Cuando el patrimonio cultural es víctima de la guerra…

EOM(El Orden Mundial/D.Mourelle)/JotDown(J.Bilbao) — La destrucción del patrimonio cultural como táctica de guerra es una práctica tristemente habitual y con resultados trágicos para la memoria de las civilizaciones. La aniquilación de lugares de culto, monumentos, esculturas, costumbres y, en definitiva, de partes del acervo tangible e intangible de los pueblos ha sido empleada como herramienta bélica durante siglos.
Desde la destrucción de la Biblioteca de Alejandría hasta los bombardeos nazis sobre enclaves históricos europeos durante la Segunda Guerra Mundial, pasando por la mutilación del Partenón de Atenas al calor de la guerra de la Liga Santa en el siglo XVII, la destrucción de la cultura ha sido un mecanismo muy recurrente para eliminar la memoria, valores y legado colectivo de los adversarios.
– Guerra contra el alma de los pueblos
Pese a los esfuerzos realizados desde finales del siglo XIX para la protección de los bienes culturales a través de la Conferencia de Bruselas de 1874 o las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907, el auge de los totalitarismos durante el siglo XX tuvo entre sus principales víctimas cualquier manifestación de sensibilidad ética y estética.
Paradójicamente, en el nombre del pueblo se sentaron las bases para la destrucción del alma de otras comunidades. Dos guerras mundiales y multitud de contiendas regionales y nacionales más tarde, el legado de destrucción artístico del siglo XX todavía permanece hondamente grabado en la memoria colectiva contemporánea.

Si bien en los últimos años el fenómeno ha pasado a ser más obra de actores no estatales que de los propios Estados, el siglo XXI no ha sido una excepción a las dinámicas de destrucción de patrimonio cultural. Los ejemplos, lamentablemente, también abundan en nuestra era.
En 2001, los talibanes horrorizaron al mundo tras destruir con tanques y misiles antiaéreos los milenarios Budas de Bamiyán, localizados en la zona central de Afganistán desde alrededor del siglo V. Su objetivo no era otro que eliminar todo rastro de cultura no islámica del país.
En 2012, en Mali, la comunidad internacional volvió a contemplar con espanto los estragos causados en la histórica Ciudad de los 333 Santos —más conocida como Tombuctú— por la filial magrebí de Al Qaeda y el grupo rebelde Ansar al Dine durante la Revolución tuareg.
Centenares de edificios religiosos, mausoleos, reliquias arquitectónicas, bibliotecas y esculturas fueron gravemente dañadas o destruidas. La situación sentó precedente ya que, apoyándose en el Estatuto de Roma, el Tribunal Penal Internacional impulsó un proceso judicial por crímenes de guerra contra uno de sus principales autores, el líder de Ansar al Dine, Ahmad al Faqi al Mahdi.
Anteriormente, solo el militar serbio Miodrag Jokić había sido condenado por los daños causados en el casco antiguo de la ciudad croata Dubrovnik en 1991, durante la guerra en Yugoslavia. No obstante, la condena, emitida por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia en 2004, no consideró el crimen de guerra.

En los últimos años, se han producido muchos otros casos similares en países como Yemen, Libia, Myanmar o incluso China.
Sin embargo, quizá el caso que más preocupación internacional ha provocado recientemente sea el de la destrucción de patrimonio cultural sirio e iraquí a manos de la organización terrorista Dáesh.
Desde 2015, aprovechando la guerra civil siria y la descomposición estatal en Irak, Dáesh no dudó en recurrir al terrorismo cultural para destruir enclaves emblemáticos de alto valor histórico en ciudades como Nínive, Alepo, Raqqa, Mosul, Homs o, especialmente, Palmira.
El grupo causó gravísimos daños en joyas arquitectónicas como el Crac de los Caballeros, el Templo de Bel o el Teatro romano de Palmira, entre tantas otras.
