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El sexo de las máquinas … Las máquinas del sexo … El sexo con las máquinas…


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Anne Francis y Robby el robot en el Planeta prohibido (1956).

JotDown(C.Frabetti) — Las religiones abrahámicas definen a Dios y a los ángeles como espíritus puros; pero tanto Jehová como Alá son inequívocamente masculinos, y el Dios de los cristianos es el Padre Eterno, cuyo hijo, segunda persona de la Santísima Trinidad, es un varón que, por si cupiera alguna duda, incluso fue circuncidado.

En cuanto a los ángeles, y pese al aspecto andrógino de sus representaciones habituales, se llaman Gabriel, Miguel, Rafael… En consecuencia, los demonios, ángeles caídos, también son masculinos, e incluso era frecuente representarlos con ostensibles atributos viriles.

Puede que la famosa discusión bizantina sobre el sexo de los ángeles no fuera, después de todo, tan ociosa como para convertirse en emblema de las controversias absurdas e improcedentes.

Improcedente, tal vez, de ser cierto que los doctores de Constantinopla se extraviaban en ella mientras los turcos se disponían a tomar la ciudad; pero no tan absurda como podría parecer a primera vista. Porque el verdadero quid de la cuestión, hoy como en 1453, no es el sexo de los ángeles en sí, sino nuestra delirante vocación sexualizadora.

El Sol y el dinero son (poderosos) caballeros. La Luna y la muerte son damas (aunque no para todos: en alemán Mond Tod son nombres masculinos). Y el/la mar es hermafrodita. Y que nadie se asombre de que Rimbaud viera el color de las vocales: un famoso matemático me aseguró que conocía el género de los dígitos; según él, el 1, el 2, el 3, el 5, el 6 y el 8 eran masculinos; el 4, el 7 y el 9, femeninos; y el 0, naturalmente, era neutro.

El antropocentrismo es difícil de superar, y en una sociedad patriarcal, el androcentrismo también. Podemos discutir sobre el sexo de los astros o del mar; pero si, en última instancia, la discusión sobre el sexo de los ángeles es ociosa, es porque en el fondo «sabemos» que son masculinos, igual que Dios y el diablo. Y algo similar ocurre con los robots.

Uno de los primeros y más famosos robots del cine, el entrañable Robby de Planeta prohibido (1956), tiene voz y nombre masculinos, y por más que, cuando le preguntan si es chico o chica, diga que la pregunta carece de sentido, a nadie se le ocurriría llamarlo Roberta. El caso es análogo al de los ángeles, que son espíritus puros y por tanto asexuados, pero para el imaginario patriarcal son claramente (oscuramente) masculinos.

. Y sin embargo hay diablesas 

Hay diablesas, sí, pero no hay ángelas (tan es así que ni siquiera existe el término y el corrector automático lo subraya en rojo). La demonización (nunca mejor dicho) de la sexualidad no procreativa y la misoginia de las religiones patriarcales, que ven en la mujer una incitación al pecado, explica que haya súcubos, pero no amantes angélicas.

Y, por análogas razones (o sinrazones), los primeros robots femeninos son maléficos instrumentos de perdición: súcubos mecánicos, como la muñeca danzarina Coppelia, o Doppelgängers metamórficos, como la robotriz de Metrópolis, precursora de los androides nanotecnológicos de la saga Terminator.

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Metropolis, 1927.

En las antiguas mitologías había diosas y otros seres femeninos, tanto benignos como malignos: ninfas, sirenas, lamias, musas, arpías, valkirias… Pero la apoteosis patriarcal de las grandes religiones monoteístas las relegó al submundo de los cuentos y las leyendas. Todo es masculino en las religiones del libro: Dios, los ángeles y, por supuesto, los sacerdotes.

En principio, la inteligencia artificial (IA) es incorpórea; aunque tiene un soporte material —un hardware—, no requiere un cuerpo sensible en interacción física con el entorno. Pero solo en principio. HAL 9000, el superordenador de 2001: una odisea del espacio, ve, oye y actúa: la propia astronave es su cuerpo.

