos del cine zombi. ¿Por qué se apagó la llama?

Pues porque al morir Franco terminaban casi cuatro décadas de censura católica y la serie B nacional se volcó con el reclamo comercial más poderoso y barato de todos: el sexo. La llegada del destape arrasó con todo lo demás. Ni siquiera se antojaba necesario invertir los cuatro duros que pudiese costar el maquillaje terrorífico de un zombi. ¿Para qué? Con poner tetas y culos en pantalla se garantizaba una suculenta recaudación.

El cine zombi español entró en un prolongado letargo y, de hecho, nunca nuestro país ha vuelto a producir tantas películas de zombis, o de terror, en tan poco tiempo. Cierto, aquellas películas no fueron obras maestras y de hecho hubo entre ellas varios bodrios.

También es cierto que en España no hubo una Night of the Living Dead. Pero tampoco la hubo en los demás países, a excepción de Estados Unidos, y cabe valorar aquel periodo por lo que vale. Piensen que eran películas baratas destinadas a un público poco exigente que tanto en España como el extranjero iba a cines de poca monta, pagando una entrada asequible para ver películas de usar y tirar.

En ese ámbito, la calidad media del terror español superaba, de manera sensible, la calidad media del terror de serie B que se producía en otros países. Puede que no fuesen obras dignas de Tarkovsky, pero tampoco cabía esperarlo. Estamos hablando de cine zombi, que era el vagón de cola de la serie B, la cual era vagón de cola del terror, el cual era vagón de cola del arte cinematográfico.

Y aun así, se intentó hacer las cosas de manera medianamente digna. Quizá no siempre se consiguió, pero si ven películas de zombis hechas en otros países durante aquellos mismos años comprobarán que pocas veces eran de igual calidad, y con frecuencia peores.

nuestras charlas nocturnas.

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