Su objetivo no era otro que el de destruir de forma intencional aquellos elementos que formasen parte de la identidad de sus enemigos.
Sin embargo, aunque cabría esperar que el grupo terrorista atentase esencialmente contra piezas con influencias extranjeras o ajenas al islam, según algunos estudios basados en los datos recolectados por ASOR Cultural Heritage Initiatives, el 97% del patrimonio dañado o destruido de forma premeditada e intencionada por Daesh en los últimos años procede de tradiciones islámico-musulmanas.
Según UNESCO, la agencia de Naciones Unidas para la educación y la cultura, ejemplos como los anteriores son el fruto de campañas deliberadas de “limpieza cultural” destinadas a la destrucción del ser inmaterial de los pueblos. Por ello, UNESCO ha destinado importantes esfuerzos a la preservación y protección de los bienes culturales.
Concretamente, la Convención de La Haya para la Protección de los Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado de 1954 y sus dos Protocolos Adicionales de 1954 y 1999 constituyen, junto con las disposiciones del Derecho Internacional Humanitario contenidas en las Convenciones de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales, el marco de referencia en esta materia.
Además, en 2017, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó también de forma unánime la Resolución 2347 contra la destrucción del patrimonio cultural, sin duda un hito en la lucha contra esta lacra.
A estos instrumentos legales hay que sumar las aportaciones de instituciones como el Escudo Azul Internacional, creado en 1996 con el objetivo de proteger el patrimonio cultural mundial ante posibles conflictos armados o desastres naturales, o los más recientes cascos azules culturales impulsados en 2016 en el marco de la Operación Unite4Heritage por iniciativa italiana en estrecha colaboración con UNESCO y otros países miembros.
Pese a su utilidad, estas herramientas han demostrado ser todavía insuficientes para evitar situaciones como las vividas recientemente en Siria y otras regiones del mundo. Las consecuencias de violentar el patrimonio cultural en contextos de conflicto armado son complejas, y no se limitan al daño simbólico o tangible sobre los bienes culturales.
De hecho, la experiencia muestra que, en numerosas ocasiones, su destrucción o sustracción puede conllevar también la desmembración de las formas de vida y del tejido económico de las poblaciones, un freno al desarrollo local y un saqueo de su riqueza, con la consiguiente caída del número de turistas y apoyo financiero.
Por ello, los efectos de la destrucción cultural trascienden ampliamente las repercusiones sobre el legado emocional, ya que sus consecuencias también son muy negativas para el desarrollo económico, la seguridad y la prosperidad de las poblaciones locales.
– Mercenarios culturales
Una de las cuestiones que a menudo pasan más desapercibidas en relación con la protección del patrimonio cultural es que la destrucción física de los vestigios históricos no es necesariamente la vía preferente empleada por sus usurpadores, ni tampoco constituye la única amenaza asociada con los conflictos armados.
De hecho, las organizaciones terroristas, las milicias u otros actores partícipes en una contienda comprenden generalmente el valor de los objetos que puedan caer bajo su control. La aniquilación física de los bienes culturales es una táctica muy potente desde el punto de vista propagandístico, pero su utilidad estratégica es muy limitada.
Por ello, es habitual que estos grupos, conocedores de su potencial lucrativo, opten por amortizarlos para financiarse y sostener sus propias actividades delictivas.
En este punto resulta fundamental entender la conexión entre el comercio ilegal de patrimonio cultural, el mercado negro del arte transnacional y los escenarios de los conflictos armados. Las tres aristas de este infame triángulo configuran una realidad a la que solo se puede responder de forma multilateral.
Por ello, UNESCO instaba recientemente a reforzar la cooperación entre los Estados, la Organización Mundial de Aduanas, el Consejo Internacional de Museos, las casas de subastas y las agencias policiales a nivel internacional con objeto de impedir que los bienes sustraídos de una zona de conflicto puedan ser vendidos por sumas millonarias a través de redes de tráfico ilícito de obras de arte.