Y en el momento en que una IA avanzada se instale en un robot (algo que está a punto de suceder si no ha sucedido ya) e interactúe con el mundo físico de forma autónoma, se producirá un salto cualitativo de consecuencias imprevisibles.

En principio, un robot dotado de IA, como Robby, no tendría sexo. Pero se podría darle forma humana y programar en él (o ella) una simulación convincente de la sexualidad masculina o femenina (o cualquier otra). Hace mucho que los androides sexualizados nos inquietan desde los relatos y filmes de ciencia ficción, y pronto lo harán (ya están empezando a hacerlo) desde las sex shop.

Según las religiones del libro, Dios creó primero a los ángeles, espíritus puros, parte de los cuales se convirtieron en demonios, y luego creó a los humanos, cuerpos con alma, espíritus encarnados, un poco angélicos y un poco diabólicos. Siguiendo los pasos de nuestro supuesto creador, hemos generado inteligencias inmateriales y estamos a punto de darles cuerpos de metal y plástico.

Si ese cuerpo es una astronave, el robot podrá tener voz y nombre masculinos, como HAL, o femeninos, como Madre en la saga Alien. Si ese cuerpo es antropomorfo, le atribuiremos automáticamente un género, tenga o no atributos sexuales. Y si es un androide programado para la sexualidad, será él o ella quien redefina la nuestra.

– Las máquinas del sexo

 

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Barbarella, 1968.

Desde su aparición en 1962, pero sobre todo a raíz del éxito internacional del lujoso álbum publicado por Éric Losfeld y de la adaptación cinematográfica de 1968, Barbarella se convirtió en la gran heroína de la ciencia ficción erótica, que, sobre todo en el cómic, alcanzó su máximo desarrollo en la década de los setenta del siglo pasado, coincidiendo con la impropiamente denominada «revolución sexual» y la irrupción del feminismo en la escena cultural y política.

Entre las muchas y muy variadas aventuras eróticas de la incombustible Barbarella, cabe destacar dos coprotagonizadas por sendas máquinas: su coyunda con el robot Diktor y su confrontación con la «máquina excesiva» del perverso doctor Duran Duran.

A destacar que Diktor, aunque vagamente antropomorfo, no es un androide propiamente dicho: está más cerca del Hombre de Hojalata de El mago de Oz que de los replicantes de Blade Runner.

En cuando a la «máquina excesiva», inspirada en el acumulador de orgones de Wilhelm Reich, es un «órgano sexual» en el sentido más literal de la expresión: cuando se pulsa su teclado, la víctima atrapada en el interior de la máquina recibe una sinfonía de impulsos eróticos tan intensos que acaba muriendo de una sobredosis de placer.

A no ser que la víctima sea una superheroína sexual como Barbarella, que acaba cortocircuitando el artilugio.

Las máquinas eróticas no antropomorfas no han tenido mucho éxito en la cultura de masas —aunque no se puede dejar de mencionar el orgasmotrón de Sleeper (1973), de Woody Allen—; pero los robots amorosos ocupan un lugar muy destacado y muy suyo tanto en la literatura como en el cine de ciencia ficción.

Los replicantes de la serie Nexus-6 de Blade Runner (1982) siguen siendo los androides más inquietantes del cine, y uno —una— de ellos se define de forma explícita como «modelo básico de placer»: la implacable Pris, heredera directa de Coppelia y de Hadaly (la protagonista de La Eva futura, de Villiers de L’Isle-Adam), los primeros súcubos mecánicos capaces de seducir a los incautos humanos.

Menos voluptuosa que Pris, pero aún más perturbadora e implacable, la Ava de Ex Machina (2015) utiliza su poderosa inteligencia artificial para burlar a su creador y enamorar al joven programador encargado de determinar, mediante una versión actualizada del test de Turing, si la ginoide tiene conciencia, en un claustrofóbico juego especular en el que al final no se sabe quién —o qué— está evaluando a quién.

Ex Machina (2015).