Tal afán, que ya había sido plasmado originariamente en 1970 en la Convención contra el Tráfico Ilícito de la Propiedad Cultural, llevó al proyecto de crear un Observatorio de Salvaguardia del Patrimonio Cultural Sirio con sede en Beirut, específicamente diseñado para monitorear la situación en Siria.
El objetivo era impedir este tipo de sustracciones por terroristas acostumbrados a aprovechar el caos y la porosidad de las fronteras nacionales para desarrollar actividades de crimen organizado.

La dimensión del tráfico ilegal de obras de arte a nivel internacional es escalofriante y su volumen no deja de crecer año tras año. Aunque por su propia naturaleza opaca resulte difícil cuantificar esta industria de forma objetiva, existen algunos indicadores que nos dan una idea de su alcance.
Así, la base de datos de INTERPOL, creada a partir del sistema de monitoreo PSYCHE, ha registrado hasta la fecha más de 51.000 bienes culturales robados en 134 países, muchos de los cuales circulan todavía en el mercado ilegal del arte.
La Comisión Europea, por su parte, estima el valor total de las importaciones anuales de este tipo de bienes en la nada desdeñable cantidad de entre 2.500 y 5.000 millones de euros, tan solo superado por el tráfico internacional de armas y de estupefacientes.
Las cifras son bastante similares a las manejadas por la UNESCO, que además añade que el precio de venta de los bienes sustraídos puede llegar a multiplicarse por cien, un margen mayor incluso que el de la cocaína, quedándose el intermediario con aproximadamente el 98% del beneficio.
El Consejo de Seguridad aprobó en 2015 la Resolución 2199 para prohibir el comercio ilegal de bienes culturales procedentes de Siria e Irak. Sin embargo, la falta de armonización de las regulaciones nacionales todavía favorece lagunas legales que diezman la eficacia de las convenciones internacionales en la materia.
La sofisticación de los métodos de compraventa hace que los cazatesoros —muy presentes, por ejemplo, en robos de patrimonio cultural subacuático—, las organizaciones de crimen organizado o las organizaciones terroristas operen de forma anónima y descentralizada a través de la dark web o de la deep web, lo que dificulta aún más la batalla contra tales prácticas.
Como señala la propia UNESCO, “la propiedad cultural quizá no sea un arma para matar o bombardear objetivos, pero sin duda tiene el potencial de hacer sostenibles estas acciones si cae en las manos equivocadas”.
Por otro lado, según la Organización Mundial de Aduanas, la estrecha relación entre el robo de arte, el lavado de dinero y el fraude fiscal representa un problema con implicaciones multidimensionales. Dada la facilidad para ocultar la identidad de los agentes del mercado del arte, este ha sido a menudo utilizado con propósitos más que cuestionables.
El fenómeno en sí es bastante transversal: desde inversores anónimos hasta grandes magnates del petróleo o narcotraficantes, los ejemplos de la triangulación entre dichas prácticas son abundantes. Debido a la magnitud de este mercado —cifrado en 67.400 millones de dólares en 2018 según el FMI—, los intercambios son llevados a cabo por multitud de actores, grupos terroristas inclusive.
De hecho, la relación entre el terrorismo y la sustracción de bienes culturales es hoy todavía un fenómeno activo, como se pudo corroborar en 2018 en Barcelona, donde una serie de traficantes vinculados a Dáesh fueron detenidos por las autoridades españolas acusados de contrabando de objetos arqueológicos procedentes de Libia.
El tráfico ilícito de arte es una realidad compleja que se entrelaza con conflictos en los numerosos pueblos corren el riesgo de perder, además de la vida, su cultura.
Ninguna de las preguntas anteriores admite respuestas sencillas, pero quizá sí permitan entrever la necesidad de que los Estados analicen la cultura desde una perspectiva más estratégica en el futuro.
La Declaración de Florencia, adoptada por los miembros del G7 en 2017, fue un paso importante hacia esta creciente toma de conciencia, al reconocerse en ella los retos del terrorismo, el tráfico ilícito de bienes culturales o los desastres naturales.
Lo mismo cabe decir de otras iniciativas recientes impulsadas en el Consejo de Seguridad e incluso desde el sector privado, donde han surgido nuevas posibilidades de identificación y rastreo de obras gracias a la tecnología blockchain. Aparentemente, las tragedias culturales de los últimos años han despertado el interés en este tipo de cuestiones.
No es para menos. Lo que está en juego, más allá incluso de la identidad y las raíces, es el propio derecho a la seguridad cultural y al desarrollo de los pueblos.

– El poder de la diplomacia cultural
Los efectos históricos de la destrucción del patrimonio cultural, especialmente a causa de conflictos armados, han dejado profundas heridas en la identidad colectiva de numerosos países. Los ejemplos son incontables, pero un reciente informe de UNESCO ofrece una pequeña selección panorámica: la mayor parte de los países africanos han perdido alrededor del 95% de su patrimonio cultural, por ejemplo.
Tras la guerra de independencia de 1971, Bangladesh ha visto cómo se destruían 2.000 templos hindúes en todo el país y cómo cerca de 6.000 piezas de gran valor histórico fueron sustraídas ilícitamente por traficantes culturales. En el caso de Irak, durante la guerra del Golfo de 1991 se estima que unos 15.000 objetos fueron robados del Museo de Bagdad durante el transcurso de las operaciones militares de la coalición internacional; solo 7.000 fueron recuperados.
A su vez, Irak fue forzado por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas a pagar una indemnización de diecinueve millones de dólares a un mecenas kuwaití por el robo de su colección de arte a manos de soldados iraquíes durante la invasión de Kuwait.
En este contexto, la diplomacia cultural ha sido siempre una herramienta fundamental para la cooperación internacional en la lucha contra el tráfico ilegal de bienes culturales y en los esfuerzos en favor de su protección y conservación in situ.
Su papel resulta crucial en la reconstrucción y reconciliación de zonas posconflicto, donde las heridas psíquicas de la población afectada pueden ser tan o más desgarradoras que el propio balance material de la contienda.
La carga emocional de la cultura hace que la cooperación en este ámbito sea un instrumento muy eficaz para consolidar la paz, gestionar un pasado traumático y encarar el futuro con esperanzas renovadas. Además, se trata también de un excelente medio para favorecer el desarrollo económico de las localidades afectadas y contribuir a la reconciliación.
La reconstrucción internacional del puente de Mostar o de la Biblioteca de Sarajevo, ambos destacados monumentos bosnios destruidos durante la guerra de los años 90, son tan solo algunas aplicaciones prácticas de lo señalado.
La cooperación resulta también extensible al sempiterno debate en torno a que algunos países hospeden de forma permanente el patrimonio cultural de otros países en sus museos.

Aunque no necesariamente haya acuerdo a este respecto —tal y como se observa en casos tan mediáticos como el contencioso entre el Museo Británico y Grecia en relación con el friso del Partenón, que se conserva en Londres— en el pasado ha habido experiencias de cooperación positivas situaciones de esta naturaleza.
Un ejemplo es el de la esfinge hitita de Bogazkoy, ubicada en el Museo de Berlín y devuelta a Turquía en 2011 tras un acuerdo entre Ankara y Berlín.
La cultura, en definitiva, es también un puente para buscar sinergias capaces de desatascar otros aspectos quizá más enquistados de las relaciones entre los países.
En ese sentido, se trata sin duda de un instrumento de paz y, por tanto, en un sinónimo de buena diplomacia.
– ¿Hace falta un R2P cultural?