En cuanto a los «sexbots» masculinos, su presencia es por ahora escasa y poco relevante, tanto en la ficción como en el mundo real. Para la lógica patriarcal, la tentación es femenina y los objetos sexuales son las mujeres, en la misma medida en que los hombres son los sujetos.

Por eso las primeras ginoides eróticas se remontan al siglo XIX y principios del XX (Coppelia, Hadaly), mientras que hay que esperar hasta los años sesenta para que la «liberada» Barbarella se beneficie al eficiente Diktor, un precursor con escasos continuadores, entre los que cabe destacar al Gigoló Joe de Inteligencia Artificial (2001).

Mención aparte merece Andrew, el robot positrónico de la serie NDR que protagoniza «El hombre bicentenario», de Isaac Asimov.

En este relato de 1976 (posteriormente convertido en novela con el título El hombre positrónico y llevado al cine en 1999), Asimov plantea la posible (probable, según él) convergencia evolutiva de los robots antropomorfos con los seres humanos. Al igual que Pinocho, Andrew aspira a convertirse en un hombre de hecho y de derecho, y acaba consiguiéndolo.

Y aunque la sexualidad no aparece de forma muy explícita ni en la novela ni en la película, Andrew acaba manteniendo una duradera relación amorosa con una descendiente del que fue su propietario. Andrew no es una máquina sexual, sino sexuada, lo que supone un nuevo y definitivo —definitorio— salto cualitativo. Homo ex machina.

– Machina ex homine

En 2017, la empresa californiana RealDoll presentó su modelo Harmony (RealDoll X), «un robot sexual con inteligencia artificial», según los promotores. Por el momento (y hasta donde sabemos), la IA incorporada a los robots sexuales es rudimentaria; pero el proceso ya ha empezado, y es imparable.

Puede que, algún día, las descendientes de Harmony lleguen del sexo a la consciencia y la empatía recorriendo a la inversa el camino de Andrew, que de la consciencia y la empatía llega al sexo. Mientras tanto, son sus usuarios los que van camino de convertirse en máquinas sexuales sin sentimientos.

La humanización de la máquina tiene su reverso oscuro —o acaso su complemento necesario— en la maquinización del humano, cuyo símbolo recurrente es el cíborg, desde la aparición, a principios del siglo XX, del Nictálope de Jean de la Hire, sin olvidar al John A. B. C. Smith de Edgar Allan Poe (a quien Stanislaw Lem rinde un irónico homenaje en su relato «¿Existe verdaderamente Mr. Smith?»).

En La nave que cantaba (1961), Anne McCaffrey nos presenta un caso extremo de ciborigización: un cerebro de mujer cuyo cráneo es una cápsula de titanio y cuyo cuerpo es una astronave. Helva que así se llama la mujer-nave, se enamora de su joven tripulante, y cuando este muere entona un conmovedor canto elegíaco en su funeral.

Y, más recientemente, Alita, heroína del manga, del anime y luego del cine con personajes reales, en un gesto sublime en el que se superponen lo metafórico y lo literal, le ofrece su valiosísimo corazón artificial a su amado. Dos cíborgs femeninos, Helva y Alita, que de alguna manera nos obligan a revisar el viejo y controvertido concepto de amor platónico. O la sexualidad misma.

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El hombre bicentenario (1999).

– El sexo con las máquinas

. Mundo, demonio y silicio

Como todos los seres vivos, los humanos tendemos a evitar el dolor y a buscar el placer. Tan es así que toda la conducta animal —incluida la nuestra— podría describirse en función del binomio dolor-placer.

Un binomio elemental y que genera conductas muy predecibles en el caso de los organismos más primitivos, pero que puede alcanzar enormes grados de complejidad con la irrupción de la consciencia, y, sobre todo, con la emergencia de esa anomalía evolutiva que es la meta-consciencia, o sea, la consciencia de la propia consciencia y del propio albedrío.

En el caso de los humanos, la búsqueda del placer individual (valga el pleonasmo, puesto que el placer y el dolor, aunque puedan compartirse, son experiencias subjetivas) se enfrenta a dos problemas básicos: la elección entre placeres mutuamente excluyentes y los intereses de los demás individuos, que también buscan su propio placer, y esta doble economía del bienestar —la individual y la colectiva— se gestiona mediante la religión, la ley, la ética y el control social, que ponen límites a la satisfacción plena e inmediata a la que en principio tendemos.