Aunque se hayan logrado éxitos puntuales, los desafíos son todavía muy preocupantes en el campo de la protección del patrimonio cultural. Al igual que sus creadores, los bienes culturales son a menudo más frágiles de lo que nos gustaría pensar, y los daños provocados en un instante pueden extinguir legados milenarios.
Por ello, la prevención y la cooperación internacional son la mejor herramienta para combatir este tipo de prácticas, situadas a caballo entre la táctica militar, la propaganda y el afán de lucro.
Ahora bien, los desafíos planteados por las amenazas que se ciernen sobre los bienes culturales en situaciones de conflicto y posconflicto afectan de una u otra forma al conjunto de la humanidad. Esto ha llevado a incipientes debates sobre la pertinencia de desarrollar una responsabilidad de proteger (R2P) adaptada a los requerimientos de la conservación cultural ante amenazas existenciales a un patrimonio tan frágil como valioso.
La R2P es un compromiso adoptado en el seno de las Naciones Unidas por el cual la comunidad internacional se emplaza a intervenir en un tercer Estado para prevenir un genocidio, crímenes de guerra o contra la humanidad cuando el Gobierno de ese estado no puede o no quiere actuar. Del mismo modo que existen Monumentos Patrimonio de la Humanidad, ¿sería posible reivindicar un derecho a protegerlos colectivamente en caso de verse estos amenazados, incluso por la fuerza?
¿Se podría haber invocado esta lógica en el caso de Siria o en Irak para prevenir así ataques irreversibles contra el Teatro de Palmira o la Biblioteca de Mosul? En definitiva, ¿existe una soberanía cultural de las naciones o, por el contrario, puede la comunidad internacional intervenir cuando estas no dispongan de la capacidad o la voluntad para protegerla debidamente?
– La destrucción del legado cultural europeo durante la 2ª Guerra Mundial

La Segunda Guerra Mundial causó según las estimaciones más conservadoras 36,5 millones de muertos solamente en Europa. Pero además provocó un daño incalculable al patrimonio histórico y artístico largamente acumulado en nuestro continente durante el paso de los siglos, generación tras generación y que, en apenas un instante, fue irremediablemente perdido.
Esta destrucción —en ocasiones deliberada y en otras accidental— tuvo, como veremos, una considerable importancia como arma de propaganda.
Convertidos en motivo de orgullo para los lugareños y focos de peregrinación o turismo para los forasteros, las catedrales, museos, palacios, cascos históricos… ya sea por su valor artístico, antigüedad o acontecimientos históricos que cobijaron, adquieren un valor simbólico, un aura de sacralidad que los eleva a seña de identidad para la ciudad y el país que los alberga y son, en último término, un patrimonio de toda la humanidad.
Nos fascinan por su belleza y porque representan la continuidad y la memoria, y como criaturas mortales que somos nada nos preocupa más. Hasta que llega una guerra y lo destruye todo.

El daño a monumentos de gran valor histórico o artístico durante un conflicto viene de lejos, pero según señala Nicola Lambourne en War damage in Western Europe fue tras la Guerra Franco-prusiana, durante la Conferencia de Bruselas de 1874, cuando se estableció por primera vez que en el bombardeo a posiciones enemigas se debía “respetar, en la medida de lo posible, iglesias y edificios utilizados para propósitos artísticos, científicos y caritativos”.
Las Conferencias de la Haya de 1899 y 1907 añadieron el deber del sitiado de “señalar la presencia de dichos edificios o lugares distintivos visibles, que deberán ser notificados al enemigo de antemano”.
Durante la Primera Guerra Mundial su aplicación no fue muy efectiva —con episodios como el bombardeo de la Catedral de Reims— así que en la Conferencia de Washington de 1922 se dictó la prohibición de todo ataque aéreo a objetivos no militares, rotundamente vulnerada en el bombardeo de Guernica de 1937.