Estos mecanismos de regulación se concretan en una serie de mandatos y prohibiciones, cuyo incumplimiento se puede denominar —según que el marco de referencia sea religioso, legal, ético o sociocultural— pecado, delito, inmoralidad o indecencia.

Puesto que nuestras pulsiones básicas, como las de los demás animales, son el hambre, la libido y el miedo, la economía del placer y sus mecanismos de regulación se centran muy especialmente en lo relativo a la comida, el sexo y la seguridad.

Y por ello las principales religiones y sistemas filosóficos advierten contra el apetito desordenado de bienes materiales (seguridad) y placeres físicos (sexo, comida); de ahí que la avaricia, la lujuria y la gula sean «pecados capitales» que generan un amplio rechazo moral incluso entre los no creyentes. 

Epicuro —y con él los estoicos, los cínicos y otras escuelas filosóficas— propugna la moderación como forma de alcanzar la ataraxia o sosiego del cuerpo y el espíritu. Y el Evangelio cristiano insiste en este mismo punto, elogiando la continencia y advirtiendo de los peligros de un mundo que nos deslumbra con sus efímeras riquezas, una carne débil que busca el placer sensual inmoderado y un taimado demonio que nos tienta con sus falsas promesas de felicidad. 

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Una científica revisa la primera robot sexual con inteligencia artificial.

Pero ¿Qué ocurre en los casos en que desaparecen los otros como variables de la ecuación del placer y, por tanto, la economía del bienestar individual ya no ha de tener en cuenta los intereses ajenos? Incluso desde un punto de vista religioso, es difícil mantener el concepto de pecado si no se hace daño a nadie (el propio Jesús dijo: «Un solo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado»). Y es aún más difícil, desde el punto de vista legal, hablar de delito cuando no hay víctimas.

Este largo preámbulo, que no parece tener mucho que ver con el sexo de las máquinas, pretende servir de introducción a la siguiente cuestión: ¿qué tipo de consideraciones éticas y/o legales serían aplicables a las posibles relaciones de humanos con robots sexuales?

Es tentador adherirse automáticamente al principio de que no hay crimen sin víctima y afirmar que ninguna consideración ética o legar es aplicable, en principio, a tales relaciones (siempre que hablemos de robots no conscientes, por supuesto). Pero la cuestión es bastante más compleja de lo que podría parecer a primera vista, y está dejando de ser puramente teórica.

Ya se están fabricando —y comercializando— robots sexuales infantiles, y algunos alegan que tales «sucedáneos» pueden disminuir el riesgo de que los pederastas abusen de niños y niñas de carne y hueso; pero este falaz argumento parte de una visión extremadamente simplista de la sexualidad, que ignora sus fundamentales motivaciones psicológicas.

Un abusador es, por definición, alguien que disfruta abusando de los débiles y sometiendo a sus víctimas, por lo que un muñeco de silicona o un sexbot infantil es una incitación a la pederastia, más que un sustituto desactivador.

Y lo mismo cabe decir de los dibujos animados pornográficos con personajes infantiles (o de fácil acceso para niñas y niños): su realización no causa víctimas directas, como la grabación de abusos reales, pero sí indirectas, en la medida en que estimula a los pervertidos y confunde a los ingenuos.

El mundo-mercando con su incesante producción de artículos superfluos, el omnipresente demonio de la seducción publicitaria y el proteico silicio, en su doble vertiente de silicona que imita la carne y chips que imitan la mente, constituyen la nueva e inquietante versión del viejo trinomio evangélico mundo-demonio-carne, y tanto los creyentes como los no creyentes tendremos que enfrentarnos a problemas psicológicos, éticos y legales que hace apenas unas décadas no podíamos ni imaginar, y cuyas consecuencias a medio y largo plazo no son fáciles de prever.

nuestras charlas nocturnas.

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