Este acto simbolizó el punto de inflexión del nuevo tipo de guerra que estaba a punto de sacudir al mundo…
- La conquista de Europa
El 1 de septiembre de 1939 Alemania invade Polonia y da comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Dado que su objetivo era adquirir nuevos territorios para su colonización por alemanes, no bastaba con derrotar a su ejército, había que arrasar todo lo que hubiera en ella.
Esto lo convirtió en el país más castigado de todos los participantes en la guerra, al perder algo más del 16% de su población. Esta política deliberada y sistemática de aniquilación incluía borrar también su legado cultural, su huella arquitectónica. El 85% de la capital quedó convertida en escombros y en el conjunto del país el 43% de los monumentos resultaron destruidos.
El Castillo Real de Varsovia, la Archicatedral de San Juan de finales del siglo XIV, la Iglesia de Santa Ana de mediados del siglo XV y el Palacio Staszic de comienzos del XIX, son algunos de los 782 monumentos polacos que desaparecieron. A los que hay que sumar aquellos que resultaron parcialmente dañados.

La posterior invasión de Europa Occidental por el ejército alemán fue, sin embargo, algo distinta. Su población no era eslava y por tanto racialmente inferior a ojos del Tercer Reich, e incluso en el caso de Francia existía cierta admiración, como luego veremos. Esto hizo que la ocupación resultara menos sangrienta y destructiva, con excepciones como los virulentos bombardeos sobre Róterdam.
En algunos casos la conquista militar fue seguida de diversos historiadores del arte alemanes que resaltaban la influencia de su país en tales obras, lo que proporcionaba una justificación teórica a dicha apropiación. Por otra parte, la violencia desatada en Polonia supuso una clara advertencia de lo que el ejército alemán era capaz de hacer y capitales como París se declararon “ciudades abiertas”, es decir, ante la inevitabilidad de su invasión anunciaron que no mostrarían resistencia.
También se supieron tomar medidas de protección: trasladar a lugares seguros las pinturas y objetos que pudieran ser transportables (tal como ocurrió en el Museo de Louvre); se retiraron las vidrieras de catedrales como la de Notre-Dame o Chartres; las estatuas más importantes fueron cubiertas de sacos de arena o de paredes de ladrillos; algunos edificios se rellenaron de tierra para minimizar el impacto de los bombardeos; se dispusieron contenedores de agua a su lado para sofocar incendios e incluso se pintaron sus tejados para disminuir su visibilidad a los aviones atacantes.
Aun así en Francia 550 monumentos quedaron dañados en distinto grado. Entre ellos la Catedral de Reims, que fue alcanzada por las bombas por segunda vez, cuando apenas dos años antes habían concluido los trabajos de restauración de lo ocurrido en la Primera Guerra Mundial. Una vez conquistada la Europa continental ya solo quedaba Gran Bretaña.

- Propaganda y guerra psicológica
Londres recibió su primer bombardeo a cargo de la Lutfwaffe la noche del 24 de junio de 1940, la RAF contraatacó poco después con un ataque aéreo sobre Hannover.
Desde ese momento se inició un intercambio de golpes cada vez más brutales en los que inicialmente se buscó atacar objetivos militares y fábricas de armamento, pero acabó en el bombardeo sobre la población civil.
Especialmente sobre los cascos históricos de las ciudades. De esa manera se pretendía minar la moral de la población, aunque el efecto —al menos inicialmente— resultó ser precisamente el de encorajinar a la población atacada.
La BBC informaba puntualmente con ese fin de los daños que eran infligidos a iglesias y monumentos, de esa manera además hacían creer al enemigo que el ataque no había afectado a objetivos militares.
Mientras tanto, Churchill no desaprovechaba ocasión de visitar cada edificio histórico destruido —ya fuera la Casa de los Comunes, el Palacio de Buckingham o la Catedral de Coventry— para alentar el heroísmo y la épica ante los bombardeos, con declaraciones como “preferimos ver Londres en ruinas y cenizas que ser mansa y abyectamente esclavizados”.
En Alemania, tras cada bombardeo se retiraban con prontitud los cascotes y en el caso de edificios de valor artístico e histórico hasta diciembre de 1942 fueron inmediatamente restaurados, como por ejemplo la Casa Alemana de la Ópera, reconstruida con gran celeridad para que pudiera celebrar su bicentenario.
Pero a partir de ese año se hicieron frecuentes los bombardeos angloamericanos a gran escala y el Ministro de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, ante la imposibilidad de seguir minimizándolos, decidió imitar la estrategia inglesa. Para apelar al espíritu sacrificio e incrementar el sentimiento de agravio había que presentar los ataques aéreos como agresiones deliberadas a la cultura alemana, a su rico patrimonio artístico.
Así lo explicaba con su elocuencia característica durante un discurso el 26 de junio de 1943:
«Cuando los terroríficos aviones británicos y americanos aparecen sobre los centros del arte alemán e italiano, transformando en menos de una hora en escombros y ceniza los monumentos culturales que ha costado siglos construir y crear… Hay mucho más en juego que el terror de la población civil. Esto es la furia del histórico complejo de inferioridad que busca destruir en nuestro lado aquello que el enemigo es incapaz de producir y nunca ha sido capaz de lograr en el pasado. (…)
Cuando un aterrador piloto americano de 20 años puede destruir una pintura de Alberto Durero o Tiziano… cuando nunca él o sus millones de compatriotas han oído esos venerables nombres… Esta es la cínica batalla a sangre fría de los descendientes de Europa, advenedizos de otro continente que se vuelven contra sus ancestros por ser estos más ricos en su espíritu, profundidad artística, inventiva y creatividad, en lugar de orgullosos propietarios de rascacielos, coches y frigoríficos».

Sin embargo ese reproche a la carencia de sensibilidad cultural del enemigo no lo tenía en cuenta para su propio bando. En relación a ciudades británicas bombardeadas de gran valor histórico como Brighton, Hastings o Canterbury anotó en su diario: “Hitler comparte completamente mi opinión de que esos centros culturales, balnearios y ciudades deben ser atacados ahora; el efecto psicológico será mucho mayor”.
Lo cierto es que la RAF no tenía un interés explícito en destruir monumentos históricos, entre otras cosas porque al lanzarse las bombas desde gran altura el perímetro sobre el que caían era de hasta 8 kilómetros, así que difícilmente podían buscar objetivos precisos. Sin embargo, sí que hubo una acción con la que se buscó agredir un símbolo nacional enemigo: se trató del bombardeo de los bosques de la Selva Negra en septiembre de 1940.
Dada la importancia que tenía para el nacionalsocialismo el sentimiento telúrico de pertenencia a la tierra y fusión con la naturaleza (las excursiones campestres eran una constante para organizaciones como las Juventudes Hitlerianas) se pensó que lanzando bombas incendiarias sobre esos paisajes tan apreciados se desmoralizaría a los alemanes.
Pero aparte de este pintoresco episodio, como decíamos los cascos históricos de las ciudades alemanas fueron los grandes afectados, y con ellos todos los edificios de gran valor que pudieran contener. En Würzburg el 90% de su parte antigua quedó arrasada, incluyendo su palacio barroco, un edificio de comienzos del siglo XVIII que Napoleón calificó como “la casa campestre más bella de Europa”.
En el bombardeo de Dresde, considerada la “Florencia del Barroco”, murieron unas 35.000 personas y se perdieron casi todos sus monumentos, como la Iglesia de Santa Sofía y la Iglesia de Nuestra Señora, del siglo XIV y XVIII respectivamente. También fueron duramente castigadas Nuremberg (de gran importancia simbólica por las concentraciones anuales del NSDAP), Hamburgo, Berlín (bombardeada en más de 200 ocasiones), Stuttgart, Colonia… en fin, prácticamente todas las grandes ciudades alemanas.

- La reconquista de los Aliados
“Dentro de poco lucharemos en el continente europeo en batallas designadas a preservar nuestra civilización. Inevitablemente, en el camino de nuestro avance encontraremos monumentos históricos y centros culturales que simbolizan para el mundo todo aquello que luchamos por preservar. Es responsabilidad de cada comandante proteger y respetar esos símbolos tanto como sea posible”.
Así es como arengó a sus tropas el General Eisenhower el 26 de mayo de 1944, apenas unos días antes del Desembarco de Normandía. el célebre “Día D”. Se trataba de un objetivo loable, pero el problema en la práctica es que la Operación Overlord dio gran importancia al apoyo aéreo para facilitar el avance Aliado, lo que provocó grandes daños.
Como en la ciudad francesa de Caen, donde el intenso bombardeo dejó en ruinas el 80% de la ciudad. Sin embargo, dos iglesias románicas lograron permanecer intactas. Hecho que los habitantes consideraron un milagro, al igual que en Colonia, donde su catedral sufrió daños pero se mantuvo en pie entre las ruinas circundantes.
Curiosamente, cuando el azar sí llevaba a que las bombas destruyeran una iglesia —y según estamos viendo no fueron pocas— como en el caso de Coventry, entonces se interpretaba así: “la ciudad ardió toda la noche y su catedral ardió con ella, emblema de la eterna verdad de que cuando los hombres sufren, Dios sufre con ellos” en palabras de su preboste. Así que la intervención divina valía para explicar una cosa y la contraria.

El avance Aliado en cualquier caso era imparable y se aproximaba a París.
Como decíamos al comienzo, había logrado mantenerse intacta al declararse ciudad abierta.
En cuanto fue ocupada el propio Hitler acudió a visitar sus lugares más representativos y —según el testimonio recogido por Albert Speer— dijo al terminar el día: “¿No es París hermoso? Pues Berlín tiene que ser mucho más hermoso.
He reflexionado con frecuencia sobre si París debería ser destruido, pero París será únicamente una sombra cuando hayamos terminado Berlín. ¿Para qué destruirlo entonces?”.
Una opción que estuvo a punto de hacerse realidad en los momentos previos a su liberación, cuando el gobernador militar Dietrich von Choltitz recibió la orden de Hitler de destruir París en la retirada del ejército alemán y decidió desobedecerla.
Un episodio de la guerra reflejado en el clásico ¿Arde París? (René Clément, 1966).
Respecto al Frente Oriental en el que estaba implicada la Unión Soviética, aunque en pérdidas humanas fue sin duda el más importante, en el aspecto que nos ocupa es menos significativo en comparación. Cabe destacar la iglesia Spas Nereditsky en Novgorod, del siglo XII, o el monasterio de Monasterio de Nueva Jerusalén, erigido en el siglo XVII en Istra.
Por último, en el otro frente occidental, en Italia, dada la ingente cantidad de reliquias arqueológicas y monumentos de los que goza este país, era imposible guerrear sin romper nada. Aun así, el daño finalmente fue bastante limitado. Roma se declaró ciudad abierta para evitar cualquier destrozo.
Lo más significativo fue el daño a los restos arqueológicos de Pompeya, la iglesia de San Lorenzo fuori le Mura del siglo XIV en las afueras de Roma, los puentes de Florencia dinamitados por las tropas alemanas en retirada y —quizá el más grave de todos ellos— el bombardeo del monasterio de Montecassino, donde se atrincheraron tropas alemanas y fue intensamente atacado durante tres días hasta quedar completamente arrasado.
Con esto, damos por concluido este breve repaso a un conflicto del que lo peor fue, naturalmente, la desorbitada cifra de vidas humanas que se perdieron. Aunque tampoco está de más recordar este otro aspecto que hemos esbozado en este artículo, en un continente con tan extraordinaria riqueza histórica y cultural. Que tan frágil resulta ser.

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